La diferencia entre información y narración, de Benjamin a Byung-Chul Han
Por Julio Cano
La explicación es la metodología que se utiliza con más frecuencia para ubicar conceptualmente eventos internos a la subjetividad, coordinaciones entre subjetividades, captación de entes del mundo por medio de ideas abstractas y, aun, formas internas de la prosa literaria, es decir: se trata de la manera más usual e importante de utilizar el lenguaje para comunicarnos entre pares, para comunicarnos con el mundo y para dar cuenta inteligible de fenómenos. (Una modalidad notoria de la explicación es la científica, en la cual no nos detenemos ahora pero que cabe mencionar).
Sin embargo la explicación no es la única metodología existente para dar cuenta de nuestras experiencias internas y de las experiencias grupales que hemos mencionado ( ambas mediadas, como resulta obvio, por nuestras capacidades lingüísticas).
Especialmente, luego de la aparición del psicoanálisis, hacia fines del siglo XIX, se fueron conformando formas de comunicación interhumana que no apelaban a la explicación sino a la interpretación, una modalidad para develar los hechos de la realidad y los de nuestro mundo interior que se distancian de la explicación. Se configura entonces, paulatinamente, otro modo no-lineal de comunicación que refiere a la complejidad (o a lo sistémico, como prefieren designarlo otros) y que no deja al margen o hace desaparecer aquellos aspectos de la realidad poco claros –o directamente oscuros. Como ejemplo notorio de esto último digamos que lo que alguien pueda narrar de sus procesos inconscientes cabe dentro de esta presentación de la realidad.
Entre explicación e interpretación se han configurado, pues, en nuestra época (a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos del siglo XXI), diferencias que ya no solo refieren a lo metodológico, sino que se ubican en concepciones de la realidad que constituyen ontologías en toda la regla. Podemos admitir que se ha creado una dualidad entre ambos enfoques, la que se sustenta en una u otra manera de ver el mundo y que contiene diferencias y similitudes a menudo difíciles de delimitar.
La revolución tecnológica –aún en desarrollo– ha venido a reforzar cualitativamente la explicación al introducir en ella a la informática. Dada esta nueva realidad epistemológica, el ser de las cosas y el ser de las subjetividades parecen relacionarse íntimamente con lo informacional en términos digitales, lo que supone un encare novedoso y una serie de apreciaciones críticas al respecto. En lo que sigue deslindaremos algunas de las diferencias entre explicación e interpretación, presentes en la dupla formada por la información digital, por un lado, y las narraciones por el otro.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han reflexiona sobre estas diferencias en un texto aparecido el año pasado, La crisis de la narración, al cual nos dedicaremos de aquí en adelante.
“Narración e información son fuerzas contrarias”, dice Han en una tesis recurrente a lo largo de todo el texto. Debemos puntualizar que narración, tal como la utiliza este filósofo, es una concepción que la ubica dentro de la interpretación, pero esta perspectiva es nuestra, no de Han, que establece, en rigor, que la comunicación auténtica es la narrativa: “vivir es narrar”, dice. “El hombre, como animal narrans se distingue del animal en que, al narrar, realiza nuevas formas de vida”. “Toda acción transformadora del mundo se basa en una narración” (p. 107). La vida auténtica posee, pues, un contexto narrativo. Tal autenticidad se viene perdiendo en el contexto contemporáneo dominado por la tecnología.
Antes de la actual revolución tecnológica e informática, las narraciones contenían relación orgánica con el ser, y con esto quiere significar que ellas nos asignaban un lugar, un espacio cargado de sentido (un lar, un hogar) y, más en general, que estar en el mundo era lo mismo que estar en casa. Este talante ante las cosas y ante la vida les otorgaba sentido.
Así, la vida misma era una narración. En el contexto de lo que se llaman los Grandes Relatos, las religiones como el cristianismo y, en el ámbito político-social el marxismo y el anarquismo (tres de los más notorios Grandes Relatos) contenían un sentido armónico interno donde se ubicaban los humanos y lograba, para estos, un sentido de pertenencia, un contexto determinado con una finalidad determinada (una historia).
Por otra parte, a narraciones como las mencionadas, capaces de transformar el mundo y descubrir en él nuevas dimensiones, “nunca las crea a voluntad una sola persona. Su surgimiento obedece más bien a un proceso complejo, en el que participan diversas fuerzas y distintos actores. En definitiva, son la expresión del modo de sentir de una época”. Por lo mismo, la narración “es una forma conclusiva. Constituye un orden cerrado, que da sentido y proporciona identidad” (p. 13).
Que las narraciones constituyan un orden cerrado significa que crean una comunidad.
Así comprenden los cuentos los niños, quienes no aceptan modificaciones en las peripecias del relato que ya conocen y que puedan querer introducir los mayores que narran. Los cuentos, lejos de ser de estructura árida y pobre en contenidos, se encuentran cargados de polisemias, frecuentemente incluso no advertidas por los participantes de la narración. Contienen entonces una estructura abierta de verosimilitudes a descubrir. La deben descubrir los escuchas o lectores quienes, de ese modo y en esa interpretación progresiva y abierta, van creando comunidad. Una comunidad es cerrada en su organización, pero abierta en su estructura.
Una narración genera un continuo temporal, es decir, una historia.
Un modo de sentir de una época es una historia. Y una historia para ser tal debe formar parte de una comunidad. No hay comunidad sin historia epocal. Y viceversa.
Y una comunidad puede ser entendida como una compleja trama de narraciones. Que, por ser dinámica, se va creando, tejiendo continuamente.
Pues bien, dice Han, en la información no se crea comunidad. Cuando está hablando de información se está refiriendo especialmente a la información digital, la visibilizada en nuestros celulares y computadoras. La información digital pone en marcha un proceso que no se corresponde con los que dominaban en la época de la información escrita, es decir, la prensa.
Hoy, el ser de los entes y el ser de las subjetividades parecen relacionados íntimamente con lo informacional en términos digitales. Por extraño y sorprendente que parezca, su entidad se está transformando en una especie de vacío de la coseidad para ir dejando paso a su imagen digital.
La conocida frase de Marx: “Todo lo real se disuelve en el aire”, referida a la enajenación producida por los procesos de mercantilización, se puede aplicar hoy al verdadero alud de imágenes que ocupan el espacio perceptivo anteriormente ocupado por las imágenes analógicas. Lo que se disuelve es efímero, ya no se guardan ni conservan las imágenes en álbumes, solo importan imágenes que no congelan el tiempo, como lo hacían nuestras antiguas fotos de cumpleaños o de campamento, sino que son imágenes que emergen y desaparecen conjuntamente con el tiempo del visionado patentizado en las pantallas. El tiempo en que se toma una selfie, por ejemplo, no se guarda ni transcurre, contiene una duración tan efímera como la de las sonrisas de quienes posan. Transcurre en instantes que son iguales a los instantes anteriores y a los por venir, autentificados por los “me gusta” y los deditos para arriba. No existe originalidad, sino lo que Han llama “el infierno de lo igual”. Esa patencia de lo igual refleja la mercantilización del tiempo, puesto que ya no existe una especificidad de la foto que la distinga de las demás. Ella pasa a ser consumible, pasa a ser una mercancía. Esto manifiesta la universalización de lo igual en términos de información y la concomitante y progresiva pérdida de incidencia de los relatos en nuestras imágenes, es decir, la progresiva anulación de las narraciones.
Más arriba dijimos que la información (sobre todo la digital) se estaba convirtiendo en una nueva forma de ser. Debemos dar marcha atrás con tal afirmación, en el sentido de admitir que no estamos frente a la progresiva emergencia de una nueva ontología. La actual información digital, por el contrario, agrava la experiencia de que todo es contingente, de que todo está sujeto a un tiempo en sí mismo efímero. “La información carece de firmeza ontológica” (p. 14). “Su modo de existencia no es el del ser sino el de la contingencia” escribe Han, parafraseando una cita del sociólogo Niklas Luhmann. “Hay en este dominio de la información un progresivo olvido del ser”, añade, inspirándose esta vez en su maestro Heidegger.
La actual información es aditiva y acumulativa, con lo cual no transmite sentido en tanto dirección ni genera un continuo temporal, esto es, una historia.
Como ejemplo de esto, Han recurre a Walter Benjamin. Según este pensador alemán “a lo que más atención se presta ahora no es a la noticia que nos llega de lejos, sino a la información que nos aporta un indicio de lo inmediato” (El narrador, p. 67). “El lector de periódicos -sigue diciendo- no atiende más que a lo inmediato. Su atención se reduce a curiosidad. No pasea la mirada por la lejanía ni la deja reposar en ella. Ha perdido la mirada prolongada, despaciosa y posada”. Esta perspectiva de la lejanía en relación orgánica con la percepción se ha ido eclipsando en favor de la captación de lo inmediato instantáneo. Hoy, domina la presencia de lo contingente variable al extremo, sin demoras ni historia, transparente al grado de tornarse pornográfico, mostrando en demasía lo patente en el aquí y ahora de la imagen.
La narración, en cambio, es la contracara de todo esto. En ella se hacen necesarias la demora (que es, asimismo, otro nombre para hablar de la prudencia), la historia y la mirada capaz de alcanzar la lejanía. Se pueden compactar estas tres características diciendo que en la narración se está en presencia de un proceso con sentido. En efecto, el sentido necesita de la prudencia como modo de encarar una percepción visual o un discurso que sea capaz de posibilitar marchas y contramarchas, pasos al costado o repliegues tanto como audacias inéditas para llegar a nuevos paseos inferenciales; necesita la vinculación orgánica tanto con el pasado como con el futuro enmarcados en un presente dinámico. La narración, de este modo, se hace una con su historia tanto como con sus proyectos (que, cuando se asumen con fervor, se transforman en utopías).
Lo radicalmente diferente existente entre información digital y narración, empero, radica en que la información proviene de afuera mientras que las narraciones forman parte de nuestra estructura psíquica y espiritual. No solamente somos seres vivos capaces de elaborar y escuchar narraciones, sino que somos estructuras narrativas.
Mejor aún: somos narraciones concatenadas en red. Somos narraciones interrelacionadas en redes, en procesos dinámicos complejos.
“No somos dueños del sentido que atribuimos a las cosas. No somos dueños de las catástrofes naturales que nos tocan en suerte. No somos dueños de la historia de nuestros padres que explica sus emociones. Tampoco somos dueños de las reacciones de las personas que nos rodean ni de los relatos que hace nuestra cultura de lo que nos ha sucedido. No somos dueños de las interacciones precoces que modelaron nuestro temperamento y nos hicieron sensibles a determinados hechos e indiferentes a otros. Y sin embargo la convergencia de todos estos factores determinantes caóticos proyectará en nosotros la película que elaboramos de nosotros mismos y que llamamos «La historia de mi vida»” (Boris Cyrulnik, Autobiografía de un espantapájaros).
Lo que Cyrulnik llama “historia de mi vida” es el relato integrador de todos mis relatos, pasados y presentes, y lo podemos llamar “metarrelato” de las narraciones que constituyen mi existencia, ya que a esta es dable nombrarla como una compleja trama de narraciones concatenadas.
Tal trama no puede ser transpuesta al terreno de la información digital ni a ninguna otra forma de información, por minuciosa y ajustada a los lenguajes formales que sea. Las narraciones poseen una verdad intrínseca e intransferible, puesto que su modo de narrar supera siempre la contingencia. En las narraciones la realidad (toda la realidad) deja de estar fragmentada y se interrelaciona con el ser debido a que nuestra existencia lo necesita imperiosamente: necesita del sentido que esta articulación proporciona. Esto se observa, dice Han, en lo que atañe a las festividades:
“En la actual era posnarrativa, el calendario pierde su carácter narrativo y se convierte en una agenda vaciada de sentido. En cambio, las festividades religiosas son los clímax y los apogeos de una narración. Sin narración no hay fiesta ni viceversa. No hay sentimiento de festividad vivido como una intensa sensación de ser. No hay más que trabajo y tiempo libre, producción y consumo y algunos momentos de descanso. Una vida de producción, que es pura vida de trabajo, vida desnuda que no merece, en el fondo, ser vivida”
Sobre la mirada, Han señala: en la información la mirada pertenece a un organismo perceptivo dispuesto constitutivamente para la mirada transparente, en donde nada queda en las sombras ni en la semipenumbra y en donde, entonces, no hay interpretación posible. Es una mirada sin demoras, historias ni lejanías. Sin relato perceptivo.
En la mirada densa de los relatos, por el contrario, que atiende no solo al tiempo presente sino también a las lejanías y que incluso puede quedarse en ellas (“morar en las lejanías”, como dice Heidegger) la constitución estrictamente biológica se subordina a los miles (o tal vez millones) de años del visionado adecuado a la caza que nos conformó como cazadores-recolectores que deben esperar morosamente sin mover ni siquiera los párpados para cazar. Paralelamente, en el terreno de la plástica, encontramos el ejemplo del pintor Paul Cezanne y sus obras dedicadas al monte Sainte-Victoire, donde, según él mismo cuenta, dejaba posada la mirada fijamente en determinados macizos de piedra durante horas para que fueran ellos los que cobraran vida y “se pintaran”. Nada de indicios de lo inmediato y pasajero, sino el paisaje con sus movimientos no inmovilizados para dar cuenta de la realidad directa, que jamás está quieta, jamás se queda en la mera noticia. La mirada humana (conformada por el espíritu) es siempre prolongada, espaciosa y posada. Así es la mirada del Arte, del arte verdadero, no de lo decorativo digital. Actualmente, la información es un síntoma genuino de la falta de misterios y de escondite, de los claroscuros, ya no existen lugares recónditos inconmensurables para nuestra percepción y para nuestra intelección.
En la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, las tremendas laderas del volcán, jamás visitadas, son metáforas duras, siniestras, de los recovecos oscuros de la mente alcoholizada del protagonista, al que, al fin, no conoceremos cabalmente. El misterio forma parte de nuestra condición humana y nos recuerda la intransparencia de nuestros comportamientos, aun de aquellos que queremos prístinos ante los demás y ante uno mismo. El misterio es el basamento de nuestra ambigüedad constitutiva, a la cual podemos narrar, pero nunca explicar. Es más, podemos afirmar, junto a Han y a Benjamin, que lo esencial de toda narración verdadera es que la explicación se omite. La narración concluye por renunciar a toda explicación.