“Hacia el núcleo del silencio”, una novela por entregas

De El carnaval del arlequín (Joan Miró).

“Maistre descubre que el hombre está compuesto de un alma y de una bestia –algo que desarrollará el psicoanálisis mucho más adelante–: cuando el alma se distrae, la bestia se libera. Acá planto mi diferencia con el autor del Viaje: no es a la bestia sino el alma la que hay que marginar de la escritura”. En la búsqueda de marginar el alma, M. R. Ramos escribe Hacia el núcleo del silencio, un folletín que Revista Belbo irá publicando por entregas. Para recibir una versión en PDF, la lectora o el lector puede suscribirse acá.

Hacia el núcleo del silencio

M. R. Ramos

I

Un verano de 199… recibí un regalo de mi tía (estaba resentida porque mi padre había malgastado algún dinero en uno de sus habituales delirios) acompañado por una dedicatoria que decía algo así: «como viene la mano, no andarás mucho por el mundo, pero siempre podrás viajar con un libro». El libro era, y ahí es donde creo que mi tía se vengaba de mi padre, Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre. Mi tía tendría la edad que yo tengo ahora y yo tendría la edad que tiene su hijo y leía novelas fantásticas de sapos y niños obligados a pasar tiempo con sus abuelos.

Mi padre acumulaba en una habitación lo que por algún motivo estaba impedido de mostrar. La forma de su locura parecía bastante sensata: si no podía producir masivamente cada una de sus obras, corría el riesgo que alguien mejor posicionado lo hiciera por él. Era eso lo que en realidad lo consumía y por eso no dejaba que nos acercáramos. Lo veíamos trabajar pero rara vez veíamos su trabajo concluido. Sentía terror de lo que nosotros pudiéramos contarle a nuestros amigos, a que esos amigos hablaran con sus padres, a lo que sus padres pudieran hacer con esa información.

No del todo, pero mi tía se equivocaba respecto a mi padre.

Hay un mal de este siglo asociado a la idea de pensar en los hijos como una superstición personal. Un acontecimiento que puede hacer que la vida de un hombre o una mujer dé mágicamente un vuelco que les devuelva esa forma de felicidad perdida en el claroscuro de la infancia. Así vemos insistir a los adictos, a los inseguros, a los posesivos, a los abúlicos. Pero para los rebuscados admitir algo así significaría una derrota. Entonces la fórmula se redefine pensando que un hijo no es más ni menos que la materialización concreta de la palabra amor, tan indefinida como la palabra literatura.

Pero mi padre, que no era un poeta, empezó conmigo a construir una serie de supersticiones que perdieron su poder milagroso al llegar su quinto hijo, mi cuarto medio hermano. Ahí empezó nuestra peregrinación hacia la tan ansiada tierra prometida. Paso a paso empezaron las mudanzas, una tras otra, de a pequeños puñados de kilómetros que con el tiempo fuimos consumiendo con la voracidad del fuego.

Cuando tuve la edad suficiente no me lo pensé demasiado y opté por quedarme solo y quieto en el lugar donde estaba. No era mucho, pero con esfuerzo sería mío. Estaba convertido en exiliado, sí, pero de una forma suave, amortiguada por su aparición temprana y una idea confusa de su origen. Además, a diferencia de otros exilios más dolorosos en nuestra historia, yo podía volver cuando me lo propusiera.

Si en la presunción de mi tía viajar o no se reducía al aspecto económico, ahora jugaba su partido la hodofobia, uno de los síntomas del exilio que sí me consumía. Las rutas trazaban de pronto la línea que separa la vida de la muerte, los barcos un sueño inestable y los aviones eran, como dijo alguien, el invento más maravilloso producido por la humanidad a condición de no ser utilizados. Cada vez más, mi refugio era la lectura. Mi búsqueda se profundizaba y las cosas que me parecían asequibles de algún mérito de pronto se volvían hoscas y abúlicas.

Así me topé con un personaje de Borges. Quién lee de esta forma, pienso, en algún momento termina –mal o bien– por escribir.

Julio Argentino Daneri también carecía de las facultades de viajar y el siglo xx, dice, había transformado la fábula de Mahoma y la montaña. El personaje Borges le dice al personaje Daneri que por qué no escribe. Y el personaje Daneri escribe.

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,

los trabajos, los días de varia luz, el hambre;

no corrijo los hechos, no falseo los nombres,

pero el voyage que narro, es… autour de ma chambre.

Internet agiliza las cosas y a la vida la hace más sencilla, más corta. Intercambié las últimas palabras por unas menos encriptadas. En un lapso de tiempo sólo comprensible para esa forma de inteligencia artificial el traductor me devolvía las siguientes palabras: “viaje” “alrededor” “de” “mi” “habitación”.

No tenía el libro y me costó conseguir uno nuevo. A Maistre se le dio por matar o morir. Ya no tenía una patria que duelar: Saboya había sido consumida por Francia en el envión revolucionario y como defensor de la causa real se vio obligado a emigrar junto a su hermano, el filósofo Joseph de Maistre. Fue en Turín, sacudido por el torbellino que lo terminaría arrojando a San Petesburgo y embanderado en una causa amorosa, donde entregó el pecho al destino.

Es poco lo que se sabe al respecto: eran vísperas de carnaval del año 1794 y en Turín resistía el tercero de los Amadeos de Cerdeña que dos años atrás había declarado la guerra a Francia. Por allí andaba el menor de los Maistre, lo suficientemente rebelde pero sin que eso lo privase de los favores del hermano mayor. Un aristócrata contrarrevolucionario, un lamebotas real, un pintor acartonado que terminaría pintando paisajes rusos y un retrato de Pushkin niño. No me hubiera costado desear que un tipo así pierda un duelo. Pero ganó. Fue condenado por ese hecho a cuarenta y dos días de reclusión en una habitación de alquiler con un sirviente part-time y una perra; parece ser que el duelo estaba más prohibido en aquella Europa que en el Uruguay de los ochentas. Fue en ese pequeño encierro donde escribió una obra que, desde lo estrictamente literario, sería revolucionaria. Y fue así que terminó de sellar su pasaporte para esa patria cada vez más contradictoria de la literatura.

II

“Por eso, cuando viajo en mi cuarto, rara vez camino en línea recta: voy de la mesa a un cuadro que está ubicado en un rincón; de allí voy de manera oblicua hasta la puerta; pero, aunque cuando parto tengo la intención de ir allá, si encuentro algún sillón en mi camino, no me ando con cumplidos y me siento enseguida. Un sillón es un excelente mueble, es sobre todo de gran utilidad para cualquier hombre meditativo”.

Xavier de Maistre, Viaje alrededor de mi habitación.

En mi lectura de El Aleph encontré la justificación que necesitaba (era un momento donde la moral sartreana constreñía cualquier intento creador): Borges me devolvía el carácter íntimo de la obra literaria, ese trabajo que nace en la soledad de un sótano o de una habitación. Ahí el narrador Daneri ve el universo que necesita narrar. Pero, ¿qué universo puede ver un hombre confinado sino el que emerge y se sostiene únicamente en la tradición literaria? La historia que dice ver es la Historia de la Literatura –la historia del Hombre en la Historia de la civilización–, y el Aleph, pensado así, no era más que la metáfora de la biblioteca: sabemos que Borges accedió al mundo por la puerta de la inmensa biblioteca familiar. Esa historia, a diferencia de la otra Historia, está construida por una sucesión de encierros y soliloquios a los que Carlos Argentino aporta un nuevo capítulo.

También lo hacía Maistre de una manera menos pomposa. Lo que en principio parece una sátira bonachona a la literatura de viajes termina siendo algo más. Porque todo viaje, al menos en el mundo de lo narrable, termina siendo un viaje hacia adentro, hacia el corazón de la escritura. Ese mundo de palabras que desborda y obliga. Y lo mismo da cruzar el océano o internarse en el profundo Medio Oriente o dar vueltas alrededor de la habitación para encontrarlo. El mundo sucede donde lo imaginamos.

Su influencia sería tardía y silenciosa. Ese desinterés por formar parte de los círculos literarios le terminó forjando a su obra un carácter inédito y despegado a su tiempo. Pero, si no se busca la belleza, entonces qué. Respetar el statu quo y caer lo mejor posible en las cobijas del arte cuando el verdadero carácter debiera ser la irrupción definitiva. Amparado en esa forma de anonimato que propone el exilio sólo queda la excusa de la culpa, carne de la peor neurosis de la que sólo se salvan los niños bien como Maistre, de los que por aquí (tierra de campo fértil, tiempos de soja) hay de a montones. Pero esa sola cosa, esa ausencia, mejor dicho, esa sola nada, provoca también un peor enemigo. Porque el hombre sin culpa no produce.

¿Qué es la literatura? ¿De qué sirve? ¿A quién? ¿Para qué? Esas preguntas me mantenían aislado respecto a mi trabajo. Hasta entonces tenía algunos cuentos y una novela escrita a máquina. Ciento veinte páginas de un híbrido en el que quería dar con mi Lolita del siglo XXI pero cuyo resultado era un Frankenstein de las mujeres que pasaban por mi habitación.

Y mi habitación tampoco era muy interesante; no tenía, digamos, un sillón.

Maistre descubre que el hombre está compuesto de un alma y de una bestia –algo que desarrollará el psicoanálisis mucho más adelante–: cuando el alma se distrae, la bestia se libera. Acá planto mi diferencia con el autor del Viaje: no es a la bestia sino el alma la que hay que marginar de la escritura.

Dice Maistre que estando su alma sumergida en la contemplación de un cuadro encargó a la bestia dirigirse al palacio del rey: “Mientras mi alma hacía estas reflexiones, la otra seguía adelante y ¡sabe Dios adónde! En lugar de ir a la corte, como se le había ordenado, derivó tanto a la izquierda que, en el momento en que mi alma la alcanzó, estaba a media milla del palacio real, en la puerta de madame de Hautcastel. Dejo a consideración del lector qué habría ocurrido si ella hubiera entrado sola en la casa de tan bella dama”.

III

—Es una porquería. ¡Un puerco! —me dijo—. Me gustaría que puedas entender lo que acabás de leer.

Saltó de la cama y empezó a vestirse con movimientos bruscos. Por alguna razón mi habitación se había convertido para ella en algo de lo que debía escapar.

—Me parece que te estás dejando llevar por fantasmas. Creía que podías ser más inteligente.

—No es ningún fantasma —remató—. Es muy real y mueren mujeres.

Evitemos un conflicto mayor: yo quería dar a entender que esa “bella dama” era para mí —porque todo se relacionaba, empezaba o terminaba en eso— la literatura. ¿Hasta dónde es justo dejar que la bestia se entrometa ahí, en ese terreno?

—En el proceso de escritura el trabajo del alma sobre el texto es necesario a menos que uno sea Lautreamont o Artaud —dije como si no estuviese perdiendo a la primera persona que me escuchaba hablar del tema—, pero es a ésta a la que hay que educar y limitar. Entonces podría pensarse que la literatura parte de la psicosis (la escritura) y concluye en la neurosis (la corrección). La escritura se consume y justifica en el deseo, pero falta saber cómo se transforma esto en literatura.

No volvió.

Ahora sentía que podía dominarlo. Sentarme y escribir. Dejar que la habitación creciera al ritmo de mi corazón mientras entraban por la ventana pequeñas dosis de ese mundo que me proponía narrar.

Pero el trabajo de escritura tiene sus altibajos. De nuevo volvía la sensación de estar escribiendo lo que necesitaba y aborrecía. Pseudonovelas que se metían en el callejón del puro estilo y salían por la avenida de la idea que se comía al estilo con toda promiscuidad.

El papel se acumulaba en una pequeña mesa bajo la ventana.

Había conocido a uno de esos tipos que siempre andan de paso; un español que quería conocer América, hacer amigos, conversar. Me había confesado su afán de escribir pero asumía sin golpe de efecto que su adicción a viajar lo mantenía postergado.

Venía a despedirse. Quería que nos dijéramos que nuestra amistad no sería tajada por la distancia.

—Puta madre que tienes tela para cortar —me dijo apuntando hacia la pila.

—Nada que sirva. Tal vez, algún día…

—Mira, chaval, te haces las preguntas incorrectas. Escucha por lo que te quiero. No preguntes más “¿por qué?”, dite “¿por qué no?” —me dio una charla sobre la cantidad de palabras que Stevenson tenía que escribir para que nos llegara un pequeño puñado de las mejores, y después se justificó—. ¿Sabes? Si Bukowsky hubiera vagabundeado todo lo que dijo, ¿en qué momento habría escrito todo lo que escribió?

Pero él tenía su ventaja y a pesar de la buena voluntad de mi tía yo nunca tendría al acostarme el recuerdo de una noche en Dublín por mucho que leyera a Joyce.

Quedaron dos mundos en constante tensión. Uno que busca imponerse desde afuera, otro empujando desde adentro. Y en el centro ambos se consumen en el núcleo del silencio. Si lo bordeo, si me desprendo de ataduras, si logro entrar…

(Continuará)

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