Filosofar en la «nueva normalidad»

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Recorte del cuadro «Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires», del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes

El concepto de “nueva normalidad” parece querer decir que podemos llegar a una normalidad feliz o definitiva, ¿es esto posible? ¿Sería deseable? Retomando ideas de Naomi Klein sobre la doctrina del shock, nos invita a pensar, ¿es posible aprovechar esta circunstancia para conmovernos y conmover? ¿Es mejor, entonces, no acomodarnos a una nueva normalidad más “confortable”?

por Mauricio LangOn Cuñarro*

1. Lo filosófico es anormal

Los filósofos deberíamos desconfiar de los conceptos que no hayamos creado nosotros mismos. Sospechemos, pues, de la “nueva normalidad”.

Lo filosófico se define por su anormalidad. Su rehusar a someterse a normas  incuestionadas. Su sentido no está en dar por buenos los “juicios previos”, sino en poner en tela de juicio cualquier normalidad. Hacer cada presente discutible (digno de ser discutido) y, por tanto, discutirlo. E involucrar a todos en esas reflexiones y discusiones.  

En esto difiere de modo radical del cumplimiento rigorista de normas técnicas, títulos habilitantes y protocolos procedimentales que sustenta la apurada carrera por acumulación de conocimiento científico y tecnológico. En cuya potencia y victoria salvadora confiamos a ciegas. Hasta que un mísero ser (quizás “ni vivo”) o algún acontecimiento im-pre-visto o in-visibilizado, ponga de manifiesto –de modo brutal, inmediato y numérico– la horrorosa y acelerada falibilidad y endeblez de tales arrogancias demasiado humanas.

Asimismo, lo filosófico toma distancia de las avasallantes evaluaciones internacionales estandarizadas que rigen nuestros currículos educativos y cada vez más apuntan a una educación normada y controlada por burocracias internacionales, que quiere reducir a nuestros maestros y profesores a instrumentos dóciles de domesticación, pronto sustituibles por robots más aptos para la formación de una humanidad sumisa y borreguil. Y desata la competencia entre nuestros países para llevarse la presea de la mayor colocación de nuevas hileras de “ladrillos del muro” necesario para conservar la injusta normalidad mundial.

Lo filosófico no se deja tampoco desplazar por el plácido “consenso superpuesto”, procedimental, que rige nuestras políticas y alardea democracia mientras ignora olímpicamente a los seres humanos de carne y hueso, hasta que estalla en atrocidades pronto normalizadas por otras. Para terminar con el normal y sistemático holocausto fue necesaria una guerra; la superposición de Nagasaki a Hiroshima normaliza el chantaje del terror como rector de las relaciones internacionales posguerra y nos tiene normalmente con el Jesús en la boca ante la posibilidad de ataques fulminantes y catástrofes “naturales”.  Mientras vamos pasando (con y sin democracia formal) por Golpes de Estado, masacres, desapariciones, estados de excepción, crisis financieras y variados crímenes que se hacen tan cotidianos y normales como lo son las muertes por hambre o frío, la obscena riqueza, las torturas, corruptelas e injusticias a las que nos hemos acostumbrado y se nos hicieron normales.

Lo filosófico, en fin, no se satisface con un sistema mundial fundado en la ganancia individual y la oposición entre personas, empresas y naciones en esa ansia infinita de poder tras poder que necesariamente culmina guerras, autoritarismos y previsibles e imparables desórdenes naturales.

Una normalidad tan jactanciosa y presta a la violencia y el exterminio que sólo puede encarar una pandemia bajo la imagen del enemigo a exterminar, que tan pronto encarna en el nieto al que no hay que abrazar o el novio que no se puede besar, como en aquel vecino del que hay que aislarse por las dudas, aquel transeúnte criminal que olvidó su barbijo, el médico que estuvo atendiendo enfermos o ese sospechoso sobreviviente.

La normalidad es el problema. No es una finalidad deseable, una meta a alcanzar Tampoco una situación ante la cual la alternativa sea “adaptarse” o morir. Menos quedarse tan contenta con dejar paso a una nueva normalidad

2. Lo filosófico es revolucionario

Desde el antiguo “la filosofía es una máquina de sitio contra la ley y el hábito, Reyes hereditarios de las Polis”. En Francia, cayó un Antiguo Régimen, no solito y de aburrido, sino por el rechazo y la lucha contra él materializada en el delito más execrable de la antigua normalidad. Pero decapitar al Rey (y a la Reina, de paso) deja en herencia normas y hábitos que pronto serán nuevas normalidades, guillotinadoras, autoritarias, esclavistas, guerreras, imperialistas, colonialistas… que serán aceptadas con abyección, entusiasmo, revancha o puro conformismo… Que serán enseñadas y aprendidas al dedillo como las nuevas verdades, y nuevas razones endiosadas que conformarán nuevas normalidades que pronto olvidarán hasta los nuevos y obsoletos nombres de los meses.

En otro campo, Kuhn distingue la ciencia normal y de las revoluciones científicas. El científico, normalmente, trabaja dentro de determinado paradigma que le proporciona campos, temas, conocimientos, instrumentos, acciones, técnicas, hábitos de comportamiento, actitudes y gestos para desarrollarse al máximo en y gracias a los bretes de ese paradigma considerado normal por la comunidad científica de su lugar y tiempo. La revolución científica se va dando lentamente o aparece de golpe, a medida que la realidad va poniendo en cuestión diferentes aspectos del paradigma normalizado, hasta que entra en crisis, se quiebra y cede ante un nuevo paradigma que deja obsoleto el anterior.

Concebir la filosofía como ciencia normal milenaria tiende a producir y reproducir una comunidad sabia, que elige y forma sus herederos, encerrada en sus libros, su academia y su historia, sin referentes precisos fuera de ese ámbito aislado de toda “realidad exterior”, y vanidosamente separada de los problemas cotidianos, de los diversos saberes y haceres, y hasta de la misma enseñanza de la filosofía. No queda espacio alguno para una revolución, para un nuevo paradigma. Más bien, fuera de la academia (o marginal en ella), brotan numerosas propuestas filosóficas caracterizadas por su diversidad. Pero coincidentes en romper los muros que separan la ciencia de la filosofía de la vida y convivencia entre los seres humanos. Rápidamente diabolizadas.

Por eso –aunque haya filosofía normal, y no necesariamente contra ella– creo importante insistir en lo filosófico como rigurosa y radical crítica y autocrítica de todo lo que se da como sabido, obvio, bueno, bello, habitual, natural o normal. No por amor a sus contrarios, sino por la clara conciencia de que se implican mutuamente.

Lo filosófico es revolucionario. Ninguna normalidad lo satisface. En cada presente trabaja para que no se esclerose. Para que viva. Y trabaja para lo mismo en cada revolución. La educación, la política, el arte, la crítica, la acción postrevolucionarias corren graves riesgos de atrofia progresiva en su nueva normalidad.  

Lo filosófico no se deja encuadrar en lo regular, lo ordinario, lo normal. No acepta acríticamente ningún orden dado, ninguna normalidad, ningún cumplimiento ciego de órdenes, ninguna vía regia, camino de oro o recetario para la solución final de todos los problemas. No quiere llegar a otra normalidad, nueva, feliz, definitiva, final. Porque quiere la vida. Y la vida sigue después de cada “final feliz”. Y después de cada fracaso y cada muerte.

Vivimos mundos normados y no esperamos mundos anómicos. Por eso lo filosófico está siempre en tensión. En mundos tan ordenados como caóticos. Nuestra vida es tal porque es tensión. La plácida aceptación de normalidades a las que uno se acomoda hasta achancharse es tan antivital como la furia desatada por ganar y ganar, y el miedo a perder todo. Nuestra vida humana es vida porque es movimiento y cambio, alegría y tristeza, reflexión, acción y diálogo. Porque es conflictiva.

Se trata de asumir esto: que vivir es darle sentido a todos y cada uno de los momentos (siempre problemáticos) en que se convive, incluida la muerte de cada uno. Que filosofar es pensar radical, crítico, solidario y en diálogo entre todos, en cada momento y lugar en que estamos.  

3. Filosofar en (¿post?) pandemia

En medicina a veces se entiende como normal la salud, y se llama enfermedad o patología lo que se aparta de la norma anatómica o fisiológica. Pero también se define la salud como un estado beatífico o ideal de la vida humana en todos sus aspectos, así que cualquier estado normal social o individual viene a ser enfermizo. Y están los que se esfuerzan por alcanzar definiciones más saludables de salud como un cierto equilibrio o ritmo en el cual una esté o se sienta más o menos bien. O más o menos mal.

El ser humano es in-firmus, no está firme. Claro, cada uno sabe que es provisorio, que todos caeremos muertos y podemos sospechar que la humanidad misma tendrá fin. Entre tanto, está esta vida. Las vidas de cuerpos más o menos normales que se desgastan, generan efectos de estenosis, atrofias, debilidades, arterioesclerosis… muerte. Lista incompleta de los efectos no deseados según el prospecto farmacéutico. Vivir es la única condición para morir. Dos normalidades. O una. La atención crítica a toda normalidad, su reinvención, su revolución para seguir viviendo, conviviendo y muriendo, en cualquier futuro, con algún sentido.

Y sí, el mundo cambió por esta pandemia de un modo que no cambiaron mundos pasados por pestes mucho más devastadoras y terribles. La pandemia del coronavirus difiere de todas las anteriores en que todavía no pasó. Que quién sabe si pasará. O si será endémica (es decir, aceptada sin vergüenza como “normal”) como la malaria, el sarampión, el homicidio, las gripes, las adicciones, la malnutrición, el mal de Chagas, las cardiopatías, los accidentes de tránsito, el sida, la obesidad, las guerras, la fiebre amarilla, el cáncer, la tuberculosis, el dengue, el machismo…

En esto difiere el coronavirus de las pestes medievales: en que no pasó, en que está pasando. Al modo de esas otras lacras que están presentes (las más, en todo el mundo) y con las que convivimos como normales. Sólo que el coronavirus tiene mucha prensa. Es el malo de la película. Al que entre todos le ganaremos de machotes que somos. Como Trump o Bolsonaro lo están demostrando.

(No me hagas caso, nene. Vos cuidate y cuidá a los demás. Mantenete en tu burbuja. Obedecé. Dale. Es por tu bien. ¡No me digas que recién ahora te das cuenta!)

Los daños del coronavirus, y quizás más sus daños colaterales, afectaron la totalidad del mundo de modo extremadamente rápido. Era previsible. Fue previsto. Hubo avisos y ensayos pronto olvidados. Como las bombas o la pobreza, afectaron principalmente gentes de lugares y edades determinados, debilitados, empobrecidos, con “patologías previas” (como yo que tengo 77 pirulos para 78, soy asmático desde que me acuerdo y tengo una válvula bovina, no como usted que es perfecto, no se preocupe). Y, dicen, que el cobicho es tan “democrático” como la muerte. Con cifras que nos enredan cotidianamente y a cuyos ceros nos vamos acostumbrando sin espanto, como a los de la economía, los big-data y las encuestas. Esconden a quien daña la pandemia. Y a quien obtiene pingües beneficios.

Escuché esta exclamación sincera –pero insensata e insensible– de un colega profesor de Filosofía: “El Coronavirus ha sido una bendición para la Filosofía”. Es que ahora somos escuchados. Ahora nos damos cuenta que podemos hacer obra filosófica en conjunto. Ahora nos reencontramos con amigos lejanos por Zoom. Ahora nos vemos obligados a aprovechar las tecnologías para el diálogo y para revitalizar nuestras aulas. Ahora nos desachanchamos… ¡y trabajamos muchísimo más que “antes”! La desgracia fue “necesaria” para despertarnos. O para que nos den bola.

Así que podemos hacer como si fuera cosa del pasado y aprontarnos para la nueva normalidad. ¿Quién será el genio que inventó el concepto? ¿El mismo que inventó el estado de excepción para que pasen desapercibidos los decenios de atrocidades posteriores al día del golpe?

Sí, claro. Cada impacto terrible nos conmueve, nos pone en movimiento. Hay que aprovechar la pandemia.

Lo de normalizar el estado de excepción es la táctica tan linda que Naomi Klein bautizó doctrina del shock. Mostró las “investigaciones” con electroshocks en manicomios para anular las capacidades de respuestas de enemigos bajo tortura y el mismo método para dominar a la población en general, mediante otro tipo de “shocks” (golpes de estado, tsunamis, crisis económicas y otros) para imponer como normalidad la doctrina económica neoliberal, antes de que uno pueda “recuperar el paso”.

Claro que Klein no considera un hecho relevante: la prolongación del shock como normalidad aceptada, como nueva normalidad. Mediante la violencia reiterada, el uso sistemático de la fuerza hasta su normalización. O mantener vivos los gérmenes de los “estados de excepción” en la nueva normalidad (glorificando sus “héroes”, conservando el monopolio de las armas, rechazando la separación de poderes, imponiendo “leyes de urgente consideración”) a la espera del momento propicio para volver al ancien régime sin que se note demasiado.

La nueva normalidad  es ambigua. Parece dar por resuelto el estado de crisis (es decir, oculta la realidad del problema), como si estuviéramos en una pospandemia, pero al mismo tiempo parece hacer referencia a aceptar la imposición indefinida de un nuevo orden caracterizado por la imposición del aislamiento corporal (y el consecuente debilitamiento o destrucción de los lazos afectivos y solidarios reales) como exorcismo eficaz contra el virus, a la vez que ensalza la fe en las tecnologías como sustituto de la acción humana, y la confianza en que los científicos encontrarán la solución final para extinguir a ese enemigo.

No es sólo un remozamiento cosmético del problema, disfrazado con  ropajes noveleros. Nos hará creer que en ella ya no será normal un sistema-mundo injusto basado en la acumulación de riquezas y la condena a la pobreza, que renuncia al diálogo y lo sustituye por la imposición autoritaria de normas sustentadas en la fuerza bruta de quienes monopolizan el poder, la riqueza, las armas, los medios de comunicación, la salud, la educación… Sería lindo que estas “anormalidades” dejaran de ser, en la práctica, la norma y la excepción. Pero más bien parece que esas atrocidades no dejarán de ser en la nueva normalidad

Aprovechemos este shock como otros: para conmovernos y conmover, para darnos cuenta de la magnitud de catástrofes, atrocidades y holocaustos… que ofrecen las alternativas de paralizarnos, de esconder la cabeza en la tierra, de huir, de rendirse, de suicidarse, de acomodarse, de ajo y agua…

Para, en vez, hacer frente a lo que parece ineluctable. Que no es un ¿animalito? ínfimo para el que “la ciencia y la tecnología” (no nosotros) ya encontrarán vacuna, antídoto o remedio. Más bien pensemos la situación en el medio de su excepcionalidad y virulencia. Mirando el conjunto, pensando, criticando, discutiendo, para buscarle la vuelta entre todos, inventar caminos… en educación, en política, en diálogo intercultural.

Pero no nos acomodemos a una nueva normalidad confortable.

*Este artículo fue publicado en el libro «Filosofía y nuevas normalidades» (Comp. David Sumiacher - Editorial CECAPFI, 2021). Mauricio Langon Cuñarro es miembro de la Inspectoría de Filosofía en la Educación en Uruguay, profesor de la Universidad Católica del Uruguay (Ucudal), del Instituto de Profesores de Artigas (IPA), así como de la Facultad de Derecho en la Universidad de la República, ex presidente de la Asociación Filosófica del Uruguay, miembro de Filosofar Latinoamericano.

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