Pasado, presente y futuro de las ediciones de los Diarios de Cesare Pavese, Franz Kafka y Rodolfo Walsh
Por Fidel Maguna
TRES amigos conversan en silencio
“Ir al confinamiento no es nada; volver es atroz” escribió Cesare Pavese en el verano de 1935, cuando lo liberaron de la prisión Regina Coeli, en Roma, y en vez de regresar al norte fue bien al sur, a Brancaleone, un pueblito de tres mil habitantes de la costa jónica en donde alquiló una habitación frente al mar y se dedicó a dar clases gratuitas para niños, estudiar griego antiguo y escribir poemas, cuentos y decenas y decenas de cartas en las que no se cansa de decirles a sus amigos lo mucho que odia el mar: “Lo transformé en mi escupidera –escribe–; lo escupo y lo escupo pero el muy cobarde me lame los pies”.
Es en Brancaleone, también, donde Pavese empieza a escribir el diario que lo acompañará hasta su muerte, ocurrida en agosto de 1950, y que los lectores conocieron dos años después, en una correctísima edición que hicieron sus amigos Natalia Ginzburg e Italo Calvino para la Einaudi, la editorial gestada en 1933 por Giulio Einaudi, el propio Pavese y Leone Ginzburg, el marido de Natalia, muerto en 1943 por las torturas que sufrió en la sección nazi de Regina Coeli, la misma cárcel en donde habían encerrado a Pavese. El título de los diarios, acuñado por su autor, fue El oficio de vivir. Ginzburg y Calvino, para abrir esta primera edición, decidieron introducir a los lectores con una brevísima nota sin firma que decía lo siguiente:
Advertencia
Sus amigos conocían desde hacía mucho tiempo la existencia del diario de Pavese, y a algunos de ellos les había expresado el deseo de que fuese impreso después de su muerte. Con el título de “Il mestiere di vivere” y bajo la inscripción parentética (Diario 1935-1950), el manuscrito del diario ha sido encontrado después de su muerte entre los papeles de Pavese. El presente volumen reproduce casi integralmente el manuscrito original: casi integralmente porque unos pocos cortes se imponían allí donde su contenido era de carácter demasiado íntimo y sensible, y donde se trata de asuntos privados de personas vivas. Hemos indicado con puntos suspensivos entre corchetes toda frase o palabra omitida, los nombres los hemos sustituido por asteriscos o iniciales. Hemos procurado que estos mismos cortes (limitados, como hemos dicho, a asuntos de naturaleza estrictamente privada) no alterasen ni la fisonomía ni ningún aspecto particular del libro.
No hay, como se ve, rastros de las voces de Ginzburg y Calvino en esta Advertencia. Ellos habían aprendido el oficio de editar en la propia Einaudi y, probablemente, hayan recurrido al riguroso y apasionado ejemplo del Pavese editor al traducir todas las palabras que pudieron haber escrito sobre su amigo al lenguaje casi mudo de la edición, al idioma de las pequeñas decisiones, a la ética de fragmentar la propia concepción para darle lugar a la concepción del otro, inscribiendo así su propia voz disuelta, en todo caso, en los márgenes del texto, en notas al pie, en omisiones, en selecciones tipográficas, en espacios en blanco, en elecciones de tapa, en una firme advertencia sin firma.
Max Brod lee los diarios de Tolstoi
Hacia 1951, mientras los editores italianos empezaban a trabajar en los diarios de Pavese, en Tel Aviv Max Brod reeditaba los diarios de su amigo Franz Kafka, en una versión un poco más extensa que la publicada, también por él, en 1937. Al contrario que los editores de la Einaidu, Brod optó por no traducir su voz a un ascético lenguaje editorial y redactó las 153 notas al texto en primera persona (allí cuenta el destino de los personajes que Kafka va nombrando, datos históricos, anécdotas de su propia vida) y un posfacio de cuatro páginas en el que explica por qué tomó la decisión de omitir unos cuantos párrafos del diario y por qué no quitó aquellos en los que Kafka hablaba mal de él. Esta decisión la tomó, nos dice, guiándose por el trabajo de Vladimir Chertkov en su edición de los diarios de León Tolstoi. Es curioso que Brod tome como ejemplo al cuestionado secretario Chertkov, un hombre que estuvo hasta su muerte enfrentado con los familiares de Tolstoi, quienes juraban que había manipulado al viejo escritor para que firmara en secreto un testamento que le adjudicaba a él (y no a la viuda, Sofía) sus derechos de autor.
Con el correr de los años, edición tras edición, tanto los diarios de Pavese como los de Kafka han ido incorporando las partes omitidas hasta el punto en que los lectores, finalmente, pudimos tener acceso a versiones casi idénticas a las originales. En el caso de El oficio de vivir recién en 1990 se publicaron las anotaciones de cuatro días enteros omitidos en las primeras ediciones y veintisiete pequeños extractos en los que Pavese hace mención explícita a la masturbación, al sexo oral, a la impotencia.
Se puede pensar la censura de Ginzburg y Calvino como una decisión tomada para prevenir que estos extractos desviaran el foco de los lectores, para que no pesaran más las anécdotas escabrosas de su vida (teñidas, para colmo, con el reciente suicidio del autor) que las enormes posibilidades de lectura que tiene un libro como El oficio de vivir. Sabemos que a Italo Calvino este asunto le merecía especial atención, según dio a entender en una conferencia que dictó en Milán, en 1960:
—Tenemos que reconocer —dijo Calvino— que en estos diez años, aunque el éxito de Pavese ha seguido difundiéndose, las posibilidades de influencia de su enseñanza en la literatura contemporánea parece que se han reducido considerablemente. Pero es posible que diez años no sean una medida muy significativa: la historia de la literatura está llena de cuestiones que parecen haberse interrumpido y que se reanudan más tarde de forma inesperada, como si fueran citas aplazadas. En estos últimos años, la atención de los pavesianos se ha centrado más en la reconstrucción de su figura que en sus obras. Ha sido una fase necesaria, pero persistir en ella sería desequilibrar los motivos de interés por esta figura.
Los diarios de Kafka y Pavese, mal o bien, se editaron en todo el mundo, permitiendo que sus posibilidades de influencia, como bien supuso Calvino sobre su amigo Pavese, fueran difundiéndose, año tras año, llegando de forma directa y palpable, en el caso argentino, a la gestación de muchos de los que hoy conocemos como los clásicos de nuestra literatura del siglo XX, desde Martínez Estrada a Juan José Saer, pasando por Jorge Luis Borges y Rodolfo Walsh.
También, y esto tal vez sea inevitable, los fantasmas de Kafka y de Pavese a menudo son vistos por lectores (y editores, traductores, críticos, biógrafos y libreros) que persisten en desequilibrar el interés por sus figuras pintando sus particulares y oscuros retratos: así Kafka para muchos sigue teniendo la oscura personalidad de algunos de sus personajes y así Pavese está fijado eternamente en los gestos de un melancólico que se empecina en enamorarse de mujeres hermosas que no lo aman y que lo empujan más y más a un suicidio inminente. Estas imágenes son, tal vez, los negativos de una foto, anversos o distorsiones frecuentes en la historia de la literatura, leyendas y supersticiones que de a poco se va tragando el paso del tiempo y sobre las que Pavese reflexionó en su diario, siete meses antes de morir, en enero de 1959:
Supersticioso es quien cree todavía en un mito que ya ha sido superado por la historia —que ya existe la posibilidad de abolirlo. Quien hace ostentación de un mito y no cree ya en él es un hipócrita, un reaccionario. El supersticioso puede ser fanático; el reaccionario, cínico.
un especialista entre el manjar y los fragmentos
En 1996, casi veinte años después de la desaparición forzada de Rodolfo Walsh, Seix Barral, en una edición a cargo del escritor y crítico Daniel Link, publicó Ese hombre y otros papeles personales, libro que se volvería a editar once años después, también bajo el cuidado de Link, esta vez en Ediciones de la Flor.
Ese hombre y otros papeles personales está mayormente compuesto por los textos de Walsh que fueron secuestrados por un grupo de tareas conjuntas que saqueó su casa de San Vicente y luego “parcialmente rescatados –informa la contratapa– por familiares y amigos en distintas circunstancias” con el retorno de la democracia.
El libro incorpora, entremezcladas, las anotaciones fechadas de un diario, cartas, entrevistas, borradores, poemas, anotaciones diversas y notas para cuentos y novelas que Walsh no terminó: como su título indica, por un lado están los Papeles personales (ordenados cronológicamente desde 1957 a 1976 y en los que se incorporan papeles que no son personales, como diversas cartas y entrevistas) y por el otro el cuento inconcluso Ese hombre, “reconstruido” por el editor después de cotejar seis versiones diferentes e incompletas que Walsh trabajó a lo largo de cuatro años, un relato que “presenta particularidades que justifican su presentación por separado”, dice Link en su nota a Ese hombre, en la que agrega:
El cuento se presenta sin ninguna anotación dado que la complejidad de los originales requiere un aparato crítico inadecuado para una edición como ésta. Una edición crítica de todas las versiones de los relatos, daría una idea clara de lo que Walsh entendía por escritura y, por lo tanto, por literatura.
El editor no explica a qué se refiere con las frases “una edición como ésta” y “una idea clara de lo que Walsh entendía por escritura”, por lo que podemos imaginar que tal vez él sí posea una idea clara de las ideas de Walsh sobre la literatura. Hay que tener en cuenta que en los últimos veinticinco años los lectores sólo recibimos “ediciones como ésta” que fueron publicadas, paradójicamente, bajo el cuidado de Link.
En el prólogo a la edición de 1996 (e incorporado en las ediciones posteriores) este libro es nombrado por el editor como “diario o cuaderno de bitácora fragmentario” y once años después, en el prólogo a la segunda edición, lo nombra “Diario”. Dice Daniel Link en el prólogo de 2007, después de narrar brevemente su recorrido académico y editorial relacionado con la obra de Rodolfo Walsh:
Un Diario de escritor: ¿puede haber manjar más suculento (pensaba en Kafka, pensaba en Thomas Mann, pensaba en Peter Handke, pensaba inclusive en Katherine Mansfield)? Los demás especialistas en Rodolfo Walsh también habían notado la necesidad de establecer, palabra por palabra, una obra saqueada, mutilada y yo tenía ahora, ahí delante, los manuscritos del Diario de Walsh (…) Fue temblar de felicidad y pecar de soberbia en el mismo movimiento.
Lo que yo no había entendido todavía es que la obra de un escritor (de un “escritor de verdad”, como en este caso) nunca es palabra muerta: por eso es difícil (y peligroso) pretender apoderarse de la palabra de los escritores a los que amamos (…)
Cuando edité el Diario de Walsh cometí varios errores menores. Pero cometí, sobre todo, éste: pensé que era más importante un tributo a la memoria de los muertos (a la memoria de un gran escritor muerto) que el sentimiento de los vivos. Pensé que “la literatura” era una cosa separada de “la vida”. Olvidé –¿hace falta decirlo?– un fundamento y una tensión constitutiva de la literatura de Walsh: que no hay separación posible entre la literatura y la vida.
A diferencia de Kafka y Pavese, muertos por enfermedad y suicidio, Walsh fue secuestrado al mismo tiempo que su obra inédita y, como su cuerpo, muchos de sus textos continúan desaparecidos. Por eso se entiende que la fragmentación y las lagunas en las ediciones que nos llegan sean inevitables y que el trabajo sobre este material fundamental para la literatura en lengua castellana requiera un trato diferente. Sin embargo la fragmentación a la que la dictadura forzó su obra inédita parece profundizarse en los desordenados criterios de estas ediciones; desorden evidente en el ambiguo modo de nombrarlas, en su título, en los mea culpa y en las certezas del editor en sus dos prólogos, en sus intentos de hilar los fragmentos de un diario, cartas, entrevistas y borradores con 216 notas al pie en las que persisten los “errores menores” (en la nota 5, por ejemplo, se anuncia la publicación de un inédito de Walsh sobre el filósofo Wilhelm Dilthey en un volumen “actualmente en preparación” que se llamaría El joven Walsh, un libro que no se publicó ni publicará, según averiguamos).
A diferencia de Kafka y Pavese, los diarios de Walsh parecen no haber trascendido significativamente las fronteras del país en los que fueron escritos y, aunque el éxito de Walsh siga difundiéndose en Argentina, las posibilidades de influencia de su enseñanza en la literatura contemporánea parece que se han reducido considerablemente: las bibliotecas públicas más importantes de Rosario, por ejemplo, que cuentan con los Diarios de Kafka y Pavese, no tienen Ese hombre (y tampoco, dicho sea de paso, el descatalogado El violento oficio de escribir, volumen que reúne su obra periodística); la discusión sobre el lugar actual de la obra de Walsh parece haberse recluido en pappers académicos y herméticos estudios de especialistas; la prensa, la literatura y el cine, salvo extraordinarias excepciones, siguen reproduciendo la leyenda del escritor militante y el foco editorial sigue centrado, principalmente, en Operación Masacre y en algunos de sus cuentos a los que la crítica llama “canónicos”.
Sin embargo las concepciones de Walsh sobre el mundo, trascendiendo las dicotomías y definiciones que suelen atribuirle, siguen vigentes y al alcance de la mano, por más que su obra permanezca en tensión con sus editores (algo que parece haber ocurrido casi siempre): ¿serán sus propias concepciones, como en los casos de Pavese y Kafka, las que en un futuro conduzcan la tensión de Walsh más allá de la relación autor-editor o autor-especialista, logrando así que la historia empiece a romper con la leyenda? ¿Nuevas ediciones permitirán que finalmente la tensión se desplace a los lectores? Para enriquecer nuestras fragmentadas discusiones actuales quizá sea un buen punto de partida ésta idea sobre el “mito del escritor” que Walsh anotaba en su cuaderno, en mayo de 1972:
Es indudable que en los últimos años he ido desvalorizando, consciente o inconscientemente, el trabajo literario. La sola palabra me produce una cierta revulsión. Tratemos de analizar por qué, las causas históricas. La literatura se me apareció durante gran parte de mi vida como una aspiración mitológica. Era lo que yo finalmente quería hacer, mi destino, etc. Era una típica versión pequeño-burguesa, la búsqueda del prestigio a través de los mecanismos gratificantes de la exacerbación de la personalidad concebida como única, genial, etc. A través de la literatura podía mimetizarme con esos elegidos, capaces de percibirse a sí mismos como el fin al que tendía el mundo: generaciones y generaciones de hombres y mujeres anónimos e inútiles que confluían triunfalmente en un Borges, en un Huxley. Ser escritor era finalmente una forma de ser, posterior y superior al ser hombre. La Creación artística era concebida como la forma máxima del ser, como la incomparable culminación de todos los esfuerzos humanos, a la que todo podía y debía “sacrificarse”.
Habría que analizar a fondo este mito, común a los intelectuales de mi generación (…) Esa estupidez fue respirada desde la infancia. (…)