Donde hubo fuego

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Foto de Ricardo Piglia tomada de restlessbooks.org

Por Ciro Korol

¿Hay una historia? Sí, hay una historia. Hace más de diez años un joven, pongamos que su nombre era René, asistió a un ciclo de conferencias dictado por un gran escritor argentino. Digamos el nombre del escritor y dejemos que los lectores deduzcan el apellido: Ricardo presentaba sus Nuevas tesis sobre el cuento en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires.

Viajemos entonces al año ‘10. René tiene 20 años. Su país acaba de cumplir 200. Si un año pudiera condensarse en una sola palabra (aunque ese ejercicio esté errado de antemano) digamos que aquel transcurrió bajo la clave de la palabra “Independencia”.

Una vez cada catorce días René toma el tren a Buenos Aires, baja en la Estación Retiro; visita la biblioteca o tan sólo mata el tiempo en el cementerio de La Recoleta. En cualquiera de esos lugares se sienta a repasar los cuentos que Ricardo dio como material de lectura.

A las 19 horas René ya está ubicado en la primera fila del Cine del Malba esperando el comienzo de la clase. Junto a su rodilla lleva un pequeño grabador Sony que había comprado ese febrero para ir a Uruguay a cubrir la asunción del presidente Pepe Mujica.

Ahora el murmullo que hay en el auditorio se escurre hacia la puerta de entrada. Por las escalinatas alfombradas de rojo baja un señor de pelo enmarañado, escoltado por una joven. Ahora Ricardo se sienta frente al micrófono:

El objetivo de esta charla es establecer una distinción entre los problemas de la construcción de un relato y los problemas de la interpretación de un relato. Los escritores tendemos a poner en primer plano los problemas de la construcción. Nos preguntamos cómo funciona un relato y recién después nos preguntamos qué significa. Y nos parece que esa interrogación sobre cómo está hecho alude a la cuestión de la forma y para nosotros (es decir, para aquellos interesados en el cuento, un género en el cual la fórmula es el centro del género) la forma es lo que permite reflexionar sobre el sentido: el sentido no es solamente una cuestión temática.

Tal vez, en el futuro, se establezca que los textos de Piglia son algo así como islas demarcadas en el archipiélago de sus diarios. En ese caso, los extractos situados en esta nota forman parte de su obra oral y, con el permiso de René, los vamos a dar a luz en el contexto propiciado por Revista Belbo al cumplirse cinco años de la muerte del autor de Respiración artificial.

Continuemos entonces con el joven René que, luego de la segunda velada en el Malba, decide abandonar una prometedora carrera en la licenciatura en Psicología para seguir un camino incierto pero maravilloso. Lo que podríamos decir su destino, el elegido.

En las semanas de aquel invierno del ‘10 la selección argentina de fútbol, dirigida por Diego Maradona, jugaba el mundial de Sudáfrica; Néstor Kirchner presidía la UNASUR; el papa Benedicto XVI sacaba un edicto protegiendo los capitales concentrados; René corregía sus cuentos, esbozaba ideas sobre la literatura en una caligrafía indescifrable, y ponía en práctica con lo que tenía a mano cada herramienta que Ricardo ofrecía sin cláusulas ni misterios. Recuerda, por ejemplo, cuando les contó cuál era su aproximación al estilo y el gesto en donde parecía residir la clave:

Habría ahí una experiencia que está muy conectada incluso a la respiración, a ciertas posiciones del cuerpo. Uno podría decir que hay cierta patología de esa temporalidad, uno podría imaginar los elementos comunes, el asma de Proust, el asma de Saer, que son escritores con ritmo largo, con párrafos que tienen un poco esa respiración, o podríamos  imaginar el jadeo o la velocidad de la prosa de Kerouac o de Céline o de Lamborghini, un tipo de relación distinta con este movimiento en torno a qué relación se establece con el lenguaje y, por lo tanto, con la temporalidad.

Ricardo Piglia, Juan José Saer y Juan Manuel Inchauspe entrevistados por Rogelio Alaniz. Santa Fe, 1986. (Foto: El Litoral)

Fue al final de la tercera clase, según rememora René, cuando tomó aire y se acercó. Cada noche el ritual de las charlas terminaba con el viejo escritor yéndose con la joven. Situémonos entonces en la avenida Figueroa Alcorta, en la explanada del Malba. Hileras de vehículos se escurren hacia el norte, el tráfico se corta. Ricardo y la joven comprueban que el semáforo se ha puesto en rojo y cruzan la ancha avenida. Ya están casi perdiéndose por Austria cuando René se resuelve.

Al otro lado, en la esquina, René le pide fuego. Ellos se detienen. Ahora han conformado una espontánea ronda triangular. Ricardo le dice que no fuma hace años. La joven rubia saca su pequeño encendedor que en ese preciso instante se queda sin gas. Entonces René recuerda que él tiene uno al que se le había roto la piedrita.

Ricardo toma con la mano derecha el encendedor de la chispa, y en la izquierda el del gas; de esa pequeña máquina improvisada sale un fuego. René enciende el cigarrillo. Se enciende también entre los tres la calidez de la camaradería. Van para el mismo lado, así que siguen la charla caminando por Austria. Cuando René apaga ese cigarrillo ya están subiendo a un taxi para ir a comer a una pizzería de Almagro. Lo que siguió fue la cerveza, los relatos, la curiosidad de quien avanza en la memoria del otro como alumbrando un mundo que no pudo ver.

—Una vez fui a visitarlo a Puig. Manuel estaba trabajando y leyendo en la cocina mientras hablaba con su madre y miraba una telenovela. Justito la imagen contraria del escritor que busca un lugar recluido para escribir. Esta pizzería le hubiera encantado.

Luego de divagar sobre los caminos que nos llevan a escribir y a leer; cuando ya no sabían si era la tercera o la cuarta cerveza, salieron a fumar los dos jóvenes. Ya se había levantado un viento y ella le hizo carpita con la mano. Sus yemas se rozaron, según confiesa René: “Me rozó los garfios y saltaron las chispas, sus ojos se pusieron como dos soles y en ese momento salió Ricardo a decir que ya había pagado la cuenta. Y me pidió una seca. ‘Hace décadas que no fumo pero éste no cuenta, es anecdótico’”

La pregunta que está en el aire es: ¿Hay anécdotas para cuentos y anécdotas para novelas? ¿O eso depende del cansancio de uno, que quiere terminar una historia más rápido? Borges da una respuesta que es muy sugerente, dice: “El cuento trabaja con situaciones y la novela trabaja con personajes”.

Esto me parece a mí que nos lleva a un relato, que podemos considerar el mejor relato de Borges, que es «El Sur». El libro «Otras inquisiciones» tiene una conferencia de 1949 sobre Nathaniel Hawthorne, en la que dice Borges:

“Murió el dieciocho de mayo de 1864, en las montañas de New Hampshire. Su muerte fue tranquila y fue misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba –la última de una serie infinita– y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harto digresiva lección”.

Bueno, eso es «El Sur«. La historia de un hombre que muere en el momento que tiene un sueño. Él escribe el cuento cuatro años después. Es el último cuento que escribe. Luego empieza a dictar y ya no es el mismo Borges .

A mí me hizo pensar en esa distinción que les planteaba la vez pasada respecto de Raymond Carver. Carver escribía los relatos, pero había un editor que se los cortaba. Sería interesante sentarse a trabajar en esta distinción en Borges: qué es lo que sucede entre los cuentos que escribía y los cuentos que son mucho más sencillos y directos, en la medida en que él está mucho más limitado en su posibilidad de narrar. «El Sur» aparece entonces como una culminación; es un texto complejísimo hecho con una elegancia extrema, que sintetiza una serie de temas que Borges viene trabajando desde siempre (esta tensión entre el mundo de los libros y el mundo del coraje) y tiene una resolución narrativa absolutamente extraordinaria, porque es un cuento con dos finales.

René me dice que, a partir de este fragmento de las conferencias de Ricardo Piglia en el Malba, a él le gusta confabular el posible cuento que Ricardo soñó cuando estaba ocurriendo su muerte. Tal vez se hubiera llamado El Este, me dice, y luego me confiesa que desea hacer un libro con todo el material registrado con su grabador. Le digo que seguro a Ricardo lo pondría contento.

Hace unos días lo volví a contactar para informarle que estaba por publicar una nota contando su historia. René se entusiasmó y terminamos imaginando que su libro sería un éxito. Él me dijo que lo último que quería era ganar plata. Que su meta era difundir la obra de Ricardo entre las nuevas generaciones. Hacer, por ejemplo, un material para las escuelas o bibliotecas populares.

Esa madrugada recibí un audio que recién vi al mediodía siguiente: “Amigo, tengo el título del libro, ayer me quedé trascribiendo re manija y estoy flasheando con el tesoro que hay en estas grabaciones. El título del libro tengo. Se llama: Manual para hacer botes. Es por este pedazo que figura en el segundo round: «A los escritores siempre nos preguntan ¿Qué libro uno se llevaría a una isla desierta? Como si la cultura de masas sólo imaginara que uno puede leer si está en una isla desierta. Entonces la pregunta es clásica: imaginemos que tenemos la desdicha de estar en una isla desierta, no nos queda otra alternativa que leer. Y yo siempre les contesto que me llevaría un Manual para hacer botes. Eso me llevaría.”

Ricardo Piglia por Daniel Mordzinski.

Ayer, cuando ya estaba por publicar esta nota, René me llamó para avisarme que por una cuestión de papeles el Manual para hacer botes no podía zarpar de la intimidad de una carpeta en su computadora. Para animarlo le pregunté por aquella noche que al final nunca me terminó de contar.

“Ah, después de la mirada que me clavó… Yo era medio cimarrón y ella era elegante ma non troppo. Así que pasamos de la literatura a la lingüística, digamos. Fue una noche inolvidable en un hotel cerca de la avenida Medrano. Medrano, agarramela con la mano, me acuerdo que dijo alguien esa noche. A la mañana yo me tenía que tomar el tren a Rosario, ella se fue a la universidad. Recuerdo que el hotel tenía una mesita junto a la ventana, la luz caía oblicua sobre su cuaderno negro. Desde lejos, le dije: ‘Adiós maestro, un placer’. De reojo me contestó: ‘Tres placeres’.”

Ricardo Piglia puede considerarse uno de los escritores que llevó a la par de su obra la tarea casi misionera de difundir la literatura argentina del siglo XX, tendiendo redes y ubicándola en la literatura universal. En su juventud se ocupó de establecer enlaces con autores de generaciones precedentes.

La impresión que tengo, junto con René, es que en la actualidad se corre el riesgo de que el autor de El camino de ida quede recluido en el ámbito más formal de la literatura. Se corre el riesgo de que se vuelva un autor de escritores. Yo asumo la esperanza activa, con este humilde aporte, de que esta paradoja sea sólo un momentáneo vaivén. No quiero que sus palabras se vuelvan proféticas y que en casa de herrero, cuchillo de palo:

Muchas veces he pensado en los dichos populares. Por ejemplo: “En casa de herrero, cuchillo de palo”, y se me ocurrió que de pronto podrían ser restos de relatos que alguna vez habrían sucedido, que alguien había ido a la casa de un herrero a comer y le habían dado un cuchillo que no cortaba, o un cuchillo de madera, y entonces habría dicho “En casa de herrero, cuchillo de palo”.

El dicho “vale más un pájaro en mano que cien volando” también podría ser el resultado de un evento real: alguien que fue a cazar, viene con una sola pieza y le dicen “pero cómo”. “Y bueno –dice–, más vale uno que cien volando”. Uno podría entender que ciertos restos de la cultura popular que nos llegan bajo la forma de dichos y de refranes, quizá también son ruinas de viejos relatos que se han ido perdiendo, de los cuales estos dichos serían como la conclusión.

Una especie de moraleja, que termina funcionando autónoma, pero en verdad uno podría imaginar que sería bueno hacer un libro contando las historias que están implícitas en todos los dichos que circulan. Cada uno de estos dichos tendría su escritor propio. Por ejemplo «Más vale pájaro en mano que cien volando» podría ser un relato de Haroldo Conti, a quien le gustaban los relatos de caza.

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