Por Andrés Maguna
Nunca, pero nunca, conviene cantar victoria antes de tiempo. Alentar sí, alentar es otra cosa. Salir a festejar como desquiciados en Carnaval tras el “pitazo final” del 3 a 0 contra Croacia en semis está bien.
Nacemos para morir, y lo mejor que podemos hacer con estas hermosas, alegres horas, es guardarlas en el alma como un momento irrepetible e inolvidable acontecido en nuestros días, nuestro presente, en vivo ante nuestros ojos y co-creado por nuestros corazones argentinos renacientes.
Hacer como aconseja Charles Mingus en “Better Git It In Your Soul” (Mejor guárdalo en tu alma, tema del disco Mingus Ah Um, de 1959) y dejar en la repisa de los trofeos del amor correspondido este tiempo liviano, de música ligera (“Nada nos libra. / Nada más queda.”). Disfrutar de la blandura del suelo, del aire perfumado de mediados diciembre, de los conciertos de bocinazos, vuvuzelas y cantos desafinados, de los celestes y blancos de los raros peinados nuevos, de las pinturas belicosas de los maquillajes indigenistas, los incontenibles aerosoles de espuma. Del clima gregario efervescente de esta tierra irredenta tan necesitada de felicidad como casi todas las tierras del orbe.
Pero que nadie se confunda, no se trata de abrazar con ciego optimismo la previsión, la presciencia (conocimiento de las cosas futuras) de triunfos y glorias eternas… O sí, que otro se confunda, de eso se trata, o debe tratarse: de seguir con obnubilada fe por la senda que marca la estrella mayor de la constelación del dragón, la misma que brilló con notable intensidad la tarde noche del martes trece sobre el Monumento Nacional a la Bandera tapizado de multitud, enmarcado por el reluciente río Paraná, el colosal retrato de Messi y la ciudad recoloreada, deslumbrante, despampanante.
Miramos hacia la final del domingo contra Francia con la enjundia que nos transmitieron los jugadores desde la cancha, desde ese Qatar dorado y tan lejano en el espacio. Porque nos dieron el ejemplo, nos demostraron que el corazón puede gobernar la cabeza sin necesidad de perderla, que la sangre fría y la sangre caliente se pueden potenciar sin ser tibieza sino ardor que impregna sentimientos colectivos, o ideas de colectividad fraterna. Humor social sinérgico.
Esos jugadores y ese cuerpo técnico que consolidaron un grupo férreamente unido, comprometido en una fidelidad interna basada en la onda y la empatía de las mesas redondas: el Mesías Messi, el Fideo Di María, el Cuti Romero, el Boxeador Otamendi, el Dibu Martínez y el Carnicero Martínez y el Toro Martínez, el Colito Mac Allister, el Huevo Acuña, Nahuelito Molina, la Araña Álvarez, el Loco Paredes, el Motorcito De Paul, Enzo Fe, la Joya Dybala, Angelito Correa, Bocho Tagliafico, entre tantos otros jugadores acompañados y sabiamente guiados, más que comandados, por el pujatense Leónidas Scaloni, el Payasito Aimar, Il Muro Samuel y el Ratón Ayala.
Ese mismo grupo de muchachos que se acostumbró a cantar la canción “Muchachos” (escrita por un hincha de Racing llamado Fernando Romero, sobre una popular composición de La Mosca) tras los triunfos mundialistas, abrazados y mirando a las tribunas donde se ubicaba la mayor parte de la hinchada argentina, a modo de himno.
La letra de ese tema habilita dudas y cuestionamientos, y resulta muy loco escucharlo a Messi cantando lo de “alentándolo a Lionel”, pero nadie se detiene en curiosidades como esa, ni en otras, y en las calles, los colectivos, las soledades personales, las mentes, se sigue coreando como un mantra. Y si es un grupo de niñas y niños el que lo canta a coro, los adultos que tenemos la fortuna de escucharlos nos descubrimos siendo testigos del más maravilloso e irrepetible espectáculo sentimental de todos los tiempos.
Recreémosla entonces con esas voces infantiles aunadas: “En Argentina nací, tierra de Diego y Lionel / de los pibes de Malvinas que jamás olvidaré. / No te lo puedo explicar, porque no vas a entender / las finales que perdimos cuántos años las lloré. / Pero eso se terminó, porque en el Maracaná / la final con los brazucas la volvió a ganar papá. / Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar / quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial. / Y al Diego, en el cielo lo podemos ver / con Don Diego y con La Tota / alentándolo a Lionel.”
Sí, muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, por qué negarlo. De alguna manera volvimos a enamorarnos, y ciegos a los defectos del objeto de nuestro amor abrazamos el anhelo sin pensar en la posible desilusión que las propias limitaciones pueden propinarnos. ¿Quién podrá quitarnos lo bailado, lo cantado, lo sentido?
Además, en esta obra concluida el martes trece de diciembre del 2022 que se titula “El camino a la final” ya quedaron para la posteridad su pinceladas magistrales, las que la distinguen y permiten su fácil recreación: la buena asimilación del duro golpe de Arabia Saudita, la prosecución de un estilo de juego basado en la entrega, el sacrificio, con “huevos” (muy citados y mentados en este Mundial), el imborrable arltiano “¿Qué mirá, bobo? Andá payá, bobo, andá payá”, el Topo Gigio riquelmiano, las caras de los hijos de Scaloni, del Dibu y de otros integrantes del plantel al acceder al terreno de juego tras los partidos; la sonrisa pintada con sinceridad en los rostros de los jugadores a la hora de enfrentarse a la prensa; la prensa contrera que habló de vulgaridad y mala educación (llegó a decir que no éramos “buenos ganadores”) tras el duelo con Países Bajos; y hogares adentro las infinitas cábalas y contracábalas instaladas y desinstaladas, confirmadas y desconfirmadas, promovidas y exageradas, sostenidas y promulgadas, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, que seamos libres que lo demás no importa nada; y el Diego omnipresente, emblema y guía, bandera y grito, santo y chispa inextinguible que siempre vuelve a encender a una hinchada afecta a dar la nota, a decir “presente” con un narcisismo irreprochablemente afectivo, cálido, energizante.
Como toda obra, “El camino a la final” constituye un legado. Un legado que la mayoría atesoraremos y algunos pocos, aquellos a los que no interesa el fútbol ni el culto de la argentinidad, guardarán con cierta incomodidad en la memoria. Allá ellos. Por elegir el desprecio de lo popular, por aislarse del contagio de la alegría se pierden la posibilidad de ser una gota más en el océano del júbilo y la celebración de sabernos representados y representantes a la vez. Representados por ellos, los muchachos que la pelean allá lejos en kilómetros y cerca en el afecto, y representantes de todo lo bueno que se fue dando y formando en la elaboración de esta obra, la queramos o no, así la sostengamos o la dejemos caer. Somos todos argentinos, chauvinistas y contradictores en esencia, y accedimos con nuestras virtudes y contra nuestros defectos a la final de la Copa Mundial de Fútbol de la Era Moderna inaugurada recientemente.
Seremos campeones o subcampeones, pero jamás seremos los eunucos serviles de los harenes de las superpotencias, los imperios, las monarquías o el monopolio económico internacional. Nos resistimos con innata tenacidad a ser mascotas o bufones del poder. Volvimos a montar el jolgorio cuando más anunciaban el advenimiento de un velorio.
La postal del beodo feliz subido al cuello de un enorme caballo de bronce del Monumento la tarde noche del martes, con el gas de la risa llenando todos los pulmones, con todas las gargantas perdiendo su voz en la gran voz de la marejada humana, con todos los cuerpos fundiéndose en un mismo abrazo, puede resultar elocuente del sentimiento de permisividad extrema para con uno mismo y los demás. De la desinhibición liberadora, de las cadenas rotas, de las corazas vulneradas desde adentro, de la celestialidad del acontecimiento, de la blancura de la familiaridad obtenida, otorgada y recibida sin medias tintas.
Por todo esto y mucho más, ¡vamos Argentina, carajo!