“Remeras negras”, pieza teatral recién estrenada en La Comedia, no tiene mucho para decir ni densidad dramática, aunque puede entretener a algunos
Por Andrés Maguna
El de la búsqueda de la verdad es uno de los grandes temas. Porque cuando no la tenemos, cuando nos la retacean, la recortan, la esconden o nos la niegan (muchas veces, incluso, sin recurrir a la mentira), entonces la buscamos con denuedo y ahínco, y cuando la obtenemos nos sentimos bien, casi felices, premiados, satisfechos. Pero muchas veces cuando nos salta a la cara, evidente y sin vuelta atrás, la rechazamos y la disfrazamos con justificaciones, porque es una verdad que no nos gusta, o no se ajusta a nuestras expectativas, o no asumimos su condición virtuosa. Y así, si nos preguntan qué nos pareció de verdad, sinceramente, algo, por ejemplo una obra de teatro, solemos esgrimir esas livianas paráfrasis que siempre son más fáciles y exigen menos compromiso que la verdad cruda e íntima que nos corroe por dentro.
En esto de la condición de la verdad, su esencia liberadora, su razón de ser objeto de búsqueda y sujeto incómodo de sus propios designios, me puse a pensar a poco de salir del Teatro Municipal La Comedia tras la función estreno de Remeras negras, el sábado 14 de enero de este 2023, a las 22.30 de la noche.
La puesta en escena había defraudado mis buenas expectativas, por momentos me aburrió, su comedia no me había hecho gracia, su drama no me había llegado, su terror no me había asustado, y sus géneros combinados, y la combinación misma, terminaron haciendo de la pieza un pastiche genérico: resultó ser ni fu ni fa, ni una cosa ni la otra. En paralelo con estas impresiones que iba considerando, tenía en cuenta los cálidos aplausos del público, unas 260 personas (algunos pocos se pusieron de pie, y se escucharon un par de “¡bravo!”), entre las cuales hubo durante la obra quienes se rieron de gracias y guiños lanzados desde el escenario. Sí, era el estreno, y seguramente había unos cuantos familiares y amigos de los integrantes del elenco que habían concurrido a hacer el aguante, pero en la observación atenta de algunos espectadores “neutrales” que tenía cerca pude notar sincera sorpresa, risas genuinas en momentos puntuales, y ninguna dificultad para seguir la trama, el hilo de una historia simple y simplificadora, quizás fresca y refrescante en su banalidad.
Además, mientras rumiaba mi desconcierto (por qué no me había gustado, por qué no daba la talla de sus prolegómenos e intenciones manifestadas), repasaba los componentes de la realización por separado: las actuaciones fueron buenas, la escenografía estaba bien realizada, la iluminación era esmerada, la banda sonora jugaba un papel importante y a nivel técnico se escuchaba impecable, los vestuarios y objetos escénicos, los maquillajes y hasta la máquina de humo (utilizada solo al comienzo) funcionaban bien. En cuanto al texto (el libreto y su propuesta dramatúrgica) con el que Natalia Pautaso ganó la octava edición del Programa Comedia Municipal de Teatro Norberto Campos (entre otros cuatro concursantes, recibiendo 200 mil pesos de premio), y la dirección de Ofelia Castillo (con asistencia de dirección de Vanina Piccoli), hube de reconocer las innecesarias ligerezas de ciertos lugares comunes, la superficialidad y el apresuramiento en la construcción de los personajes, un conflicto central forzado, esquivo a la identificación por ser demasiado general, y el exagerado edulcoramiento al pintar una época (los 90), una aldea (Henry Woodgate, un pequeño pueblo del sur santafesino) y los modos culturales y sociales de cuatro chicas metaleras que transitan el fin de la pubertad.
Mientras volvía a mi cueva por las desiertas calles del Centro rosarino, disfrutando del silencio y el frescor de la noche (enero toma la curva y el verano empieza a declinar), algunas preguntas empezaron a tomar cuerpo: ¿qué había pasado?, ¿por qué nos cuesta reconocer que nos equivocamos?, ¿por qué seguimos adelante hasta el yerro y la frustración cuando sabemos que nuestras decisiones e indecisiones nos llevan allí?, ¿qué nos motiva a desechar u olvidar la llave del conocimiento?, ¿por qué no nos rebelamos contra el sometimiento de la negación?
En el intento de buscar respuestas a esas preguntas averigüé que la génesis de Remeras negras comenzó hace unos cuantos años, cuando se instituyó el Programa Comedia Municipal de Teatro Norberto Campos, el que, según explicó hace poco en varios medios el actor Federico Fernández Salafia, titular de la Dirección General de Producción Estratégica de la Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario, “promueve la creación de una obra de principio a fin, alentando a la producción local no sólo desde la dirección y actuación, sino también desde diferentes campos como la escenografía y el vestuario”.
Incentivada por la propuesta, Ofelia Castillo (Rosario, 1968, actriz, directora y docente de teatro) le propuso a su amiga y compañera Natalia Pautasso (Berabevú, 1982, actriz, directora, dramaturga y docente de teatro) que escribiera una obra para presentar al Programa Norberto Campos.
Una vez escrito el proyecto, y ya titulado Remeras negras, fue seleccionado por el jurado compuesto por Miguel Passarini (integrante del quehacer teatral local y crítico especializado), Romina Mazzadi Arro (dramaturga, actriz y directora teatral), Daniela Groppo (por la Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario), Genoveva Pelagagge (por la Secretaría de Género de la Municipalidad de Rosario) y Marcelo Allasino (integrante del quehacer teatral nacional), y a partir de allí los puestos necesarios para llevar a buen término la realización a un nivel profesional, incluido un casting de actores, fueron concursados; y todos los gastos materiales y de infraestructura, incluidos los ensayos, solventados por el Estado municipal.
Así, tras dos meses de ensayos y puesta a punto de todos los aspectos técnicos, hubo una avant premiere dos días antes del estreno (el jueves 12), en la que, al parecer, todo salió bien, hasta llegar a la función del sábado de la que salí convencido de decirme la verdad y escribir sobre ello.
En el comienzo de la puesta aparece en escena, en un rincón del cementerio de Henry Woodgate, que habrá de ser el lugar donde transcurren todas las acciones, el personaje de Miguel Franchi (creador en 1991 del extraordinario Germinal Terrakius, por el que recibió el reconocimiento de Artista Distinguido de la ciudad en 2018), el fantasma de Rogelio Castrobarros, un conspicuo médico del pueblo, y se dirige al público para presentarse y advertir que muchas de las cosas que se van decir durante la obra (es un fantasma que conoce el futuro) no son ciertas. Luego hacen una cinematográfica entrada en escena las cuatro jóvenes amigas (Agostina Pozzi, Antonela Regalado, Mara Fernández y Remedios Piedrabuena) que, en plan de previa a un festival de heavy metal, eligieron pasar el rato en el camposanto, y a quienes tras un rato de confraternizar y hablar de sus cuitas se les aparece el fantasma de Hilda (Gisela Bernardini), que había sido la esposa de Rogelio (falleciendo antes que él, en 1952, en extrañas circunstancias), y trata de convencerlas para que la ayuden a visibilizar un hecho del que nunca nadie supo nada y que no la deja reposar en el más allá: el buen doctor Castrobarros (una calle del pueblo y el hospital llevan su nombre) la sometía a feroces golpizas.
Eso es todo. De eso habla la mentada “comedia dramática con toques de terror”, y durante 52 minutos, aproximadamente, las evoluciones de los seis actores sostienen la poco consistente premisa del conflicto central con recursos trillados, y aunque las chicas protagonistas caigan simpáticas per se, no se puede evitar la incongruencia de sus diálogos, lo forzado de algunas situaciones y tipificaciones, como sucede con el “villano” de turno, que a la postre es un tipo querible, y la “víctima” irredenta, que no asume sus propios errores ni falencias, victimizándose en exceso.
Como no tiene mucho para decir, no hay mensaje, profundo ni superficial, por descifrar (esa es otra verdad), y la apelación a la nostalgia de una época pasada de la vida no cuaja como universal, como no puede ser identificable el drama existencial pueblerino para quienes nos criamos en la ciudad.
¿Qué es lo que salió mal en Remeras negras? La negación de la verdad una vez aparecida: que no bastaron las buenas intenciones, las meritorias actuaciones y los esforzados trabajos técnicos (luces, escenografía, sonido y banda sonora, vestuario) para hacer un todo inteligible a partir de un guion que desde el vamos no tenía cuerpo suficiente para ser dotado de entidad, aunque más no fuera aquella con la que sólo se pretende entretener.
En agosto del año pasado escribí sobre la obra Henry Woodgate, escrita y dirigida por Natalia Pautasso, con Vanina Piccoli (asistente de dirección en Remeras negras) en uno de los papeles protagónicos, y bien podría considerarse la estrenada ahora como una continuación temática: ambas, ambientadas en Henry Woodgate, tratan sobre fantasmas (en Henry…, situada en los 80, solo aparece uno, y son dos en Remeras…, ambientada en los 90) que no pueden descansar en paz en tanto no se realicen reparaciones vindicatorias a su nombre. Aquella nota se tituló “Un fantasma independiente” y la bajada (subtítulo) rezaba: “La obra Henry Woodgate, recién estrenada en el Cultural de Abajo, les recuerda a quienes quieran enterarse que el teatro rosarino insumiso no se rinde”. Forzado ahora a releerla para comparar mis modos recientes de buscar evidencias de la belleza con los de aquel entonces, descubro que hay un par de párrafos que se podrían aplicar al análisis de Remeras negras. Y transcribo solo uno, para no abrumar: “De esta manera puedo vislumbrar que la dirección trabajó en equipo durante el proceso creativo, por lo que la obra se fue armando bajo varias curadurías simultáneas, aprovechando las ventajas de la horizontalidad colectiva en detrimento de los beneficios de la línea rectora que puede aportar un capitán de barco que se hace cargo de todas las decisiones finales”.
Los halagos y los elogios, en especial los anticipados, no pueden ser devolución de nada ni positiva gratificación, pero pueden hacernos sentir que estamos en la senda correcta y que las verdades desagradables siempre serán relativas, estando todos, como estamos, atrapados entre los castrantes límites del lenguaje. La cuestión sería, al momento de hacer algo real con la irrealidad, tratar de no subirnos (o bajar si ya estamos arriba) al tren de las loas recíprocas en el que nadie escucha atentamente lo que dice el otro, y lo que se dice, se muestra como obra, o en proceso de obra, sólo está sometido a los arbitrios autocelebratorios compartidos. Y esto último no pretende ser consejo, sino reflexión de alguien que fue a ver una obra de teatro y salió haciéndose preguntas sobre la naturaleza y las dificultades de la búsqueda de la verdad.
Ficha técnica
Título: “Remeras negras”. Dirección: Ofelia Castillo. Asistencia de dirección: Vanina Piccoli. Dramaturgia: Natalia Pautasso. Actúan: Agostina Pozzi, Antonela Regalado, Gisela Bernardini, Mara Fernández, Miguel Franchi y Remedios Piedrabuena. Diseño de caracterización y vestuario: Susana Mattanó. Realización de caracterización y vestuario: Lorena Fenoglio y Alejandra Molina. Diseño de escenografía: Grupo Moqueta. Realización de escenografía: Lucas Comparetto, Guillermo Haddad, Germán Irurzun y Agustín Pagliuca. Banda sonora: Iván Tarabelli. Funciones: del 14 de enero al 11 de febrero del 2023 en el Teatro Municipal La Comedia, luego en gira por los Centros Municipales de Distrito.