Sobre el film Mi noche con Maud
por Manuel Ventureira
Filmar una película en blanco y negro, sin música, sin paisajes idílicos, y en la cual los personajes no hagan otra cosa que discutir durante dos horas sobre matemáticas, cristianismo y las ideas filosóficas de Blaise Pascal, era una apuesta arriesgada. Pero en el año 1969 el cineasta francés Éric Rohmer (1920-2010) decidió probar sus chances y, para sorpresa de todos, hizo saltar la banca con Mi noche con Maud, convirtiendo lo que hipotéticamente hubiera parecido un bodrio soporífero en una de las obras maestras de la Nouvelle Vague.
El film integra el ciclo de los Seis Cuentos Morales, que agrupa lo más destacado de la producción filmográfica de Rohmer en los años sesenta, y, conteste con el eje filosófico que vertebra a toda esa progenie, esta cuarta serie de los Cuentos coloca al protagonista (Jean-Louis, representado por el homónimo Trintignant) ante un dilema moral. Los personajes, los escenarios y los argumentos varían, pero en el fondo cada uno de los Cuentos se reduce a un mismo esquema: hay una mujer “A” que a priori encaja a la perfección con el código moral del protagonista; luego, éste conoce a una mujer “B”, que despierta su deseo y lo hace entrar en crisis, colocándolo en la necesidad de elegir, no sólo entre una y otra, sino en lo que cada una representa: todo un estilo de vida. Y como el pathos de los héroes rohmerianos de los Cuentos es, precisamente, no saber qué hacer, la capacidad de resolución de su propio dilema moral es la fuente de su heroísmo.
Desde la apertura del film se sugiere lo que luego será un elemento clave en la historia: el azar. Jean-Louis, ingeniero de profesión, es un católico practicante que se encuentra fortuitamente con Françoise (Marie-Christine Barrault), una joven bella y rubia, en la concurrida misa dominical de Clermont-Ferrand. En reiteradas oportunidades, siempre de casualidad, Jean-Louis volverá a toparse con ella. Todo, o casi todo en Mi noche con Maud, sucede por azar: el hallazgo de una edición de los Pensamientos de Pascal en una librería; el encuentro entre Jean-Louis y Vidal (Antoine Vitez), viejos amigos que no se ven desde hace más de una década, en una boîte a la que ninguno de los dos jamás había entrado hasta esa noche; la invitación de Vidal a Jean-Louis para ir a lo de Maud, luego de la misa de Noche Buena; una peligrosa nevada que impide a Jean-Louis regresar a su casa en la madrugada; el encuentro entre Maud, Jean-Louis y Françoise, en la playa.
El azar cumple una función ordenadora de la realidad: presenta los hechos, como un croupier que reparte los naipes a los jugadores. Pero tanto en la mesa de juego como en la vida, se sabe que los individuos tienen un margen –a veces ínfimo, pero existente– para tomar una decisión. Ese margen es la medida de su libertad y, por ende, de su responsabilidad. El problema está en cómo saber cuál es la elección “correcta” ante dos jugadas. Una respuesta tentativa la encontramos en la ya célebre escena del bar, en la que Vidal –profesor de filosofía y teórico marxista– trae a colación el “argumento de la apuesta” de Pascal, que explica a partir de un paralelismo. Si el pensador francés se pregunta “¿Dios existe?”, Vidal se interroga: “¿La historia tiene un sentido?”. Ninguno conoce con certeza la respuesta “correcta”. Entre la hipótesis afirmativa (“A”) y la negativa (“B”), las probabilidades de que la primera sea cierta son, tanto para el cristianismo como para el marxismo, muy bajas. Sin embargo, lo importante –enseña Vidal– no es atender a la probabilidad, sino a la ganancia esperada bajo cada hipótesis. Cuando la ganancia es infinita para la hipótesis “A”, y la pérdida insignificante en caso de verificarse “B”, hay que apostar siempre por “A”. Porque si Dios existe, quien creyó en ello tendrá la salvación eterna; y si la historia tiene un sentido, la acción política de quien obró guiado por dicha premisa habrá estado justificada.
Ahora bien, ¿qué significa, desde el punto de vista de la narrativa cinematográfica, esta escena que acabamos de describir? En otras palabras, ¿qué aporta a la trama? En términos de acción, evidentemente, nada, en tanto se trata de una conversación que no producirá ningún cambio en la vida de los personajes. No obstante, como en Rohmer nada sobra –ni una sola línea de diálogo–, podemos entender este paréntesis narrativo como una glosa, es decir, una nota al pie de página, insertada especialmente por el director como un modo de contribuir a la interpretación del desarrollo posterior de la historia. En efecto, Jean-Louis parte de una conducta moral determinada: cree en Dios y en la moral cristiana, y está decidido a contraer matrimonio con una mujer que no conoce pero que (supone) comparte el mismo código que él (“Desde ese momento me convencí de que Françoise sería mi esposa”, dice su voz en off en los primeros minutos del film). Desde el punto de vista pascaliano, hace una apuesta hacia el futuro, ignorando primero si su amor será correspondido y, segundo, si esa es la mujer que le permitirá realizar su destino en la fe católica. Y luego aparece Maud (Françoise Fabian), una morocha madura y seductora que amenaza con agrietar la solidez moral del protagonista. Aparentemente, un personaje con un sistema de creencias antagónico al de Jean-Louis: él es católico y ella no; ella piensa en el matrimonio como una “condición muy baja”, mientras que para él representa la forma más elevada de la vida cristiana; ella ha sido infiel y ha tolerado infidelidades por el amor y la admiración que ha tenido hacia su marido; él, como buen católico que es, condena el adulterio.
Sin perjuicio de las numerosas incompatibilidades –o, quizás, a causa de ellas– crece entre ambos una indisimulable atracción. Cuando el protagonista es puesto a decidir entre su deseo (la pasión, en términos pascalianos) y el deber autoimpuesto (la razón), vacila, se resquebraja internamente. Los hechos se precipitan hasta el punto en que él ya no puede no elegir, y entonces, cuando pensamos que va a ocurrir todo lo que esperábamos, no pasa nada. Los devotos del cine de Rohmer ya estamos entrenados en la práctica de la frustración. Casi que nos gusta.
Sigue la historia y el azar vuelve a ordenar los acontecimientos, posibilitando el encuentro definitivo entre Jean-Louis y Françoise. La misma circunstancia climática (una intensa nevada) que había obligado a Jean-Louis a pasar la noche en el departamento de Maud lo llevará ahora a la casa de Françoise, donde los contrastes entre la rubia y la morocha son evidentes: casi como un acto de caridad cristiana, la invitación de Françoise no posee ninguna intención ulterior, mientras que Maud hace de la nevada una excusa para lograr que Jean-Louis pase la noche con ella. Françoise dispone de un cuarto separado para hospedar a Jean-Louis, e incluso se incomoda cuando él entra a la habitación de ella en busca de unos fósforos, en tanto que Maud lo invita a dormir en su propia cama.
Como sabemos, Jean-Louis termina eligiendo a la candorosa Françoise en lugar de la mundana Maud, reafirmando así su código moral y convirtiéndose en el héroe de su epopeya personal. Los años pasan y Jean-Louis y Françoise, de paseo por la playa con su hijo, se cruzan –por azar, desde luego– con Maud. Entonces descubrimos, junto con Jean-Louis, que Françoise era la amante del ex marido de Maud. Este nuevo orden de cosas produce una inversión en el juicio que nuestro héroe, y nosotros mismos como espectadores, nos habíamos formado de cada mujer. La rubia católica y mojigata se revela rasgada por sus contradicciones morales y la morocha librepensadora, mundana y pecaminosa, aparece como la más recta, aquella que ha permanecido fiel a sus convicciones hasta el final. Es el giro rohmeriano por excelencia. Pero la originalidad del autor no subyace en poner de relieve la duda acerca de si el protagonista ha tomado la decisión correcta (podríamos decir: si ha obtenido la ganancia que esperaba, desde el punto de vista pascaliano) sino el hecho de que, aún luego de descubrir que hasta entonces ha amado una imagen de mujer, éste sigue apostando a la ganancia infinita. Por eso, Jean-Louis se dice y se convence de que los asuntos del pasado carecen de importancia; sabe que ahora son una familia y tiene un hijo bajo su responsabilidad. Un héroe, para Rohmer, no es quien elige el mejor camino, sino quien recorre el camino elegido hasta el final, asumiendo el precio de su decisión. Como el mismo Rohmer –con relación al cine–, que siempre, aunque tenga todas las de perder, apuesta a pleno.
Título original: Ma nuit chez Maud Año: 1969 Duración: 105 min. País: Francia Dirección: Éric Rohmer Guión: Éric Rohmer Fotografía: Néstor Almendros / Reparto: Jean-Louis Trintignant, Françoise Fabian, Marie-Christine Barrault, Antoine Vitez, Leonid Kogan. / Productora: Les Films du Losange. Premios: 1969: Nominada al Oscar: Mejor película de habla no inglesa. 1970: Nominada al Oscar: Mejor guión. 1969: Festival de Cannes: Nominada a la Palma de Oro (mejor película). 1970: Círculo de Críticos de Nueva York: Mejor guión. 2 nominaciones.