Lectores en filosofía (5)

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Sócrates y Xantipa, su compañera. 

Quinta entrega de un ensayo escrito con la intención de seguir las peripecias vitales e intelectuales de un hipotético lector de textos de filosofía.

POR JULIO CANO

Leo la defensa que hace Sócrates de su actividad ante los jueces de su ciudad. Lo hago de manera sesgada, es decir, no observando la argumentación en sí misma sino un hecho para nada menor: que la actividad filosófica tiene relación directa con la política, que quien expone no lo hace (no lo puede hacer) desde una neutralidad metafísica sino desde lo que supone racional y emocionalmente más adecuado y mejor para su polis.

Me doy cuenta de que esto resulta central para quien escribe lo que estoy leyendo, es decir, para el discípulo más aventajado del anciano filósofo. En efecto, Platón vincula su filosofía con lo que va ocurriendo en su sociedad y en su cultura, pese a acentuar la importancia que, según él, posee el nivel metafísico de su postulación más célebre: el mundo de las Ideas.

Pero asumo para mí que Sócrates no tiene relación con ese Mundo ideal, que ese hombre que ha deambulado constantemente por las calles de Atenas, conversando con quien quisiera hacerlo sobre tópicos diversos (pero que a la postre resultan decisivos para asumir maduramente la existencia) es un filósofo sin escuela, sin antecedentes a los cuales aferrarse como sistema. Alguien que resulta ser un magnífico ejemplo del “¡Atrévete a pensar por ti mismo!” de Kant.

Concluyo que Sócrates, para ser entendido a cabalidad, no puede ser separado de su tiempo y de su cultura, la Atenas del siglo V a.C.

Entonces vengo a mi tiempo y a mi cultura.

Me parece muy acertado lo que dice Foucault señalando que existen a prioris históricos, que no pueden dejarse de lado.

Mi cultura es como mi segunda sombra, ha señalado alguien, por sobre la cual no puedo saltar. Tengo que asumir que los problemas filosóficos que me deben ocupar son los de mi sociedad, aunque, es cierto, hay fenómenos culturales de alcance mundial que también me competen. Como, por ejemplo, el celular que llevo en el bolsillo y que me comunica con una enorme cantidad de personas y de situaciones, aunque lo haga virtualmente, claro.

¿Cuáles son mis problemas? Pregunta que, para ser tematizada filosóficamente, debe ser expresada así: ¿Cuáles son nuestros problemas? ¿Qué pasa con mi cultura, en este presente en el cual soy y somos?

Esto es posicionarme en una ontología del presente, sin metafísicas previas y sin condicionantes históricos.

Entonces me topo con textos de filósofas que me plantean lo que se asemejan a círculos concéntricos:

Para estudiar y asumir posiciones que realmente incidan en mi/nuestra realidad, me dicen, hay que pensar en términos no coloniales. Debemos superar las posiciones eurocentristas dominantes y pensar desde lo que Boaventura de Sousa llama El Gran Sur.

Y hay asimismo que estudiar y pensar en términos no patriarcales. No colonialidad y superación de las estructuras patriarcales van de la mano.

Dos círculos pues: No colonialidad y superación del patriarcado.

Existe un tercer círculo que me parece mucho más problemático: hay que pensar desde una posición de género, señalan. El filosofar no es simétrico si se lo analiza desde los géneros. La filosofía en sus textos, por ejemplo, es un panorama dominado por los varones y son contadas las mujeres que se han destacado. Voy a fatigar las páginas del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora para cerciorarme de esta situación y efectivamente, son pocas, muy pocas, las mujeres que tienen una voz en este conocido texto.

¿Existe una filosofía de género aún por descubrir y expandir? Es esta una interrogante que, por el momento, supera mi capacidad pero que es una idea, una enorme idea, que debo anotar para tener en cuenta.

Debo confesar que no había tenido en cuenta aún la relación entre patriarcado y actividad filosófica. Dicho en términos más directos, la relación entre el machismo y mi condición de estudiante de filosofía mujer. Quizás se deba esa situación a que en el Instituto de Filosofía somos más las estudiantas que los estudiantes.

Aunque esto me resulta un problema abierto, no lo es en absoluto lo que avisoré leyendo la Apología de Sócrates, es decir, la vinculación intrínseca entre actividad filosófica y poder. Y lo que supone un panorama perturbador, a saber: la verdad, ¿no tendrá que ver, también de modo intrínseco, en cómo se manejan los niveles de poder?

¿Existirá la verdad, más allá de las circunstancias en las que surge? Puedo argumentar de manera débil sobre esto, pero me inclino a apoyar las posiciones que señalan que lo que existe, lo que emerge en las fuerzas dialécticamente en pugna, son verdades situadas, lo que Foucault llama veridicciones.

Entonces, ¿cuál fue la veridicción socrática? Reflexiono que fue la que surgió de sus argumentaciones. ¿Cuál fue, a su vez, la veridicción de los jueces que lo juzgaron? Reflexiono que la emanada de los sectores de aquella democracia que pugnaban por mantener un poder, debilitado pero todavía mayoritario. Porque hay que recordar que fue un régimen democrático y no una dictadura quien lo juzgó y condenó. Lo que debe ser asimismo motivo de reflexión colectiva.

 ¿Cómo se establecen los límites entre una democracia y un régimen totalitario? Es este otro interrogante que supera por el momento mis posibilidades pero ya me han informado que un filósofo contemporáneo, Giorgio Agamben, tiene agudas reflexiones al respecto y que esos límites, dice, son frágiles. Es esta una inquietud que debe motivarnos para pensar y actuar en nuestros países del Sur.

Partí de una lectura posible de la Apología de Sócrates y concluí nuevamente en ella después de transitar por mi propia experiencia. Claro que esta segunda lectura del texto trae consigo un aporte que, para mí, es cualitativamente importante. Al confrontarlo con las interrogantes de mi presente lo he hecho mío. He reescrito lo que Sócrates reflexionaba en voz alta en un ágora de Atenas. Lo he traído a las calles que transito en una ciudad del Sur del mundo.

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