

Por Andrés Maguna
Hace poco, el lunes 14 de abril, cumplí 61 años, y dos semanas antes, el primero de abril, el dueño de la casa que alquilo me contó que la había vendido y me pidió que la desalojara antes del primero de junio. Vale decir: el hecho de volverme convencionalmente un año más viejo me caía en pleno trance de cambio de piel, y a 18 lunas transcurridas de gobierno libertario, de aplicación de medidas económicas que transformaron la realidad cotidiana de los argentinos en un mercado de almas obligadas a poner en la balanza de la oferta y la demanda todo, desde aquello emocionalmente cultural hasta las energías amorosas, sentimentales, afectivas, pasando por las posesiones (desde los objetos materiales hasta las capacidades laborales) pasibles de ser tabuladas en dinero, fuere en metálico (ya en vías de extinción) o en formato virtual.
Aquel día, el lunes 14, al mediodía cocinamos una polenta de lujo (con leche, manteca, crema, queso y salsa bolognesa) con mis hijes y mi hermano Tomás, y Sol, la más vieja de mis dos hijas, trajo una tarta de peras (mi plato repostero preferido) hecha con toda la ternura del mundo. Todo estaba riquísimo y la pasamos genial, nos reímos mucho porque estábamos de buen humor y nos dio por compartir la alegría de los sentimientos análogos, incluso los acaecidos el día anterior, domingo 13, en la concurrencia a las urnas para votar ya ni sabíamos qué, o por quién, o por qué. Y sentados al sol, en el patio, charlamos un rato, virando el tema hacia lo que podríamos llamar el “operativo mudanza” que tenía en mente.
Primero: debo encontrar una casa a la cual mudarme, algo difícil para cualquier inquilino necesitado, porque el delirante momento económico polarizó el negocio de los inmuebles en la columna de la venta, y muy pocos propietarios se anotan para alquilar, porque parece ser que no conviene, más allá de que las cifras que se piden de renta sean elevadísimas, tanto como el costo de la vida, perdiendo la mayoría el exangüe poder adquisitivo día a día, llevando a muchos a aferrarse con desesperación a los pocos valores materiales, los breves salarios, en el sinsentido del desgarro provocado por decisiones políticas, en el ensueño del país encantado en el abismo de una monstruosidad: ya muy pocos practican el bien sin mirar a quien, se exige mucho más de lo que se da, se reclama más de lo se reconoce. Se habla mucho, se escucha poco, y se presta atención menos. Y, sin embargo, la llama del espíritu solidario que anima el ser de los argentinos (eso que hace de este país un lugar donde todavía se puede vivir en la verdad) nunca se apaga ni deja de expresarse, posibilitando, entre otras cosas, que estas “Crónicas del subdesarrollo” vehiculicen este pedido de una mano, una gauchada.
Alquilé mi primer departamento a los 20 años, y en los últimos 41 viví en 18 casas alquiladas, así que ya pasé por 20 mudanzas, y trato de manejar el estrés que provocan aquilatando mi experiencia, que sabe de momentos y realidades tan difíciles como las actuales. Por ejemplo, cuando emigré a Brasil en el 2000 escribí y fotocopié un cartel que decía: “VENDO TODO. ME VOY A VIVIR A BRASIL” y detallaba una serie de objetos, muebles, herramientas y vehículos menores que estaban a precio de subasta, los pegué por el barrio y en otros puntos estratégicos (las redes no eran el gran muro social de hoy), con buen resultado. Veinte meses después, habiendo tomado la decisión de regresar a mi tierra, a mi Rosario amada, pegué por toda la pequeña ciudad en que vivíamos (Buzios, Río de Janeiro) unos cartelitos que decían: “VENDO TUDO. VOLTO PARA ARGENTINA” y detallaban una serie de objetos, muebles, herramientas y vehículos menores a precio de subasta. También con buenos resultados.
Escribo esto el jueves santo, acuciado por la fecha del desahucio, sabiendo que tendré que mudarme a una casa mucho más pequeña que esta en la estoy, y mis ingresos, reducidos a su mínima expresión, como les ocurre a muchísimos de mis congéneres argentinos, no me permitirán afrontar los gastos indispensables para la movida, entonces el cartelito de ahora, como esta nota, reza: “VENDO TODO. ME MUDO A UNA CASA PEQUEÑA”, y el detalle abarca un montón objetos artísticos de mi autoría (cuadros, esculturas de pequeño formato, un toro-banco grande, una vaca-heladerita mediana, una frutera enorme, de cemento), muebles y enseres de diverso tipo, una moto que tengo a medias con mi hijo Fidel, una casa de muñecas victoriana, unos cuantos libros, y alguna cosa más.
Pero primero lo primero: a mis lectores amigos, y a mis amigos lectores, les pido el favor de que avisen si se enteran de algún dueño que alquile una casita de manera directa, que sabré agradecer. Segundo: a los interesados en alguna de mis realizaciones artísticas o artesanales los invito a visitar la que por 30 días más es mi casa, Vera Mujica 2270, o a solicitarme fotos o videos de lo que está en venta, a precios de subasta, por Messenger (Facebook), Instagram, o Whatsapp al: 341-5996372.




La Rouser y la casa de muñecas victoriana
Los dos posesiones de más valor que salen a la venta (también a precios de subasta) son la moto Rouser 180 cc., modelo 2012, que compramos con Fidel (está a su nombre, papeles al día) en el 2018, y que está en perfectísimo estado, mantenida siempre por las manos expertas del mecánico Luciano, de Beltrán Motomecánica (https://beltranmotomecanica.com), y la “casa de muñecas victoriana de Salvat” (https://www.facebook.com/casavictorianasalvat/?locale=es_LA), completa, pues fui comprando las 150 entregas a lo largo de tres años (2018-2021) en el kiosco de Oscar, cuando vivía en la esquina de Pellegrini y Lagos.
La Rouser, fabricada en la India por la empresa Bajaj, con mecánica de la austríaca KTM, tiene una andar hermoso, como si fuera una mullida alfombra mágica, y quienes la conocen saben que es un vehículo de dos ruedas ideal para viajar, en especial por su confiabilidad y su rendimiento. Además, aunque no se pueda demostrar, adquirió un karma de objeto técnico con lenguaje propio a lo largo de los 12 viajes a Uruguay que realizó Fidel entre el 2020 y el 2023. Si le preguntan, él les sabrá responder.
En cuanto a la casa de muñecas victoriana de Salvat, no pude resistir a la tentación de comprar la primera entrega, porque es una cocina a leña de bronce de inenarrable belleza (hay que tenerla en las manos para entenderlo), y después cada miniatura que iba apareciendo en el kiosco de Oscar me cautivaba, desde los mueblecitos de madera, las minúsculas porcelanas con detalles hasta la locura total de diamantino esteticismo. La tengo guardada, sin armar, con los 150 fascículos correspondientes, en un arcón de madera que pinté a mano.
Cuando me descuidé, ya había comprado las primeras 20 entregas. Estaba atrapado, y debía seguir hasta el final, y me vi obligado a inventarme un razón para contestar cuando me preguntaran por qué invertía tanto dinero (el precio subía de entrega en entrega) en una casita de muñecas, así que dije: “La casa de muñecas va ser para mi primer niete”, a modo de incentivo para que mis hijes me llenaran de dicha con la llegada de un heredere. Pero al día de la fecha eso no sucedió, y por supuesto que se trata de algo que no puedo exigir. Algún niete llegará en el futuro, o no, quién puede saberlo. Y ahora aquel incentivo puede servir para que continúe sobreviviendo el que desea ser abuelo. Ya sin otro apuro que el de encontrar una casita (no de muñecas, ni victoriana) a la cual mudarse.
Los que me conocen saben que no soy un tipo pretencioso, ni remilgado, ni mucho menos elegante, que sabe que el hogar, lo mismo que la patria, lo constituyen las personas que amamos y nos aman, y que la casa en que uno vive, sea propia, prestada o alquilada, funge como marco del hogar si quienes la habitan no le sueltan el hilo a la esperanza.

