

Por Andrés Maguna
Era un artista en vivo y una persona que hizo de su vida una obra. Un clown músico luthier singular, un tipo sin dobleces, impoluto y natural, el más simpático, el menos violento, de inusual empatía con todes, con todas las buenas causas. Se murió el sábado 13 de diciembre de este 2025 que parece no acabarse nunca en esta ciudad de Rosario que ahora, con la partida de él, parece más fría aunque el calor del verano apriete, parece más nublada aunque el sol brille durante 18 horas, parece más solitaria aunque las muchedumbres atesten las calles.
Ya sé que estoy cayendo en la subjetividad, pero eso pasaba con Salvador: se hacía cargo de la subjetividad del otro, la asumía como propia y se entendía a sí mismo a partir del otro; ese era su metier, su arte. Su obra, absolutamente intangible, fue construida en el aire de un instante ínfimo, en la intención de un gesto gracioso, una sonrisa que nunca llegó a plasmar, y ningún registro audiovisual pudo atrapar. Porque era un artista en vivo, y ahora que murió, esa magia inusual, esa energía de pura buena vibra que irradiaba, se fue con él. Quedan apenas, en la memoria, sus reflejos ejemplares, la noción de un paradigma.
Es probable que a su llegada al paraíso de los artistas de circo, que sin dudas existe, Gelsomina haya exclamado “¡E arrivato Salvador!” luego de batir un redoblante, y que una orquesta de instrumentos excéntricos musicales de su invención, en desorden y desenfreno, se hayan puesto a trinar al unísono sin ejecutantes, por sí solos. Así quiero imaginarlo: su llegada en compañía de cascabeles y campanitas, violincitos de cotillón y tamborcitos de pie, y los ángeles cirqueros (porque cuando están en la Tierra todos los cirqueros asumen la función de ángeles) en corro, en bullanguero corifeo, teatralizando una bienvenida sin fin.

Por lo que pude saber desde que lo conocí, a comienzos de los 90, siempre le puso buen color a todo lo que pintó, tomó con gran humor todo lo que le tocó tomar, encaró con el mejor de los ánimos lo que le tocó encarar, y animar fue su elección inequívoca.
Mi última conversación con Salvador Trapani fue el año pasado, durante la jornada de cierre del Tercerescena. Festival de Teatrocirco Tercermundista, a un costado de la explanada de la Emau (Escuela Municipal de Artes Urbanas), cuando me lo encontré mientras yo buscaba a Bambú, un perro cirquero con el que había estado conversando el día anterior (ver nota aquí).
Esa tarde, a poco de que Salvador cumpliera 69 años, hablamos de la edad, de que parecía nueve años menor, y no mayor, que yo, y entonces me contó que le habían hecho unos estudios, por un problema que le había “aparecido”, y que parecía que le habían “detectado” una enfermedad con un nombre “muy particular”, haciendo un chiste al nombrarla. Pero cuando vio mi cara de preocupación se apresuró a agregar: “Pero no pasa nada, es muy reciente, y cuando sepamos más vamos a saber qué hacer”.
Luego se metieron en la charla Bambú y su dueño, Lucas Montanaro (un cirquero de Villa Constitución que vive en Traslasierra), con el sol declinando tras la cúpula de la Catedral y el Paraná susurrando sus frescas brisas mientras empezaban a sonar los tambores de La Grupalidad en el cierre del festival.
Hoy parecen tiempos lejanísimos, y fue hace apenas trece meses. Hace tres días se murió Salvador, con 70 recién cumplidos, en la flor de su eterna juventud, como suelen mantenerse jóvenes hasta el final esos artistas de corazón que enseñan a disfrutar de la vida con la simpleza de una flor en el ojal, una ceja levantada, un guiño de complicidad, un bombín encasquetado, instrumentos de juguete, mímicas de graciosa universalidad.
Sí, era uno de esos artistas, uno de esos raros poetas de la acción en vivo, un obrero del humor, un sensible integrante de uno de los grupos más sensibles de este grupo de humanos que llamamos Rosario.
Ahora solo queda asumir que ya no podremos encontrar su alegre figura más que en sueños o imaginaciones, y que la ciudad perdió una de sus ánimas protectoras, salvadoras (valga la redundancia).
Salva, como le decían sus amigos, se hizo querer queriendo a los demás, a todos los demás. Su comicidad era la ternura, y era tan tierno que daba risa. Tal vez la mejor síntesis sobre él sea la que posteó Romina (una amiga en común) en Facebook al día siguiente de su deceso: “Dulcísimo Salvador. Al infinito”.

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