La obtención de la Copa del Mundo: un triunfo del lenguaje
Por Fidel Maguna
Para Pier Paolo Pasolini el fútbol era más que un juego. Sostenía que es la última representación sagrada de nuestra época, la sustitución del teatro, “el único gran rito que nos queda”. Decía, además, que el fútbol es un lenguaje y que no encontraba oposición con el lenguaje de la literatura, porque el lenguaje del fútbol es “un subcódigo del lenguaje literario”. Y aclaraba: “Pero el lenguaje deportivo no es el lenguaje de los periodistas deportivos”.
Pensé en estos conceptos lingüísticos de Pier Paolo cuando me enteré de que la primera decisión que tomó Lionel Scaloni, al hacerse cargo de la dirección técnica de la selección argentina, fue sustituir las mesas cuadradas de las concentraciones por mesas redondas, “para que no hubiera cabecera”, “para que todos se miren”, para que la palabra circulara. Enrique Pichon-Rivière hacía lo mismo cuando trabajaba en manicomios: en un texto cuyo título no recuerdo Pichon teorizaba sobre la importancia de las rondas de conversación y del lugar central que tenía el ritual del mate para los internados. Y como en los manicomios argentinos, en las concentraciones del seleccionado nacional no faltó el mate: de hecho Rodrigo De Paul contó que para superar el cachetazo inicial de Arabia Saudita se encerró con Lionel Messi para matear y resignificar esa derrota.
Esa buscada circulación de la palabra entre los jugadores, evidentemente, influyó en el lenguaje deportivo de esta selección: ganaron la Final del Mundo hablando un fútbol extraordinario, mimético con el fútbol que se baila en el potrero, en donde la gambeta de un enganche sólo tiene sentido si el defensor traba con alma y vida. Conjugaron a Menotti con Bilardo, a Maradona con Perfumo, a la lírica con la épica, al haiku con el exabrupto. Como campeones de potrero fueron libres para inventar metáforas, rigurosos a la hora de corregir errores, bravos al reclamar una injusticia.
Durante y después de los partidos los jugadores conversaban tapándose la boca, para que los de afuera no pudieran descifrar su lenguaje privado, ese lenguaje-fútbol que durante casi un mes solapó y por momentos desnudó el empobrecido lenguaje periodístico de todos los días, ese lenguaje privado que se cristalizaba en cada gol y en cada atajada, ese lenguaje-fútbol que supo coincidir con las palabras que salían de la boca del capitán Lionel Messi en el ya célebre “qué mirá, bobo / andá, andá pallá, bobo, andá pallá” que más de uno equiparó con el “rajá, turrito, rajá” de Roberto Arlt en El juguete rabioso. Una frase íntima, libre y sincera con las pasiones, que irrumpió en el represor lenguaje de la prensa y obligó a que el periodista que lo entrevistaba le cortara el chorro:
—Tranquilo Leo, tranquilo.
Un bellísimo lenguaje-fútbol que logró desnudar al impostado coro de periodistas de ESPN y TyC que siguió a esta selección por el oscurecido territorio árabe; un bellísimo lenguaje-gambeta que solapó, por ejemplo, a Carlos Maslatón, quien muy suelto en un remís qatarí elogiaba la arquitectura de un estadio construido por el hijo del genocida nazi Albert Speer:
—Es lindísimo, esto lo hizo el hijo de Albert Speer, el alemán que era ministro de Guerra de Hitler, que además era el arquitecto de Hitler… Guarda con esto: fue criminal de guerra, condenado en Núremberg, pero este es el hijo… No vamos a hacer imputaciones políticas, porque es el hijo, ¡el hijo!
Un justo lenguaje-gol, decía, que sepultó en el subsuelo de los mufas —como a Menem— al propio Mauricio Macri, que desde Doha volvió a mostrar su adhesión a la persecución de sindicalistas y mapuches para que nuestro país “sea como Qatar”; un bellísimo lenguaje-pueblo que mantuvo en la indiferencia popular a la periodista de TN que le pedía a un jeque que le diera lugar en su mansión dorada para zafar de este país maldito; un perfecto lenguaje-equipo que hizo que nos olvidemos, incluso, de los millonarios argentinos que se llegaron a la Final en el país más caro del mundo para gritar antifutboleros “ooole, ooole” con un 2-0 contra una potencia y, ya que estaban, no perdieron oportunidad de dar su opinión ante las cámaras sobre la situación económica y social de nuestra patria.
En este caluroso fin de año de proscripciones políticas, de encubrimientos mediáticos, de sentencias homicidas y de homicidas mal investigados, de muerte de Hebe pidiendo una pueblada, de Cristina con su “Mascota de usted, nunca jamás. ¿Entiende? Nunca jamás” no a un jugador holandés sino a Magnetto; del carcelero de Milagro Sala anunciando al universo que Jujuy tiene el litio “que el mundo necesita”, de jueces y funcionarios y empresarios de medios haciendo picnics en la casa ocupa del pirata Joe Lewis; en este caluroso fin de año argentino, decía, el lenguaje arrollador del seleccionado nacional de fútbol logró solapar y desnudar el enfermo y enfermante coro de agoreros del “qué país de mierda”. Estaban ahí, pero de fondo, tapados por la belleza del buen fútbol, por la invención de cada gol que subvertía códigos y esterilizaba los pactos de aquellos que quieren (y no pueden) adueñarse del lenguaje del pueblo:
En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: son los momentos del gol. Cada gol es una invención, es siempre una subversión del código, cada gol tiene un carácter ineluctable, es fulguración, estupor, irreversibilidad. Como la misma palabra poética.
(Pier Paolo Pasolini)
Una vez consumado el triunfo deportivo, los agoreros regresaron al país, fascinados con el oro de Qatar y de la Copa, convirtiendo sus cantos fúnebres en extrañas y positivistas loas a la victoria, a la viveza criolla y a esta patria que, si está unida, todo lo puede: así se turnaron para decir que los argentinos deberíamos seguir el ejemplo de la Scaloneta y ser un grupo unido que tire hacia adelante y nunca se rinda, que nuestro dirigentes deberían seguir el ejemplo de Messi y ser “líderes sencillos”. Pero no hablaron de las mesas redondas en las que Scaloni se propuso la máxima de decir la verdad y nada más que la verdad a sus dirigidos, no hablaron de las canciones de los jugadores contra ESPN y TyC en la Copa América del año pasado, no hablaron de seguir el ejemplo de Messi y mandar a freír churros a cada bobo servil con el poder que quiera darnos la mano después de meternos el dedo en la oreja. Pero, dijeran lo que dijeran, seguían solapados por “la sinergia” que impulsó, a casi cada habitante del país, a apagar la televisión y ganar la calle.
Esa “sinergia entre nosotros y la gente” de la que habló Messi durante el Mundial se ajusta al concepto de Ricardo Piglia referido a la relación autor-lector: todo buen lector, decía Piglia, se convierte en el autor del texto que está leyendo. Y eso es fácil de comprobar en cada chico que por estos días juegue un picadito y diga, al encarar al arco rival, “la tiene Meeessi”, y diga “¡el Diiiibu!” al hacer una atajada: no se sentirán el jugador; serán, en esa sinergia autor-lector, el jugador-poeta admirado.
Manifestó al respecto el DT Lionel Scaloni: “Este equipo juega para la gente”, lo que equivale a decir que la gente no es tonta y va a saber entender la exquisita y compleja propuesta poética de su equipo; que la gente va a apreciar que le digan la verdad; que la gente agradecerá de por vida que los jugadores no imposten un lenguaje que no sienten. Y Scaloni no estaba equivocado: la gente entendió y disfrutó cada gol-metáfora, de cada irreversible subversión del código. Y la gente no necesitó del coro de periodistas y agoreros para entender la obra que estaba viendo: prueba de esto son las millones de personas en la calles del país esperando al equipo, ese infrecuente y feliz encuentro entre un buen autor y sus lectores. Prueba de esto es el disfrute masivo ante un lenguaje afín al lenguaje del pueblo; la generalizada indiferencia ante los tendenciosos y cada vez más obsoletos narradores que utilizan la palabra para apropiarse de lo real, llámense Pollo Vignolo, Alfredo Leuco, Fiscal Luciani, Carlos Maslatón o Juez Gorini.