A los 44 años murió Juan Emilio Basso. La tristeza no era lo suyo, pero cómo evitarla.
Por Andrés Maguna
Esta mañana amanecí con la noticia de la muerte de Juane Basso. Desde entonces sé que Rosario, el país y el mundo ya no cuentan con la presencia corpórea de una persona que construyó su obra con su modo de ser y de actuar en consecuencia; que se sabía ejemplo de algo muy importante, por lo pesado de la carga, por la exigencia del momento histórico, por el tremendo valor simbólico del tema en cuestión. Que se sabía observado como ejemplo y se hacía cargo con onda, empatía y solidaridad.
Siempre le escapé a la redacción de necrológicas, aunque a veces, muy pocas, me vi obligado, y por eso pido disculpas por recurrir a la primera persona para hacerlo ahora, siendo que tuve la fortuna de conocerlo al Juane durante el invierno del 2000, cuando el Multimedios Diario La Capital destruyó con saña y malicia el diario El Ciudadano.
Los que trabajábamos en ese diario, en ese proyecto destruido, en el marco de una lucha desigual, de protestas imposibles, recibimos como único apoyo mediático (y sobre todo moral) la cobertura del conflicto por parte del diario El Eslabón, del cual Juane era uno de los cuatro fundadores y directores.
Poco más de un año después, volviendo de una migración a Brasil a la que me vi impelido, me lo encontré durante los días del funesto diciembre del 2001, cuando las Fuerzas Armadas asesinaron a Pocho Lepratti y —por lo menos— a otros 38 compatriotas. Él ya era el referente ineludible de HIJOS y de la prensa independiente que ayer, de absurdo súbito, mientras jugaba a la pelota, dijo adiós.
Y esta mañana, mientras llevaba a mi hija más nueva a su primer día de clases tras el apagón pandémico, trataba de explicarle por qué estaba tan triste, por qué lloraba por alguien al que sólo había visto unas pocas veces, y le dije algo así:
“Juane era de HIJOS, nació cuando su mamá estaba detenida clandestinamente, su papá biológico fue torturado, asesinado y desaparecido, su papá adoptivo también fue torturado durante la dictadura, y él, lejos de alimentar el odio y la violencia contra los asesinos, torturadores y genocidas, siempre se mantuvo en la firmeza y la defensa de una convicción en la verdadera y única justicia. No decía qué debíamos hacer, lo hacía. No señalaba el único camino que se podía transitar, lo transitaba. No se asumía como un ejemplo y por eso lo era. Aunque no lo conocí tanto como hubiera querido, y no puedo decir que éramos amigos, ahora que murió me doy cuenta de que era una especie de faro cuando me perdía en consideraciones sobre qué hacer cuando la opresión del sistema te ahorca, cuando el mal te sofoca”.
Mi hija me dijo “te entiendo”, y la dejé en la escuela, donde la recibieron sus amigos de cuarto año, y cuando volvía para mi casa pensaba, deseaba, que ojalá mi hija y sus amigos, y mis otros hijos, y todos los hijos, no sean tanto como yo y sean más como el Juane.