Paradoja del teatro dependiente

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Hombre enterrado / Foto: Facebook Paraguay Teatro

La obra Hombre enterrado y su devenir histórico en el Centro Cultural Parque de España de Rosario

Por Andrés Maguna

En el comienzo no primó la prudencia, sino la impudicia y la impunidad del poder. La cultura germinada en esa fragua fue creciendo con cierto paralelismo en todas sus expresiones al correr de las centurias. El teatro, por ejemplo, fue acomodándose para subsistir entre dos modelos: el independiente (que se banca a sí mismo) y el dependiente (con recursos otorgados por los Estados en sociedad con las empresas de propiedad privada).

Isabel I de Castilla, con 17 años, y Fernando II de Aragón, con 18, que eran primos segundos, se casaron en 1469 gracias a una bula papal (una dispensa, un permiso) falsificada, porque el Papa León II se negaba terminantemente a esa unión. Así, por medio de una artimaña, nacieron los Reyes Católicos, los que dieron forma al moderno Estado de España y crearon la primera policía estatal del mundo, la Santa Hermandad, con el fin de aumentar la recaudación y obtener fondos que permitieran la expansión territorial y la concentración de riquezas. Y les fue bien: en enero de 1492 cayó el último bastión moro en la península (Granada), comenzaron a imponer la unidad en torno a la fe católica (con el fuerte apoyo del Vaticano y la Inquisición) junto con un sistema de intolerancia religiosa (su máxima expresión fue la expulsión de los judíos ese mismo año), y bancaron un viaje de tres carabelas a un aventurero Genovés, Cristóbal Colón, quien el 12 octubre de ese mismo 1492 “descubrió” el Nuevo Continente (nuevo para los europeos, para nosotros ya era bien ancestral) y dio comienzo a los oscuros siglos de saqueo, devastación y muerte que dieron en llamar “conquista”. O sea: para nosotros (los descendientes de los moros, los judíos y los americanos originarios) 1492 fue un año nefasto.

Casi 500 años después, durante 1978, mientras la dictadura genocida de Argentina se entronizaba en el poder organizando un vergonzoso Mundial de Fútbol, la comunidad española de Rosario, la ciudad más poblada de la provincia de Santa Fe (donde se concretó, con el fuerte Sancti Spiritu, el primer asentamiento europeo en la cuenca del Río de la Plata, en 1527), se decidió por hacer algo para juntar dinero con el cual financiar emprendimientos celebratorios del Quinto Centenario del Descubrimiento, a cumplirse en 1992. Entonces armaron una cena show en la Sociedad Rural con una atracción principal: recital de Julio Iglesias acompañado por Las Trillizas de Oro.

Julio y Las trillizas de oro en Rosario

El evento fue un éxito y los rosarinos-españoles, o españoles-rosarinos, juntaron un fangote. Con ese capital, con el impulso de ese monto, comenzó un proceso que habría de culminar, 13 años después, en la realización del monumental Centro Cultural Parque de España (CCPE) de Rosario, el más grande e importante, por su envergadura y proyección, de los espacios físicos de extensión cultural en Argentina, al menos hasta la fundación del Centro Cultural Kirchner en 2015.

Resulta cierto que hace más de treinta años, desde 1991, los rosarinos gozamos de las innegables bondades del CCPE, una hermosa obra arquitectónica inescindible de la ciudad, insertada plenamente en la construcción de su cultura contemporánea, que fue pagada por España merced a la “bondad” y el entusiasmo del rey Juan Carlos I; y que sigue siendo bancado, para su funcionamiento (excepto los sueldos de sus funcionarios, a cargo de la Municipalidad de Rosario), por el Estado español.

El CCPE

Parte de ese dinero de España se destinó, y se destina, a la producción de obras y montajes, como una que pudo verse en cinco funciones durante la primera quincena de agosto, lanzada con fasto discursivo y pompa mediática, y mucha inversión en vestuario, escenografía, luces, sonido, proyecciones y pirotecnias escénicas, con el resultado de un espectáculo de alma magra y estéril.

De ello nos ocuparemos en esta nota luego de tan larga introducción, que juzgamos necesaria para situar al lector en el contexto que nos puede universalizar.

Hablamos de la  obra Hombre enterrado, coproducida por los culturales centros españoles de Rosario y Asunción, que se presentó los días jueves 23 (estreno), viernes 24 y el sábado 25 de junio en el Auditorio Manuel de Falla del Centro Cultural de España Juan de Salazar, en Asunción del Paraguay, en funciones gratuitas, y en otras cinco, a 800 pesos argentinos la entrada, durante la primera quincena de agosto en el Centro Cultural Parque de España, de Rosario, en su escenario mayor, la Sala Príncipe de Asturias, siendo la quinta y última el domingo 14, que es precisamente de la que trata esta nota.

A continuación citamos partes del texto anunciando la obra del diario paraguayo La Nación, bajo el título “Hombre Enterrado: una obra que propone diversos lenguajes artísticos”, en su edición del 22 de junio. Palabras más, palabras menos, es lo que repitieron todos los medios rosarinos antes y durante las funciones en el CCPE:

“La puesta teatral presenta un universo imaginario y mítico a través de varios lenguajes artísticos: danza, música, artes plásticas y audiovisuales, que fecundan una poética singular cuya materia es la historia de los hombres. (…) Esta puesta tiene como escenario los tiempos coloniales y trata sobre un europeo llamado Carlos que ha robado y huye, se hunde poco a poco en el barro del monte sudamericano. Atrapado, experimenta la desmesura de la selva que lo devora.

Es así como sumido en recuerdos y delirios, desfilan ante él las imágenes y los fantasmas de su vida, rodeado de la presencia viva y amenazante de la naturaleza que todo lo atestigua. En cada momento, la obra presenta un universo imaginario y mítico a través de diversos lenguajes artísticos: danza, música, teatro, artes plásticas y audiovisuales.Todos estos componentes fecundan una poética singular cuya materia es la historia de los hombres y las diversas lecturas en el tiempo.

El arte visual de la obra está desarrollado por el artista francés residente en Argentina Ange Potier, quien manifiesta y plasma un imaginario fantástico construido colectivamente a partir del cuento Hombre Enterrado y del despliegue de los artistas escénicos a lo largo del proceso de creación, nutrido también por signos y símbolos que flotan sobre las culturas mestizas latinoamericanas”.

Sí, el universo que se presenta es imaginario, pero: ¿qué otra cosa podría ser? Y lo de mítico es verso, a no ser que consideremos un mito el que los europeos hayan venido a conquistar América para saquearla con intereses egoístas. Los citados “lenguajes artísticos” (danza, música, teatro, artes plásticas y audiovisuales), tan comunes en el arte de la representación actual, en esta ocasión, aseguran los realizadores, “fecundan una poética singular cuya materia es la historia de los hombres”. Sobre los fecundadores de poéticas singulares hechas de la historia de los hombres no sé qué decir, me queda grande el tema, y no pude entender, viendo la obra, cómo se aplica en este caso.

Luego el argumento, aquello sobre lo que trata, situado en tiempos coloniales en una selva sudamericana, pone en el centro a Carlos, un español que traiciona, mata, roba, huye y cae en una ciénaga en la que sólo puede hundirse, y experimentar “la desmesura de la selva que lo rodea”.

Cosa fea experimentar la desmesura, sea la que fuere, y encima sumirse en recuerdos y delirios que en un “desfile” de imágenes y fantasmas de tu vida (“rodeado de la presencia viva y amenazante de la naturaleza que todo lo atestigua”) te tortura en hora tan aciaga.

El principal fantasma que acosa al bueno de Carlitos (en la piel de Federico Tomé) es precisamente el del mestizo seducido, traicionado, robado y asesinado, interpretado por Marcelo Díaz, mucho más conocido por su apodo, Tatú, recordado, entre otras cosas, por su interpretación de Puck en la versión de Sueño de una noche de verano que Héctor Ansaldi montó, hace 25 años, en una de las islas del laguito del Parque de la Independencia. Curiosamente, ese Puck tiene muchas similitudes expresivas con el personaje del vengativo y feroz fantasma del mestizo selvático de los tiempos coloniales que fue seducido, traicionado, robado y asesinado por un español.

Foto: Facebook Paraguay Teatro

A nadie mete miedo ese Tatú disfrazado (nada de caracterización) con peluca de largos cabellos lacios, barba tupida y prominente panza velluda que aparece con semblante adusto, al comienzo de la obra, desde una ventanita en lo que sería una casita en lo alto de un árbol, del que desciende para atosigar al atrapado Carlos en un portuñol trucho que marca el único diálogo inteligible de toda la obra.

Luego, tras la aparición del fantasmita amigable (que se queda deambulando en escena, gesticulando, meciéndose sus largos cabellos como un coqueto teenager o yendo en ciertos momento a sentarse ante su ventanita en el árbol y mostrarse cual prima donna), salen a escena otros, el de una mujer yaguareté (Yanina Silva), como mito corporizado, y el de la madre de Carlos (Cecilia Mastria), cuando era joven, con vestido de la época pero con la tetas al aire, para que no queden dudas de que es quien le dio de mamar al hombre enterrado cuando era bebé, en un intento por poner de manifiesto que ese deleznable sujeto también fue un inocente niño de pecho.

El único personaje que no es un fantasma (aparte del español, claro) es un indígena de la zona (Mauro Lemaire), que se aparece con el culo al aire y hablando una lengua incomprensible, quien lejos de ayudar a Carlos lo flagela, le roba la espada y se marcha.

Para ayudar en la comprensión del relato, el friso al fondo del escenario, planteado como un claro del profuso paisaje selvático, sirve para proyectar en él el cambiante cielo del día que tarda Carlos en hundirse totalmente, u otras imágenes, como la simulación de los insectos que atacan las piernas hundidas en el barro, o secuencias de dibujos animados contando algo del pasado (responsabilidad de Ange Potier, a cargo del arte de la puesta).

Foto: Facebook Paraguay Teatro

Hacia el final, cuando la silenciosa cabeza de Carlos apenas sobresale, aparecen cuatro espíritus con un vestuario fantástico e inician un misterioso ritual entonando una cancioncilla que resulta el momento más bello y logrado de la obra, aunque quede un poco fuera de contexto y se note que está para poner un cierre a la anunciada tragedia, a la vez que permite la introducción en escena de las mentadas esculturas cerámicas de la ecuatoriana Ediltrudis Noguera, que no llegan a apreciarse en la distancia y con escasa iluminación.

Hombre enterrado, con dirección de Paula Manaker, se gestó de manera colectiva cuando Carlos Masinger le propuso a su amiga Manaker trabajar en una puesta en escena sobre un cuento suyo del mismo nombre. A ellos se sumaron Potier, Díaz y demás.

En una entrevista concedida al diario digital Rosario3 el 5 de agosto, poco antes del estreno rosarino, preguntado sobre cómo surgió la obra, Masinger respondió: “Me interesaba trabajar la hospitalidad entendida como la acción de negar el auxilio o la ayuda a otra persona, o cerrarle la puerta a quien la necesita” (las negritas son del original).

Primero pensamos que se trataba de un error conceptual, porque la hospitalidad de ninguna manera puede ser entendida como una acción negativa en sentido alguno; o que tal vez quiso decir desamparo, o desamor; o que quizás estuviera confundido sobre el verdadero significado de la palabra “hospitalidad”. Pero luego, leyendo una nota de otro diario (Rosario/12 del 6 de agosto), llegamos a la conclusión de que se había tratado de un lapsus o un error de la periodista de Rosario3 que firma la nota, porque preguntado sobre “el abordaje temático” de la obra responde Masinger a Rosario/12: “No abordamos la problemática de la ecología ni de los pueblos originarios en sí, sino la posibilidad de poder situar una relación que es, diría, una especie de clásico de nuestro continente respecto de Europa. Tiene que ver más con las relaciones entre personas, y hay dos cosas que se repiten: una es el hombre abandonado, el que no recibe ayuda sino hostilidad, al que se le niega la hospitalidad. Hay algo ahí que puede reverberar en las distintas relaciones humanas”.

El caso es que tanto el lapsus o el error de Rosario3 como lo que se expresa en el Rosario/12 sobre la génesis del proyecto terminó haciéndonos pensar en la deformación discursiva del verdadero sentido del drama (porque se trata de un tipo, el colono español, que recibe hostilidad en respuesta a su ejercicio de la violencia), la dilución del conflicto basal (porque no se le niega la hospitalidad: abusa de ella para traicionar y asesinar, y está en aprietos porque no miró dónde pisaba) y la supremacía de la estética de lo aparente, lo que “puede reverberar”, con afán multiplicador de estímulos.

En fin, que nos parecieron exagerados los sostenidos aplausos de los 240 asistentes a la función de cierre de ciclo para otra muestra del teatro dependiente, aquel que busca apriorizar y condicionar a los espectadores respecto de qué es lo que deben entender, aquello que es obligatorio consensuar porque fue hecho atendiendo especialmente a eso que llaman “calidad” en desmedro de la cualidad. Y aquí también juegan un triste papel los medios de difusión, que se replican entre sí, haciéndose eco de los comunicados de prensa por desidia e inercia, o no cuestionando las afirmaciones que profieren los interesados en promocionar lo suyo.

Pasados 530 años del inicio de la conquista y posterior colonización de América, resulta paradójico que el gobierno de España ponga la plata para un montaje argentino que manipula al público para que crea estar viendo una genialidad conceptual con “despliegue de los artistas escénicos a lo largo del proceso de creación, nutrido también por signos y símbolos que flotan sobre las culturas mestizas latinoamericanas”. Y pensando en signos y símbolos que flotan, como flotaba la Luna llena de ese domingo sobre río Paraná y su delta prendido fuego, tratamos de visualizar cómo podría haber sido lo que no fue y cómo es lo que no pudo ser.

La paradoja, aclaremos, tiene que ver con el hecho de que son los conquistados y colonizados los que les venden a los conquistadores espejitos y chucherías diciéndoles que son joyas preciosas que harán brillar una corona que ni pincha ni corta en su propio país, y mucho menos en los nuestros latinoamericanos. Lo demás, aunque necesario para consolidar la venta, sólo son perentorias exclamaciones de la claque acrítica y humo que se disipará en el viento.  

Ficha técnica:

Dirección y producción general: Paula Manaker. En escena: Federico Alejandro Tomé, Marcelo Díaz, Yanina Silva, María Cecilia Mastria y Mauro Lemaire. Arte, animación y escenografía: Ange Potier. Cerámica: Ediltrudis Noguera. Construcción escenográfica: Carlos Masinger. Vestuario y FX: Ramiro Sorrequieta. Diseño lumínico: Diego López. Autor y música original: Carlos Masinger. Coproducción del Centro Cultural Parque de España (Rosario, Argentina) y el Centro Cultural de España Juan de Salazar (Asunción, Paraguay)

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