Conócete a ti mismo

Ruinas del Templo de Apolo, en Delfos

Marx, Nietzsche y Freud en una antigua sentencia griega

Por Julio Cano

La frase que da título a este artículo, bien conocida, se encontraba esculpida en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos, región de culto y peregrinaje para los griegos ya que allí se concentraban importantes templos, dedicados a los principales dioses, y allí residían, asimismo, los formuladores de oráculos y vaticinios, asunto que importaba mucho en las decisiones personales o colectivas de los helenos.  Como a esa frase se la visualizaba notoriamente, es de resaltar el interés que se le atribuía (y que se le atribuye). ¿A qué se debe su importancia? Esa es la pregunta que debemos formularnos. Empero, existen otras preguntas relacionadas que poseen igual relevancia, especialmente la siguiente: ¿Qué importancia puede revestir hoy esa frase, en este mundo escéptico y volcado a la información y el espectáculo? (Porque se hace evidente su carácter reflexivo, más aun, introspectivo). ¿No es un asunto que ha perdido vigencia?

Platón la analizó en varias oportunidades y su posterior incorporación al pensamiento cristiano la amplificó a un extremo que pocas otras sentencias han alcanzado, al punto que ya forma parte del bagaje de Occidente. Vayamos a lo que podemos analizar desde nuestra perspectiva actual.

Hay que notar que hace referencia explícita al conocimiento, al fenómeno del conocer. No dice “conócete a ti mismo en tu totalidad, en lo que refiere a tu psiquis, a tu conciencia y también a lo que tiene que ver con tu cuerpo. E incluso a tu lenguaje, en lo que hace a tu lenguaje interior y a lo que corresponde a  la relación lingüística con los demás”. No, refiere a procesos internos de conocimiento, solamente. Se ubica enteramente en lo cognoscitivo.

Pero el sujeto que conoce no es un punto de partida. Como sabemos hoy, es un conjunto de elementos derivados de la biología por una parte y de la sociedad por otra. Es un resultado y, por si fuera poco, un resultado complejo. De manera que tanto el sujeto (o si prefieren la subjetividad), como su conocimiento, aparecen después de la progresiva constitución del universo de fenómenos sociales que lo anteceden. Cuando Descartes, en el siglo XVII, formuló la sentencia “pienso luego existo”, no sabía la posterior complejidad que lo iría envolviendo en los procesos epistemológicos. Hoy resulta imposible partir de un conocedor situado en un punto cero de lo cognoscitivo.

Por si esto no bastara, el conocer está íntimamente relacionado con los procesos inconscientes colectivos, especialmente con el deseo como fuerza motivadora y con ese hipercomplejo fenómeno que es el mundo emocional.

Para situar todo esto en un marco histórico, digamos que se dieron en la época contemporánea tres procesos de pensamiento que enmarcaron tanto al sujeto como al conocimiento: el marxismo, el psicoanálisis y la filosofía de Nietzsche. Los tres pusieron bajo sospecha la (aparente) pureza del conocer del sujeto. El marxismo formuló precisos análisis de la presencia de lo político económico y de la pertenencia a una clase social en el sujeto, Freud descubrió los procesos inconscientes actuando en la psiquis individual, y Nietzsche reformuló críticamente todo lo que se venía diciendo del ser humano en más de veinte siglos de filosofía occidental.

De modo que esa sentencia lo menos que tiene es de inocencia y de claridad y evidencia en un sentido cartesiano. Llegando al extremo, no tiene sentido preguntarse eso.

 Lo que tenemos que preguntarnos es una interrogante que surgió de los planteos de Kant a finales del siglo XVIII y que ya estudiamos tiempo atrás: ¿Quiénes somos, hoy? ¿Cómo es nuestro presente? Es esto lo que ocupa el lugar de esa sentencia griega.

Esta formulación habla de nosotros y no de un yo aislado. Asimismo, refiere a nuestro presente como sociedad, vale decir, remite a un tiempo histórico, especificado.

El concepto de in-dividuo, algo aislado e indivisible, no afectado por la sociedad de la que emerge, es una ilusión. Somos todos resultados, aparecemos después de constituida una determinada sociedad, con un determinado lenguaje y una muy específica cultura.

Vamos a copiar algunos pasajes de reflexiones anteriores, vale la pena hacerlo:

Quien se pregunta por sí mismo cuando filosofa en la modalidad en que nos posicionamos (a saber, la ontología del presente) lo hace desde una concreta situación social que posee su específico dinamismo  (lo que hace referencia a lo que viene aconteciendo en su polis). Buscando, asimismo, caminos para hallar un decir veraz y tratando de lograr madurar una posición moral determinada, un ethos. Lo que hace que un discurso filosófico sea otra cosa que un discurso político, o un discurso científico o un discurso moral, es que se plantea las tres cuestiones simultáneamente sin que se reduzca a ninguna de ellas. Ahí radica el plus del filosofar.

El discurso filosófico (que casi siempre preferimos llamar el filosofar) es entonces complejo por sus interrelaciones que se van elaborando en una tensión nunca resuelta entre términos políticos, búsqueda de las verdades situadas y la conformación del ethos de ciudadano, para sí mismo o para los referentes a que alude. Es decir: es contextual.

El coraje de la verdad que lo anima (una veridicción filosófica) supone la radicalización de su discurso, un discurso en clave de prudencia a lo Aristóteles (un tema al que también nos dedicamos en su momento y sobre el cual volveremos más adelante); lo que significa que no se manifiesta por lo verdadero en abstracto, sino por lo adecuado al sujeto enunciador.

¿Cuál es entonces el plus que emerge de la acción filosófica as{i expresada? ¿Qué es lo novedoso que agrega cuando habla o escribe?

El fenómeno del discurso filosófico emergente es creativo, en un sentido estético.

*

Retomemos el punto de partida de este texto: ¿qué significa para nosotros “conócete a ti mismo”? Muchos, hoy, dirían que no significa nada, dados los elementos que conforman la subjetividad. Nosotros diremos que significa conocer y re-conocer los elementos que elaboran de continuo la subjetividad (lo que también llamamos el “yo”).

Lo que es seguro es que somos un proceso, un proceso muy complejo (hipercomplejo) y que para conocernos no basta con la introspección. Mejor dicho, la introspección es sinónimo de esas extrainspecciones a las que nos referimos arriba y que forman parte orgánica de ella.

Como tendremos ocasión de analizar en la próxima nota, ese “conócete a ti mismo” iba dirigido a cualquier ciudadano griego que se aproximara a los oráculos délficos. Pero sucede que lo que desde la época moderna conocemos como subjetividad no existía en la Grecia de entonces, los individuos formaban parte de una polis o eran extranjeros, pero tanto en un caso como en el otro, solo se les concebía merced al lenguaje que utilizaban y al ethos al que pertenecían (a su cultura). De manera que la referencia de esa sentencia no apuntaba a un mundo interior solo conocido y reconocido por quien interrogaba a los dioses, sino a su contexto. Por ejemplo: aconsejaba ser cuidadoso y prudente en los intercambios comerciales, a saber medir sus auténticas fuerzas en la batalla, a tener cautela en el trato y en el lenguaje político en las instancias en la plaza publica (el Ágora). Como se ve por los ejemplos, apuntaba a la cultura del sujeto, a su ethos. El ser humano individual no era concebible fuera de su ciudad-Estado (si se trataba de un heleno) o a su conglomerado tribal, si era un extranjero (los griegos eran extremadamente racistas).

La reflexión nos está llevando, sigilosamente, a considerar la otra sentencia, “El cuidado de sí” (melete seautón en griego) pero el estudio a su respecto lo dejaremos para la próxima nota. Por ahora, insistamos en el carácter fuertemente social y político que implicaba entre ellos referirse a lo individual. Con todos los inconvenientes y prejuicios que ello importa, por supuesto.

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