

Por Andrés Maguna
Acá estamos los que nos quedamos. En este país, en esta lengua, en esta gente, en este aire, en esta tierra, entre estas aguas. Acá estoy yo y acá mis tres hijes, este viernes lluvioso de fines de octubre, a dos días de unas elecciones que marcan un punto de inflexión sin que nadie pueda asegurar para dónde se torcerá la cosa, más allá del resultado electoral. Pero estamos acá, y seguiremos acá, eso es seguro. Porque esa elección ya la hicimos: estar acá y ser argentinos. “Vamos a un empate catastrófico”, leí recién por ahí, y pienso que es probable que así sea. Sin embargo, me reservo una cuota de esperanza.
Anoche se me dio por ver en directo el acto de cierre de campaña de Milei en Rosario, y escuché todo lo que dijo desde el escenario frente a las escalinatas del Parque de España. Mientras me tomaba unos amargos, pensando en lo que iba a cenar (dudaba entre la hamburguesa y la milanesa que tenía en la heladera), escuché al petiso de ojos claros que, con voz enronquecida, al estilo Galtieri, arengaba a su público llegado en colectivos desde otras provincias con un discurso que, parece, no se cansa de repetir, ese que habla del futuro de grandeza que aguarda a la potente raza argentina… si los electores lo siguen apoyando a él, a su hermana Karina (apodada simpáticamente por la sabiduría popular como Alta Coimera), al Tronco, a Santilli, Adorni, Caputo, el Gordo Dan y unos cuantos más que estaban presentes en el acto.
El aire estaba pesado, húmedo, eléctrico, caluroso, presagiando la tormenta que se largó a la madrugada. Por la ventana apenas entraba una brisa leve y tibia. En el monitor, el petiso arengaba y el público coreaba “¡nunca más, nunca más!”, ondeaban al viento unos estandartes color borravino que tenían bordadas con hilo dorado, con la tipografía de las galletitas 9 de Oro, las palabras “Las Fuerzas del Cielo”.

En ese momento, en el barrio de Palermo, la policía encontraba a Lowrdes, ex cantante de grupo Bandana (surgido de un concurso televisivo en 2001), que había estado desaparecida físicamente y reaparecida mediáticamente. Un rato antes, un mensaje en la voz de Cristina se había replicado por las redes, Grabois había dicho que la parada estaba brava porque “enfrentábamos al presidente de la primera potencia del mundo” (por Trump) y luego se había abrazado con Massa, Axel había dicho lo suyo, y Schiaretti… ¿A quién, excepto a los cordobeses, puede importarle lo que dijo Schiaretti?
Al final elegí la milanesa, y mientras me la comía quise ver una serie para despejarme de tanta información difícil, sino imposible, de procesar. Pero no hubo caso, se me habían ablandado por el calor los cables de la cabeza y estaba en corto, no podía concentrarme ni siquiera en el entretenimiento producido especialmente por la mainstream para licuar o lavar el pensamiento crítico. Estaba como Lowrdes, o como dicen que encontraron a Lowrdes, incapacitada para la coherencia, encerrada en un placard, horas después de que ella misma haya realizado una videollamada a la policía en la que ya demostraba, claramente, que estaba incapacitada para la coherencia. Go out, burn out, blow out, queimada, fundida.
Al final, con mis últimas neuronas activas, me puse a ver el primer capítulo de una serie inglesa llamada Bookish y cobré impulso para comer un postre (seis Chocolinas que me quedaban, con el culito de un tarro plástico de dulce de leche que tenía reservado para una ocasión especial), y ya con un poco de azúcar en la sangre logré descontracturar un poco y empezaron a aflorar, a flotar en la superficie mansa de mis aguas antes revueltas, las recientes impresiones subyacentes. Puse en pausa Bookish y busqué en redes información sobre la marcha en repudio a la presencia de Milei en Rosario, enterándome así de que hubo una vivificante confluencia de caravanas de estudiantes, gremios e independientes que se movilizaron hasta donde lo permitió la policía, mientras el intendente Javkin pedía calma: “Que no nos traigan a Rosario la violencia de Buenos Aires”.
Luego, antes de la medianoche, puse el ventilador apuntando a la cama, me acosté, leí un poco de un libro que me prestaron y debo devolver en breve (Escribir en el agua, de John Cage), y me dormí apaciblemente pensando en el domingo, ya sacudida de mi cabeza todo la oscuridad deprimente que se me contagia cada vez que veo y escucho al presidentítere Milei. “El domingo, después de votar, cuando vengan mis hijes voy a hacer un asadito y vamos a disfrutar del comienzo del fin de esta horrible experiencia, porque pase lo que pase las cartas ya están echadas…”, fue una de mis últimas reflexiones antes de entregarme a los brazos de Morfeo.
Hoy a la mañana, luego de desayunar, me enteré de que Lowrdes se había ido del hospital, “por sus propios medios”, a las dos y media de la madrugada, luego de que le dieran el alta. No hizo declaraciones, y un escueto parte médico expresó: “Sin ningún signo de golpes, sin una patología que justificara la internación, la cantante fue dada de alta con el consentimiento de un familiar y su propia firma”.
Claro –pensé–, así estarán muchos de los que irán a votar el domingo: sin una patología que justifique su internación, aunque resulte evidente, por qué negarlo, que existe la posibilidad de que muchos de mis congéneres connacionales no tengan las ideas tan claras y ordenadas como las mías, y que estén incapacitadas para la coherencia como Lowrdes y otras desgraciadas víctimas de la violencia de género (alentada junto con otras violencias desde el Ejecutivo nacional) que apenas saben que quieren seguir existiendo, que se aferran al picaporte del placard en el que se encerraron o las encerraron para mantener una referencia espacial aunque el tiempo les pase por encima. Porque, como ya dijo Cazuza: “A tua piscina tá cheia de ratos / Tuas ideias não correspondem aos fatos / O tempo não para // Eu vejo o futuro repetir o passado / Eu vejo um museu de grandes novidades / O tempo não para / Não para, não, não para”.
Es así, el tiempo no para, aunque ahora paró de llover, así que aprovecharé para salir, esquivando charcos, hasta la granja Los Brothers a comprar tabaco y un pan para acompañar la hamburguesa que tengo reservada, y un par de facturas a modo de postre. Cada quien hace lo que puede con lo que tiene, y el que no tiene no hace lo que no puede.
(“Por suerte el tiempo no para y viene asomando el sol del domingo que marcará la hora final del tiranito, y luego encontraremos la manera de reencausar todo lo que estaban desmadrando e incluso lo que, con seguridad, habrá de descarrilarse a partir del lunes 27”, me digo a mí mismo volviendo de Los Brothers, poseído por un renovado optimismo con el tabaco, el pan y un paquete de Sonrisas (no quedaban facturas). Y porque no se puede ser víctima del optimismo, que es una virtud empecinada muy distinta del voluntarismo de la expresión del deseo, me siento, por primera vez en mucho tiempo, confiado en el futuro.)

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