En su tercera edición, Tercerescena, Festival de Teatrocirco Tercermundista, dibujó un espacio político posible, e inmejorable, donde seguir dando la batalla cultural
Por Andrés Maguna
Estoy parado sobre el césped en el Parque Nacional a la Bandera una noche fresca de primavera. El calendario lunar me dijo que el día se llama sábado 2 de noviembre. A mis espaldas, con una calle empedrada de por medio, está el galpón de la Escuela Municipal de Artes Urbanas, donde se desarrolla Tercerescena, festival de teatrocirco tercermundista. Detrás del galpón, el río Paraná se alza junto con la oscuridad de las islas como un cortinado de fondo de infinito misterio e impalpable profundidad. Yo estoy mirando hacia el oeste, atraídos mis ojos por la torre del Monumento y la cúpula de la catedral que, iluminados de azules y blancos, parecen flotar sobre las copas de los eucaliptus del parque y los jacarandás de avenida Belgrano.
Cerca de mí hay un grupo de niñes teatrocirqueros tercermundistas jugando con una pelota de goma que, al igual que yo, cruzaron al parque en un intermedio tras ver la primera presentación del festival, un fragmento de 20 minutos de Vivo en una obra, pieza de danza teatrocirco dirigida por Puca Nela. Les pibes que juegan a la pelota atrapan mi visión hasta que un perro de talla mediana, todavía cachorro, de pelaje blanco y negro, se acerca a saludarme moviendo amistosamente la cola. Cuando lo saludo, hablándole como si fuera una persona, porque en verdad me parece (por cómo me mira) más persona que muchas personas que conozco, el cusco me contesta telepáticamente y se va a jugar con les niñes. En eso se acerca el dueño con una correa en la mano. Es un tipo joven de pelo largo, sonriente, que me saluda tan amistosamente como el can, y con palabras en castellano responde a mi pregunta: “Bambú, se llama Bambú”.
Entablo una distendida conversación con el joven, que dice llamarse Lucas, sobre el festival, sobre los aspectos muy destacables que ambos notamos en Vivo en una obra, en especial el acento puesto en el humor desde la danza teatro (algo bastante inusual, coincidimos), cuando se acerca una muchacha parecida a Lucas, con la misma onda sonriente y amistosa que Lucas y Bambú (cuando están en sintonía, parejas y mascotas terminan compartiendo aspecto, gestos y fisonomías propias y singulares), y le dice que ya está por comenzar la segunda puesta en escena de la noche, mientras sujeta a Bambú por el collar para que Lucas le ate la soga-correa. Entonces le pregunto a Lucas dónde van a dejar a Bambú, y como me contesta que lo dejarán en un auto que tienen estacionado cerca le sugiero que lo lleven a ver Mitos y Mitades, la obra de Tenaza y Marga Peloso que está por comenzar. Como lo veo dudar, le digo que Tercerescena es el festival más inclusivo del mundo, que todas las personas de cualquier edad, tipo y condición están convidadas, incluso las que tienen apariencia de perro. Y para terminar de convencerlo agrego: “Vayan a preguntarle a Julia Lamas, o a Banana (dos de las fundadoras y principales organizadoras, desde hace tres años, del festival), que seguro les van a decir que sí”.
Los veo alejarse a los tres hacia la sala de la EMAU, confiados, mientras termino de fumar un Liverpool Blue, y luego me dirijo en la misma dirección.
Cuando entro al galpón me cruzo con Julia Lamas y Vera, su tremendamente hermosa beba de meses, y las saludo (Vera me mira a los ojos y me habla telepáticamente, igual que Bambú), pero el diálogo es breve porque ya comienza Mitos y Mitades. Miro la hora en el móvil: 22.02.
Ya sentado en una de las gradas laterales del espacio escénico, miro en derredor, observo detenidamente los rostros de los más de 130 espectadores, y descubro que en una cuarta parte son niños, muchos de ellos de menos de dos años, en su mayoría acompañados por sus dos padres (otro algo bastante inusual), y el clima festivo instalado, la alegría expectante y la familiaridad anónima se me contagian. Tengo la sensación de estar rodeado de hijes y nietes míos, de hermanes padres y hermanes abueles, sobrines y sobrines nietes, todos sonrientes y amistoses.
En escena, una bandoneonista (Cata Carnicer) ataviada con funyi y chaleco, sentada en un banquillo, toca una música de dos por cuatro situacional y reconocible. Se escucha por los parlantes un diálogo en formato de mensajes de audio de un él y una ella concertando un encuentro. Son dos que se conocieron en un baile de Carnaval, 20 años atrás, y se gustaron, pero nunca más se vieron, y ahora pactan un encuentro. El intercambio de audios no tiene desperdicio. Ambos se confiesan estar pasando un pésimo momento económico y hacen gala de un digno estoicismo de pobres gentes que, por su desenfado, despierta las primeras risas, dando comienzo al espectáculo más gracioso que vi en mi vida, sin exagerar.
Tenaza, que aparece primero, es un flaco mal entrazado con berretín de músico que empieza su charla con el público contando, acompañado por el bandoneón de Carnicer, cómo fue que conoció a Marga Peloso. El tipo, el artista, trasunta una comicidad innata, y con breves sentencias y mínimos gestos faciales y corporales desata andanadas de carcajadas. Luego sale de escena y aparece Peloso, una mujer pintarrajeada en exceso, vestida estrafalariamente con polleras superpuestas de telas y tules. Ella también resulta supergraciosa a primera vista, pero de una manera menos sutil que Tenaza. Sus modos son chocantes y bestiales, los de una clown del grotesco que atropella todo, intrusiva y desaforada, y también cuenta lo del encuentro carnavalero con Tenaza y habla de la expectativa por el encuentro concertado. Mientras, va sacando de la entrepierna, de un insondable abismo bajo sus polleras, unas enormes copas de vino tinto servidas por la mitad, que empieza a beber, y luego un pan viejo, que empieza a comer mientras sigue perorando. Así, bebiendo y comiendo, escupiendo migas y microgotas de vino, sigue hablando sin parar, exponiendo su delirante modo de ver el mundo, hasta que en determinado momento no se le entiende nada de lo que dice, así que pide disculpas explicando, mientras se lleva una mano a la boca: “Se me aflojó el Corega, que ya no pega como antes. No sé qué paso, pero después de la pandemia el Corega ya no vino como antes. Es un desastre, ¡cómo están las cosas, no sé qué vamos a hacer!”, generando otra explosión de hilaridad.
Luego Peloso sale y torna Tenaza, que relata su intento de escribirle una carta a Peloso, y luego sale, y vuelve a parecer ella, que sigue sacando copas de vino a medio llenar, bebiéndolas (luego sacará de su entrepierna un par de botellas) y hablando sin parar, desaforada, e invita a un señor del público que dice que le gusta para que la ayude a ensayar su encuentro con Tenaza.
En ese juego escénico de relevos, tanto ella como él se las arreglan, cada uno a su manera, para cosechar risas y carcajadas masivas, y en un momento escucho que mis propias risotadas son una y la misma cosa con las de las personas que tengo alrededor, aunque hay una risa que me suena distinta, como si viniera de mi cabeza, en una aliteración de ladridos, así que me doy vuelta y miro detrás de donde estoy sentado, para descubrir que dos escalones de las gradas más arriba, a mi izquierda, está sentado Bambú junto a sus dueños, los tres muy risueños disfrutando del espectáculo.
La escena final, con el encuentro de Tenaza y Marga Peloso, decepcionante por igual para ambos, es decir recíprocamente, sube el nivel de lo chistoso, y un hecho dramático (un problema insalvable para Peloso) marca la imposibilidad del amor: Tenaza no bebe vino, no le gusta para nada. Juntos, acompañados por Cata Carnicer y la guitarra de Tenaza, cantan de cierre, bellamente, un tango (“Como dos extraños”) que explica lo que pasó: “Y ahora que estoy frente a ti / parecemos, ya ves, dos extraños. / Lección que por fin aprendí / Cómo cambian las cosas los años”.
Cuando volvía a mi cueva en la moto, a las 11 de la noche, liviano por la catarsis compartida, habilitada en esa primera noche de Tercerescena, me di cuenta de que hacía poco me había sentido así, comprendido y expresado política y culturalmente, y había sido en otro festival, uno dedicado al “artivismo” y llamado Diente de León, también autogestivo y con entrada a la gorra, la noche del sábado 19 de octubre, en el espacio Micelio, cuando presencié de corrido tres obras extraordinarias: Acá va, Rhonda y Dimensión Descocada. Pero esto ya es tema de otra crónica, aún en proceso de escritura.
Ya en mi cueva, me calenté un plato de lentejas que había cocinado al mediodía y lo comí viendo el último capítulo de la miniserie This Town, en mi sitio pirata favorito, mientras todavía resonaban en mi cabeza las gracias de Tenaza y Marga Peloso. Ya en la catrera, me dormí prometiéndome concurrir a la segunda jornada de Tercerescena.
El domingo amaneció soleado, tan primaveral como el día anterior, y al mediodía vinieron mis hijes a almorzar (hice un arroz para “engordar” lo que quedaba del guiso de lentejas). Quise contarles la inusual experiencia que había vivido la noche anterior, lo de Bambú y todo lo demás, pero no me lo permitieron. Ya los tengo hartos con mis experiencias “inusuales” y anécdotas que –no puedo evitarlo– irremisiblemente se pierden en digresiones sin final. Por eso, para elles, también y en parte, escribo estas líneas.
Después de una siesta corta, consulto en Instagram los horarios de las puestas de Tercerescena: a las 17 está anunciada Libra teatro y circo contemporáneo, por la compañía Viento Circo, de Chile y Argentina, y luego, a las 18, Mira que quema, a cargo de la Grupalidad Femenina de Música Colombiana con Sonoridades Contemporáneas, de Rosario. Ambas propuestas, en la explanada del ingreso a la EMAU.
Mientras voy en la moto pienso en la rareza de los nombres del festival y sus participantes, las definiciones y textos explicativos (e incluso muchas de las palabras con las que se comunican entre ellos), como si conformaran una lengua propia de un pequeño mundo dentro de este que llamamos “el mundo real”. Me provoca una saludable perplejidad comprobar que me hallo ante lo que William Blake llamaba “la santidad de lo minúsculo particular”.
Llego a la explanada justo cuando empieza el show de la compañía Viento Circo, que está constituida por una pareja mujer-hombre que hace acrobacias sobre un artefacto giratorio hecho de cañas, siguiendo un guion super ensayado que mezcla destrezas físicas con payasadas y pasos de comedia para niñes. Los rostros de los artistas se me hacen conocidos, y enseguida me doy cuenta que son los dueños de Bambú, maquillados y con los cabellos recogidos (ella, con una firme trenza apta para su especialidad: la suspensión capilar). “Entonces, Bambú debe estar cerca”, me digo, y buscándolo con la mirada lo descubro a un costado del escenario, echado de panza, con las patas delanteras cruzadas, mirando a sus dueños con la actitud de un asistente de dirección.
Ella se llama Catalina Iglesias y el apellido de Lucas es Montanaro, me entero luego de finalizado el espectáculo, en el intermedio antes de la actuación de la Grupalidad Femenina, charlando con Lucas, Bambú y Salvador Trapani, que estaba entre el público y a quien hacía tiempo no veía.
Lucas nos cuenta que Catalina es de Chile, él de Villa Constitución (Santa Fe), y que viven en Traslasierra, en un pueblito llamado Las Chacras, de donde es originario Bambú, que apareció para adoptarlos cuando estaban reponiéndose de la pérdida de Azúcar, la anterior integrante canina de la familia (“estamos seguros de que Bambú es la reencarnación de Azúcar”, me dice Lucas).
La charla deriva en comentarios sobre los mejores momentos de Libra teatro y circo, cuyo argumento gira en torno de los deseos de Catalina de tener un hijo, para lo cual va “robando” niñes del público para ofrecérselos como propios a Lucas, y juntos los hacen volar en ese artilugio imposible de describir (“hecho con cañas cultivadas, cortadas y atadas por ellos mismos”, se explica). También hablamos de la incidencia sonora de un helicóptero de Prefectura que sobrevoló muy cerca de donde estábamos, y de las penetrantes intrusiones de las cornetas de los churreros, a las que Lucas restó importancia, pese a que impedían escuchar los diálogos de sus personajes, diciendo: “Es lo propio del circo”.
Lucas también nos habla de lo grato que le había resultado arribar al espacio de felices encuentros propiciado por el festival, incluido un taller de cuatro horas que habían dictado con Catalina el día anterior, en el marco de las actividades de Tercerescena (también hubo un “entrenamiento intensivo de bufón” titulado “Alimentar la Bestia”), bajo el rótulo “Taller de suspensión capilar. Con enfoque espiritual tarot”, y con esta explicación: “Iniciar el ritual de colgarse del pelo es hacer un stop en la rutina y lo cotidiano para sentir el chakra corona en expansión y comunicación con todos los cuerpos que habitan un ser. Enfocado en acompañar y guiar a través de una perspectiva espiritual el contacto con la técnica utilizando diversos estímulos que ayuden a encontrar imágenes y relatos que vengan desde la propia identificación con la suspensión”.
Ya comenzaba la Grupalidad con su música y sus danzas del Caribe colombiano, desatándose otra instancia de irradiación de confraternidad y gozo grupal, recontrainclusivo en su carácter de “minúsculo particular”, así que nos pusimos a participar, nos sumamos a esa exitosa manifestación del matriarcado restaurado en el que todos somos niñes sin distinciones de ningún tipo.
Percibiendo que el festival llegaba a su fin, mientras los últimos rayos solares pegaban en la cúpula de la Catedral, allende los eucaliptus del parque y los jacarandás de Belgrano, y un fresco aroma de camalotes llegada desde el río, se me ocurrió preguntarle a Bambú, que estaba cerca moviendo la cola, qué le había parecido Tercerescena. Me miró a los ojos y sacando la lengua para un costado me contestó, con sus claras palabras telepáticas: “Lo que vimos fue, y siempre será, una muestra cabal de lo que Wittgenstein definía como un arte exacto”.
Me encantó!!
Que gran relato de nuestra querida comunidad , sin desperdicio cada palabra!
Gracias 👏