Las editoriales Casagrande y Último Recurso, junto a Encuentro Itinerante, acaban de publicar La literatura frente al mercado y el Estado / radiografía de la corrección política, un libro compuesto por cuatro ENTREVISTAS de LA PERIODISTA Nancy Giampaolo a los escritores Martín Kohan, Ana María Shua, Alan Pauls y Ariana Harwicz. eL TEMA QUE DISPARA ESTa reunión ES eso QUE suele LLAMARse, A FALTA DE TÉRMINOS MÁS EXACTOS, “LO POLÍTICAMENTE CORRECTO”. AUTORAS Y AUTORES CUESTIONAN LOS LÍMITES y los efectos DE LOS LUGARES COMUNES EN LOS QUE parece haberse SENTado LA lógica editorial (y la política). un libro sin corsé, crítico y directo, que ya puede conseguirse en librerías y del que transcribimos su justo prólogo, escrito por manuel quaranta.
Casi un prólogo
Por Manuel Quaranta
1
Una agrupación especista ha recomendado enfáticamente abandonar el lenguaje antianimal –interesante concepto el de un lenguaje que se ensaña con una fracción de los seres vivos–, y propuso, claro, los reemplazos pertinentes. Un ejemplo entre varios. En lugar de gritarle a alguien que acaba de errar un gol hecho, “¡sos un perro!”, el movimiento especista recomienda, para salvaguardar el honor del mejor amigo del hombre, “¡sos un mediocre!”. La evidencia inmediata al cotejar ambas frases indica que lejos están de producir el mismo efecto. En la frase antianimal se da un desplazamiento semántico que le otorga una contundencia y una vitalidad ausentes en la segunda frase, como si la primera expresara algo más de lo que la frase indica, como si, de alguna manera, en tanto metáfora, ¡sos un perro!, desbordara el sentido. Ahora bien, esta pretensión de erradicar la metáfora del lenguaje –siendo el lenguaje metáfora– constituiría un acto canallesco, mucho peor que ofender a un pobre perrito o a una gallina turuleca, pues supondría imponerle un límite a la creatividad humana.
El ejemplo hasta cierto punto es cómico –tan cómico como imaginar el día en que una asociación defensora de la dignidad láctea se rebele contra la expresión “sos un queso”–, pero esa comicidad, en vez de quitarle valor al ejemplo, lo resalta en tanto síntoma de época, una época signada por el retorno de un espíritu puritano que reclama la abolición de la mirada seductora, del juego impropio, de la ambigüedad del amor; un tiempo en el que el discurso de la victimización se vuelve irresistible –a la víctima o la potencial víctima le asiste siempre la razón– y en el que se ha instalado la idea de que en las relaciones humanas el poder y la violencia –como si el poder sólo se ejerciera a través de la violencia– lo ejerce exclusivamente una de las partes. Son tiempos difíciles –a no quejarse– en los que se percibe el firme propósito de vigilar la lengua: por un lado, guardianes del buen decir e inspectores del verbo adecuado; por otro, tropas adictas a la delación, el señalamiento inquisitivo y el linchamiento mediático. ¿Y todo en nombre de qué? Sí, del bien.
2
El campo de la cultura, a pesar del aura virginal que lo envuelve, es rico en mezquindades. Y resulta más que comprensible; primero, porque los agentes de ese campo somos humanos y compartimos, entre otras miserias, una indisimulable necesidad de reconocimiento, motor, según el filósofo rumano Emil Cioran, de todas nuestras acciones; segundo –el orden de los factores quizás altere el producto–, porque a la hora de obtener ese reconocimiento, a diferencia de otros campos –el campo empresarial, el campo científico–, predomina el elemento subjetivo. Sí, efectivamente, el valor de un artista puede medirse por la cantidad de muestras que realizó, de libros que publicó, de conciertos que ejecutó, de películas que dirigió, sin embargo, dado que la maquinaria consagratoria muchas veces se torna misteriosa –sumado al hecho de que existen varios campos menores o subcampos dentro del campo–, daría la sensación de que hay espacio para todos, o al menos de que siempre quedará un lugarcito disponible. Y es maravilloso, por supuesto, que sea así, que de antemano la resignación y la renuncia no se conviertan en moneda corriente; el problema, en todo caso, es que esta especie de democratización de las oportunidades –culturalmente hablando, nos asignamos una reputación difícil de corroborar en los hechos–, además de ser falsa, abre la puerta de la (sobre)adaptabilidad, o sea, de la ilusión de poder montarse en una ola –cualquier ola: la del mercado, la del Estado– y triunfar –o en su defecto, hacer carrera, o, más módico, como dice un amigo, contar las moneditas.
Como consecuencia de lo anterior, en el campo cultural –reconozco serios inconvenientes para circunscribirlo– se corrobora el siguiente fenómeno: existe una gran cantidad de agentes que hablan por izquierda y producen por derecha. El fenómeno, lógicamente, puede verificarse en el cine, las artes visuales, la música, pero como el campo que nos convoca hoy es el literario nos centraremos en él. Entonces: hablan por izquierda y escriben por derecha. Me gustaría dejar asentado que en esta observación –que han hecho otros antes que yo– no existe un espíritu de denuncia –espíritu presente en tantas obras, desgraciadamente– ni mucho menos el afán de señalar con el dedo y marcar una supuesta paradoja, sino que en principio la postulación propone que son dos caras del mismo fenómeno: decir lo que hay que decir y escribir lo que hay que escribir. En realidad, estamos hablando de recetas y de fórmulas cuyo empleo ofrece al escritor la gran ventaja de no ofender nadie, dado que, como se sabe, el campo cultural –con los pequeños campitos incluidos– tiende mayoritariamente al progresismo –que a todos y todas prodiga cobijo–. E ignoro los motivos, el progresismo contemporáneo ¿se ha vuelto? conservador, es decir, persigue la comodidad y la evasión del riesgo, tanto del riesgo ético como del estético –en una palabra, al progresismo actual le falta audacia y le sobran ínfulas.
3
Cada uno es libre de militar por las causas que le vengan en gana. Nada hay de criticable si esas causas se han cristalizado o fosilizado, si se han vuelto hegemónicas, si no asustan a nadie, si no implican ningún tipo de amenaza; tampoco hay nada de censurable si uno se erige en regla moral y decide según esa vara comulgar con los buenos y espantarse con los malos, apoyar a las supuestas víctimas y despreciar a los supuestos victimarios. Estamos en presencia de las radiantes Almas Bellas, Puras, Pulcras, Inmaculadas. Ahora, dentro de la práctica artística, entiendo que tenemos cierto margen de libertad para leer las obras.
Veamos. Sintaxis normalizada, estabilización del sentido, orden lineal. Preeminencia de la trama. Personajes consistentes. Supresión del malentendido, la ambigüedad, el equívoco –poner juntas cosas que naturalmente van separadas–. Maniobras estas y otras que demuestran, además de algún grado de pereza, la necesidad de adaptarse a las reglas vigentes para escaparle a la obra fallida –o fallada–. Son obras, en definitiva, atravesadas por un descomunal temor al fracaso, y especialmente –muy especialmente– al ridículo. Por eso en ellas todo cierra, todo está en su lugar, igual que un lindo paquete, con moño incluido. Son obras, como si uno dijera, para la tribuna, para que la tribuna aplauda, para que nadie se quede afuera ni insulte ni se ofenda; son obras, podría decirse así, bienintencionadas, previstas para no importunar nunca al lector; pero ¿en qué aspecto el escritor se rehúsa a incomodarlo? ¿En el ideológico, en el ético o en el estético? –si fuese posible separarlos–. Porque si la respuesta apunta a lo estético, el accionar del escritor denotaría más que un cuidado, un desprecio por el lector, una falta de confianza en su potencia lectora.
4
Ninguno de los párrafos anteriores podría haberse escrito sin las entrevistas recogidas en las páginas que este texto prologa. Entrevistas a cuatro escritores, Ariana Harwicz, Alan Pauls, Martín Kohan y Ana María Shua que hablan de casi todos los temas aquí planteados, que discuten sin concesiones, sin apelar a eufemismos, sin falsas piedades. Cabe reconocer, a propósito de la convocatoria, que las entrevistas realizadas por Nancy Giampaolo trascienden la interrogación según el género para centrarse en la condición de escritores/as, docentes o intelectuales. Ellos son, en suma, cuatro autores argentinos que ponen el cuerpo –y su corpus– para combatir –por favor abstenerse de hacer de este gesto un gesto heroico– la estandarización de las formas literarias, la purgación progresista de la lengua y la autocensura –fase superior de la censura.
Entonces, cuando Harwicz revela:
…Borges me enseñó a leer, Borges me enseñó a pensar, con los libros de Borges… Y si pienso mejor y leo mejor entiendo mejor al mundo. Hay muchos hombres que son muy humanistas y sus libros nos hacen peores personas, y hay muchos criminales, sodomitas, antisemitas –Céline, quien quieras– y sus libros nos hacen mejor, porque nos ayudan a pensar. Y pensar es entender y entender es… y esa paradoja es irresoluble, no hay forma de resolver eso.
se hace cargo justamente de lo descarnado de toda paradoja, de la contradicción que se nos impone y nos consume, del sufrimiento frente a la intuición de que allí donde se construye, se destruye, y viceversa, de que lo bueno y lo malo tiene préstamos, tensiones, contaminaciones, y de que las obras más excelsas pueden conseguirse con materias bajas y despreciables.
Y cuando Kohan aclara:
Un discurso que induce a la violencia discriminatoria ya no nos plantea el mismo campo de problemas de lo políticamente correcto […] Si alguien pone en circulación en la sociedad –en los medios o donde sea– un discurso que en la posibilidad, en el poder que las palabras tienen de producir efectos, pueden llegar a desencadenar formas de hostigamiento –por razones de género, étnicos, religiosos–, si puede producir concretamente efecto sobre el espacio de la sociedad, un ejercicio de violencia, de hostigamiento, de discriminación, sobre eso hay que intervenir.
desbarata la oposición corrección–incorrección política, a sabiendas de que lo opuesto de la corrección no es la incorrección, ya que ésta simplemente invierte el discurso, pero la lógica discursiva sigue intacta. Además, lo contrario de la sacralización y purificación contemporáneas no debe ser nunca el ultraje ni la expansión de los discursos de odio proferidos por personajes que reclaman para sí el papel de rebeldes. Lo contrario de la corrección política es la experimentación con las formas, no la contraposición entre fórmulas cristalizadas.
Y cuando Pauls señala:
El asunto es: ¿vamos a neoingenuizarnos y convencernos de que en la relación pedagógica no hay erotismo? ¿Vamos a pensar: no, no, ahora se acabó, ahora la relación de enseñanza tiene que ser una relación sobria, neutra, incorpórea? Desde Sócrates hasta acá, la trasmisión de saber siempre ha implicado una relación de seducción, de deslumbramiento, de hechizo, y por lo tanto una relación erótica y de poder. Pero ¿por qué eso la convertiría en una “mala” relación, una relación a expurgar y vigilar? Es una relación compleja, que siempre fue difícil de negociar, para los estudiantes, por supuesto, tanto como para los maestros. Porque hay deseo y el deseo hay que negociarlo.
boicotea la estrategia del puritanismo asfixiante y alienante que detecta en cada mirada confusa un abuso o un atropello, en cada palabra provocativa una ofensa a la moral y al buen gusto, y repone en las relaciones amorosas –el gran acierto radica en invocar la relación pedagógica– lo ambiguo, la duplicidad y los malabarismos propios del deseo.
Y finalmente, cuando Shua recuerda:
En Argentina tenemos una fuerte tradición de mujeres que escriben, ¡y tantas de nuestras escritoras escribieron en primera persona desde un hombre!, por decirte algo Marta Lynch, Beatriz Guido… Pero, además, todos los autores de teatro escriben desde un hombre, desde una mujer, desde un chico, desde quien sea. No tiene nada sorprendente. Shakespeare escribió el personaje de Ofelia, en Hamlet, ¡caramba! Y hoy (y creo que con esto ya nos metemos un poco en el tema sobre el que queremos charlar), parece que las mujeres tuvieran la obligación de contarlo todo desde una mujer, mostrar el punto de vista femenino en todo lo que escriben. Eso no puede ser una obligación: demasiadas obligaciones hemos tenido las mujeres para que nos encajen otra.
abre el juego para desconfiar de la concepción reduccionista que denuncia en el nombre de los autores la ideología de los narradores o de los personajes de una obra, e impugna de paso la división genérica de temas, éste para ellas –muñecas–, éste para ellos –autitos–. Asimismo, del fragmento se infiere que la literatura consiste principalmente en construir una voz, un tono, un estilo y lejos –muy lejos– está de ser la reproducción inmediata del pensamiento de quien escribe.
Epílogo
A los cuatro escritores convocados los une un fervor por el disenso, por interrumpir la circulación del estereotipo, del lugar común, de la frase hecha, del eufemismo, letal para el arte –siempre que no forme parte de una exploración estética–, empobrecedor en la vida diaria. Sin embargo, querría remarcar que existen importantes diferencias entre ellos, por ejemplo, la pertenencia generacional –Shua, 1951; Pauls, 1959; Kohan, 1967; Harwicz, 1977–, diferencia determinante pensando en la educación sentimental, ideológica y literaria de cada uno. Por eso, entre la homogeneidad y la heterogeneidad del encuentro –de este Encuentro Itinerante–, pregunto, ¿qué reúne verdaderamente a Pauls, Kohan, Shua y Harwicz? Para ensayar una respuesta, propongo un fragmento –y así concluimos– de La grande, de Juan José Saer:
De golpe, en un fogonazo de clarividencia, acaba de comprender por qué están todos juntos, reunidos alrededor de esa mesa, distendidos y contentos: porque ninguno entre los presentes, piensa Tomatis, cree que el mundo le pertenece. Todos saben que están a un costado de la muchedumbre humana que tiene la ilusión de saber hacia dónde se dirige y ese desfasaje no los mortifica; al contrario, parece más bien satisfacerlos. Para no hablar del dueño de casa, que guarda detrás de su frente un misterio impenetrable, cada uno de ellos se obstina en querer ser otra cosa que lo que esperan de él.