Las alfombras rojas europeas fueron las primeras en lucir a nuestros impecables artistas “oficiales”.
Por Andrés Maguna
Hoy me desperté más morocho que nunca. Feliz de mi morenidad, orgulloso del color trigueño de mi piel, de mis ojos marrones, agradecido de esa prevalencia de la genética criolla rioplatense tan mestizada, acrisolada, que no deja duda de los orígenes de mis ancestros inmediatos (tres o cuatro generaciones, no más): argentinos de puras cepas cruzadas, mestizadas, hibridadas.
Trataré de explicar por qué me desperté así: anoche vi de un tirón los 180 minutos de Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre de la que tanto se habla y se hablará. Película que tiene solo un gran mérito: obliga a tomar partido. Y la mía, mi posición, lo que tengo para decir luego de una noche de consulta con mi analista la almohada, se refiere inequívocamente a la conciencia de clase, a lo que soy en tanto somos, a la responsabilidad social de pensar en quiénes somos, cómo somos y por qué somos así. Asumiendo que somos los sujetos de la historia nacional, sin dejarnos someter por la negación y buscando la liberación del autoconocimiento.
De base, el chapucero filme, basado “libremente” en el Juicio a las Juntas Militares y vestido de thriller judicial, adobado con “finas hierbas” de la industria cinematográfica que aspira a su venta en todos los mercados, falsea la historia, tergiversa los hechos, ningunea la lucha por los derechos humanos y, esto es lo peor, niega la existencia de los sujetos de la historia, los morochos desclasados, los “negros”, los descamisados de Evita, los villeros del Padre Mujica, los millones y millones de marginados por su origen, su condición económica (ser los que “necesitan” ayuda), su falta de cultura y educación, su aciaga situación de vida o la mala fortuna de su destino (por ejemplo ser un infante de marina correntino enviado al sacrificio en Malvinas).
También, y el dato no es menor, pinta la aldea que pintará el mundo con el color de una Buenos Aires impoluta y casta, apenas manchada por la proliferación de “fachos” (los malos de la historia), que pueden rendirse, y “redimirse”, ante la evidencia de que el Mal existe, como en el caso del fiscal Strassera (que fue fiscal de la dictadura genocida) y la madre de Moreno Ocampo, que “iba a misa los domingos con Videla”.
Los únicos morochos que aparecen en la película son tres “servicios” que acosan a los fiscales (apenas una línea de diálogo, breve, desde la oscuridad del interior de un Chevy) y cuatro obreros que logra entrevistar una de “los chicos de Strassera” (asistentes de la fiscalía que ayudaron en la recopilación de testimonios y pruebas), pero se los ve de lejos, durante dos segundos, y no se los escucha.
Actores que hacen de “los chicos de Strassera” secundan a los ficticios héroes: el fiscal y su adjunto.
El pistolas de Ricardo Darín no me representa, y ni siquiera se preocupa por caracterizar a Julio César Strassera, por más “buen actor” que se mente. Ahora resulta que Strassera se parece a Darín y no al revés. Pero en colores HD, eso sí, para revertir el gris intrínseco del cuestionable fiscal ahora convertido en indiscutido héroe.
Sí, hay otros morochos, como el custodio Ormiga, cuyo nombre es objeto de burla, y un par de policías uniformados, pero están pintados, no tienen entidad, y en todo caso resaltan la llamativa ausencia de la gran masa que da cuerpo a la sociedad argentina de antes y de hoy.
Pero no me quiero alejar, en este análisis de una película, en consideraciones cinematográficas (su apariencia es atractiva, o no repulsiva, sea ello un mérito o no) ni en cuestiones ideológicas finas (lo que falsea, oculta, ningunea, tergiversa o subvierte), pues de ello ya se ocuparon y se ocuparán muchos otros mejor informados y más avispados que quien esto escribe.
Lo espantoso (y de gran belleza “liberadora” una vez descubierta su intención) de Argentina, 1985 reside en el postulado reivindicador del argentino blanco minoritario como salvador del argentino morocho mayoritario, tratando de imponer una versión oficial que no acepta revisiones, como no acepta cuestionamientos la “frase que pertenece a todo el pueblo argentino”: Nunca más, siendo que inmediatamente, hasta nuestros días, no todos se ocuparon de mantenerla vigente ni de incluirla en la gestión de la realidad, pues hace 37 años que seguimos contando muertos, desaparecidos y presos políticos (y sí: también es cierto que “todo preso es político”).
Argentina, 1985 muestra que los argentinos fuimos y somos porteños morochofóbicos amnésicos y dice que eso está bien, que son parte de nuestras lindas y pintorescas contradicciones de noble país que se atrevió a juzgar a sus genocidas. Muchas gracias a sus realizadores por su burda arbitrariedad (aunque en esa foto no me vea), que me hizo dar cuenta de qué lado estoy, por reafirmarme en mi morochidad y por azuzar mi capacidad de criticar y rechazar la caca que me quieren dar de comer diciéndome que es un rico manjar digno de ser recordado.
Seré morocho y del interior, pero hace tiempo sé que la Justicia articulada desde la Capital es el poder del Estado que sostiene y consolida en mayor medida la discriminación entre ricos y pobres, o entre poderosos y oprimidos, afortunados y desafortunados, obedientes y desobedientes, en línea con la función de la Justicia a nivel global desde su creación en tiempos remotos: disciplinar, impedir el desarrollo de las disidencias y regular castigos y puniciones, la ley del garrote, para que nadie cuestione la parcialidad de la balanza.
No fue el pecado original lo que nos apartó del camino de la bienaventuranza. Fueron los que se apartaron del camino quienes nos dijeron que íbamos por la mala senda, que será tan pequeña como nuestro libre albedrío, pero es nuestra. Y esa Argentina de 1985 que nos quieren vender no es la que vivimos nosotros, los mestizos sujetos de la historia. Los que padecimos, y padecemos, la violencia institucional que promueve y ampara la Justicia.
Los aplausos que persiguen a los realizadores de Argentina, 1985 no logran ni lograrán tapar el clamor del silencio plural de quienes no convalidamos ni perdonamos los atropellos de los supremacistas raciales.
Los desheredados, los desposeídos, los que elegimos ser dueños de nuestras decisiones gozamos de la poesía espontánea de las risas y el compartir desinteresado, y también de las lágrimas y las angustias de la soledad existencial (aunque este es un placer más relacionado con la aceptación y el reconocimiento de lo que no puede ser de otra forma), y no soñamos ganar un Oscar porque nuestros anhelos están hechos a la medida de otras complicidades, otros acuerdos, con quienes son nuestros pares, aquellos que te miran y miramos pidiendo ayuda cuando la manada marcha al precipicio alentándose con estruendo.
Ahora alza sus voces, los brazos extendidos al cielo, un coro aclamador de la argentinidad caricaturizada en una película (si hasta los actores que hacen de los nueve genocidas juzgados parecen sacados de un elenco secundario de Hupumorpo), y hay quienes piden, exigen o recomiendan que los pibes argentinos, la infancia niña que (dicen) no tiene idea de qué fue lo que pasó entre 1976 y 1983 en el país, vean Argentina, 1985 con fines pedagógicos. Bien, que las nuevas generaciones la vean, pero que les aclaren que se trata de la versión del hombre blanco porteño que no supo, no pudo o no quiso reconocerse en sus hermanos más desfavorecidos o menos interesados en la acumulación de bienes materiales y poder.
Podrán contarla como quieran, y lo hacen, pero al negarse a ampliar el espectro de la verdad evidente (que la sangre negra corre por las venas de todos) se niegan a sí mismos la posibilidad de participar de la auténtica comunión de las almas, la que nos vuelve iguales y parte del todo.
No hubo ni hay dos demonios, ni santos, aunque esta ficción audiovisual los haya necesitado para crear un producto de consumo intelectual ambiguo, lavado y de doble moral. Lo que sí hubo fueron víctimas y victimarios, asesinos y asesinados, torturadores y torturados, y los que sobrevivieron.
Saberme negro de alma y reconocerme educado por el sistema blanco de alma me obliga a denunciar que nos quieren vender gato por liebre, o una opereta for export por lección de civismo universal.