En 1958 Rodolfo Walsh viajó a Uruguay para entrevistar a un chico de once años cuyos poemas lo habían conmovido. Sin embargo, cuando se conocen, apenas se dirigen la palabra. Sesenta y cuatro años después, en Montevideo, Gabriel Peluffo Linari –el poeta que Walsh quiso entrevistar– recuerda aquel encuentro, esta historia de poetas y de niños. «Es con la primera persona que hablo de esto –aclara–; me parecía bueno que te contara lo que pienso, cómo era la cosa».
Por Fidel Maguna
1
Un día cualquiera de 1955, en un pueblo de la región francesa de Bretaña, el señor y la señora Drouet leen un poema de su hija Minou, una niña de ocho años que además de escribir toca piano y guitarra. El poema es extraordinario, juzgan los padres, y se lo envían a la maestra de la niña, que a su vez se lo envía a René Julliard, un importante editor parisino. El editor pide más poemas, y Minou escribe más poemas, y también cartas, y en muy poco tiempo arman una breve antología que Julliard publica en una tirada corta, como despejando el camino para el éxito de ventas que vendrá al año siguiente, en el 56, con la publicación de Árbol, amigo mío.
Rápidamente la prensa y los poetas parisinos hacen lo suyo: elogian, defienden y defenestran, tejen una discusión que se torna pública y buscan palabras para explicar el “caso” que acaban de inventar. La revista Elle asegura que la niña no es la verdadera autora de los poemas, sino su madre, mientras Le Figaro defiende apasionadamente la autoría (y la calidad) de Minou Drouet. Los padres responden a las acusaciones haciendo a la niña improvisar poemas ante las cámaras de televisión, al tiempo que el editor Julliard, contento y vendedor, define la situación como “un pequeño caso Dreyfus”.
La discusión sigue, aceptando que la niña-poeta es auténtica, y los diarios de toda Francia, y a esta altura de casi toda Europa, se preguntan entonces de qué misterio de la naturaleza nacen los poemas, cómo puede ser que una niña sin experiencia metaforice con tanta precisión y belleza sobre asuntos tan complejos como el amor y la muerte. A todo esto la jovencísima Minou acompaña en el piano a Paul Casals en una gira por Francia, publica otro libro, visita al Papa Pío XII, actúa en una película de Raoul André, lee en estadios ante miles de personas, y se entristece, sólo un poco, cuando el poeta Jean Cocteau sentencia: “Todos los niños de 8 años son poetas, menos Minou Drouet”. Roland Barthes también se interesa por la discusión que rodea a esta niña, y en el 57 da a conocer un texto titulado La literatura de Minou Drouet en el que dice, entre otras cosas, que la joven poeta “es la niña-mártir del adulto enfermo de lujo poético”:
El asunto Minou Drouet —escribe Barthes— se presentó durante largo tiempo como un enigma policial: ¿es ella o no es ella? (…) Si la sociedad movilizó un aparato casi judicial para tratar de resolver un enigma “poético”, es de sospechar que no se trata simplemente del gusto por la poesía; lo que ocurre es que la imagen de una niña-poeta es, para la sociedad, sorprendente y necesaria al mismo tiempo. Se trata de una imagen que es necesario legitimar lo más científicamente posible, pues ella rige el mito central del arte burgués: la irresponsabilidad (de la que el genio, el niño y el poeta no son más que figuras sublimadas).
Para terminar con la historia de Minou, y pasar a la que nos concierne, podemos resumir diciendo que en su adolescencia los lectores la olvidaron, que a los 17 años decidió ser enfermera, y que en la adultez publicó algunas novelas y una autobiografía que la crítica tildó de insulsas. Por lo que se sabe, Minou, después de enviudar en el 2017, se retiró a La Guerche-de-Bretagne, el pueblito donde pasó su infancia. Dicen que todavía toca la guitarra, que ya no escribe, y que bajo ninguna circunstancia concede entrevistas a la prensa.
2
La noticia de Minou Drouet no tardó en llegar a la prensa argentina; no sabemos qué forma adoptó la discusión, pero sí que llegó a oídos de Rodolfo Walsh hacia el año 1956. Pero lo curioso es que en esa época también le llegó, de manos de un amigo que venía del Uruguay, una carpeta con poemas. Su amigo le pidió que los leyera y le diera su opinión: “Son buenos”, se limitó a decir Walsh, a lo que su amigo respondió: “El autor tiene ocho años y escribe desde los seis. Es decir, escribe desde que escribe”. “Me gustaría conocerlo”, dijo Walsh, con calculada indiferencia:
Mi amigo fue reticente, formuló ciertas observaciones despectivas sobre el gremio periodístico en general, se guardó los papeles y cambió de conversación. Más tarde supe que los padres del niño no tenían interés de divulgar el caso. Mejor dicho, no querían que se convirtiera en un “caso”. Nadie hablaba todavía de Minou Drouet, pero la absurda polémica que aún se prolonga sobre la menuda poetisa francesa iba a darles la razón. Y yo me quedé sin artículo.
Y sin ese artículo anduvo un par de años (en los que terminó y publicó Operación Masacre), hasta que un día de 1958, no se sabe bien por qué, los padres del niño accedieron a que los visitara en Montevideo, conociera al hijo poeta y pudiera hacer su nota para la revista Leoplán. Así que ahí va Walsh, a encontrarse con el niño, que se llama Gabriel, y que en el 58 ya tiene 11 años:
Entonces me he encontrado ante Gabriel Peluffo Linari, el chico uruguayo que escribe poesía. Sus padres me mandan decir que no me presente como periodista. No desean inquietarlo. Con gran delicadeza preservan el ambiente de normalidad en que se desenvuelve la existencia del niño.
Se encuentran, sí, pero Gabriel Peluffo Linari apenas dice palabra. En toda la nota, que se titula Un niño secreto que no se dirá, casi no hay testimonios del niño. Walsh, entonces, cita poemas de Gabriel, conversa con sus padres, se hace preguntas sobre la poesía. Pero del chico sólo obtiene silencio:
Gabriel sonríe cuando le preguntan. Pero no suelta su secreto. Por esa época, un ilustre poeta uruguayo, Fernando Pereda, que es amigo de la casa, le pregunta por qué escribe, qué lo impulsa, qué es la poesía para él. El chico se queda turbado. No responde. Quizá nunca ha pensado en eso.
Walsh cita y cita los poemas, los analiza, los contextualiza, traza líneas temáticas. Parece valorarlos independientemente de la edad del autor. Y la nota entonces se le va llenando de versos, y el lector lee, por ejemplo, algo que escribió Gabriel cuando tenía 8 años y vivía en un pueblo llamado Colonia Valdense:
—Querido… Querido…
—¿Qué quieres paloma, tú,
qué me quieres contestar?
Si tú no sabes hablar
no te entenderé.
Y la paloma sigue:
—Querido, querido…
O este otro, también escrito en Colonia Valdense, del que Walsh toma el verso que da título a su artículo:
Aguas de un río que van para allá;
van buscando a alguien que no se dirá.
Rumorosas, intranquilas, se van para allá.
Al fin protestan las olas:
“Nunca encontrarás,
porque es el niño secreto
que no se dirá”.
En toda la obra periodística de Walsh este es el único texto en el que un poeta es la figura central. Y el poeta tiene 11 años. Y apenas dice palabra. Y la nota se termina:
El canto de Gabriel ha crecido. Nuevas honduras le aguardan todavía. No queremos decirle que la condición de poeta es de las más duras, de las más olvidadas e incomprendidas, pero también de las más luminosas que hay entre los hombres. Él lo sabe (…) Nada sabemos de su voz futura. No queremos hacer profecías y con todo cuidado nos abstenemos de pronunciar la palabra prodigio. Lo mejor que podemos hacer es repetir con él: “Espera, niño, que trae el mensaje el aire”.
Pasaron casi 65 años de la publicación de esta nota en Leoplán. Aunque está incluida en el volumen que reúne la obra periodística de Walsh (El violento oficio de escribir), hoy es poco recordada por biógrafos y críticos. Tal vez se deba a su extrañeza, al tono simple, acaso gris, con el que aborda, conscientemente, el hondo misterio del poema: Como no deseo crear un misterio superficial donde quizás haya otro más hondo, diré que se trata de un chico. Un chico que escribe poesía.
Entraba, sí, en un misterio más hondo, dejándolo abierto, desde el título a la frase final. La nota está llena de poemas, de misterios, de secretos insinuados y de algo que, parece, ese niño está por decir y nunca dice. Es un texto sin las grandes estridencias que encontramos en las definiciones de Cocteau o Barthes. Walsh parece no tener certezas con respecto a ese niño; tampoco las tiene sobre sus poemas, ni sobre el ambiente que lo rodea. Y tal vez por eso no define, no exagera, y se limita a leer. Todo lo que pasó con Minou Drouet, dice, es “absurdo”. Entonces él, ¿qué hace ahí? Y ese niño silencioso, ¿por qué se turba cuando le preguntan por qué escribe?
Una tarde de enero, con estas dos preguntas anotadas en un cuaderno, toqué una puerta del barrio La Mondiola de Montevideo. Un hombre de 75 años me franqueó el ingreso, me condujo a un jardín y me invitó a sentarme junto a una mesita redonda. Él se sentó frente a mí. Vi, al fondo, una escalera de piedra abriéndose paso entre la maleza. Sobre mí vi una glorieta de madera tomada por una enredadera. Vi también un gato blanco saltar al regazo de aquel hombre. Vi que lo acarició hasta que el gato volvió a saltar. Y después no vi más nada porque Gabriel Peluffo Linari, el niño poeta crecido, el prolífico historiador de arte, empezó a hablar, advirtiéndome que recordaba muy poco, que “capas y capas de memoria” habían caído sobre el recuerdo de su encuentro con Walsh. Sin embargo, con el correr de la charla, comprobamos que esas capas de memoria se irían desplazando hasta mostrarnos al niño secreto que, ahora sí, se dirá, y dirá, sin turbarse:
3
—En el momento en que salió la nota no me acuerdo haberla leído. Yo tenía 11 años. Nunca lo volví a hablar con mis padres, me cerré tanto a eso… Seguí escribiendo poesía, pero aquel acontecimiento lo clausuré. No lo volví a hablar, y no quería volver a hablarlo tampoco, porque las llamadas de los periodistas eran como buscando una novedad: “En qué se ha transformado ese niño prodigio”, y yo qué sé… Los rechacé a todos. Entonces te cuento un poco la verdad, porque me parece que tengo que decírtelo. Es con la primera persona que hablo de esto. Me parecía bueno que te contara lo que pienso, cómo era la cosa.
El tema es que mi padre, profesor de Literatura y Filosofía en Colonia Valdense (yo nací y viví allá hasta los 8 años, en un ambiente aldeano, absolutamente idílico para mí) tenía vínculo con poetas. El amigo íntimo de él era Fernando Pereda, pero también llevó a Bergamín a dar charlas al liceo de Colonia Valdense, a León Felipe… En fin: esa gente estuvo en casa. Yo era un pendejo, no me acuerdo de eso, lo sé por los cuentos de familia.
Mi padre era comunista y allá en Valdense era muy liberal en sus clases: de golpe llevaba a sus alumnos al río, ese tipo de cosas. Y en verano íbamos todas las tardes lindas a pescar a Puerto Inglés, a Puerto Concordia, y también a orillas del arroyo Las Toscas. Había pesca, el agua estaba limpia, y mi viejo iba con los libros de poesía, y leíamos. Después iba a cazar y seguía leyendo yo. Es cómico, porque cuando iba a cazar (yo tenía 6, 7 años), como había un barranco grande y el río ahí era profundo, él me ataba el cinturón a un árbol, de modo que yo pudiera llegar con la caña, pero no pudiera caer.
Entonces claro: Romancero Español, García Lorca, Rafael Alberti, todas esas cosas… A Rafael Alberti mi padre también lo trató… Simplemente lo que me pasó a mí es que me formé en un ambiente así, completamente ignorante de la ciudad; yo era hijo único y leía poesía, me leían también, y entonces escribía. Pero ninguna genialidad, simplemente era algo natural en una persona que está rodeada de eso, en un ambiente semirrural, aldeano, en que todas las cosas parecían cobrar vida, y conversar entre sí. Cuando vine a Montevideo (yo tenía 8 años, casi 9) hubo gente que se asombró de lo que había escrito.
Noté que mis padres estaban muy reticentes al asunto. Eso era muy notorio. Y entonces yo también estaba medio incómodo, medio en guardia con “el visitante argentino”. La casa estaba arriba y abajo había un sótano, con piso de madera, enorme, y tenía una salida a la quinta común. En ese sótano mi viejo tenía su biblioteca, lugar para escuchar música, y ahí se hacían las tertulias. Ahí fue Walsh: si mal no recuerdo fue una noche con su mujer, y al otro día de mañana, con una fotógrafa.
El tema es que a mí me quedó mucho más recuerdo de la mujer de Walsh en ese momento, la poeta Elina Tejerina, que me regaló su libro Las manos de aire, que lo tengo; me lo firmó ahí. Mientras mi padre discurría de política con Walsh, yo hablaba de poesía con Elina. Me acuerdo que me resultó encantadora: me enamoré de esa mujer. Poeta y famosa maestra. Hay una escuela con su nombre en Argentina. Tengo mucho más fuerte el recuerdo de ella, porque la traté, aunque capaz que fueron diez, quince minutos, no me acuerdo; pero tengo el recuerdo de una conversación con ella que no tuve con Walsh.
Walsh me hizo alguna pregunta, probablemente, no me acuerdo mucho de eso. Lo que sí me acuerdo es que hablaban de política con mi padre, y por momentos discutían: no sé sobre qué. Mi padre era comunista, Walsh no… Era un comunista, mi padre, excepcional dentro del comunismo de acá, porque apoyaba al peronismo, y los comunistas se oponían a Perón, lo consideraban semifascista.
Lo cierto es que discutían de política, pero amistosamente, y yo creo que fue lo que le resultó más interesante a Walsh, seguramente más que lo que habló conmigo. Walsh ya había publicado Operación Masacre, yo lo tengo en la biblioteca, la primera edición firmada por mi padre; o sea que quizás él ya la había leído en el momento en que hablaba con Walsh. No sé: esas cosas nunca las volví a hablar… Una lástima. No recuerdo lo que hablaron, obviamente, seguro que nunca lo supe con certeza, pero sí recuerdo el hecho de que estuvieron de noche hasta tarde, porque esas tertulias en general eran hasta tarde.
—¿En las tertulias se juntaban, conversaban, tomaban, leían, oían música?
—Leían, leían y conversaban. Eso era lo que se hacía casi siempre. Los que iban eran Ángel Rama con Ida Vitale, José Pedro Díaz con Amanda Berenguer, Pereda con Isabel Gilbert, y casi siempre Pereda solo; son los que más recuerdo. Se hicieron con relativa frecuencia hasta que empezaron las cuestiones políticas, a partir de la Revolución Cubana. Igual mi padre siguió muy amigo de Pereda, pero recuerdo que aquellas tertulias no se volvieron a repetir. Con Pereda solo sí.
Después, al otro día, fue Walsh con la fotógrafa. La recuerdo alta, pelirroja, bonita, pero sin el silencioso encanto de Elina Tejerina. Me llevaron en auto a distintos lados (al Rosedal del Prado, a la Escollera Sarandí del puerto) y ahí tomaban fotos, yo qué sé…
—¿Conversaban?
—Sí, pero no conmigo: “Ponete así”, “Ponete allá”, “Mirá, un gatito, agarralo”. No sé, cosas por el estilo. No sé realmente con qué convicción Walsh hizo esa entrevista. Dudo mucho.
—Esa es mi pregunta: ¿cuál era su interés?
—Creo que fue algo orquestado, no por mis padres (porque recuerdo que tenían bastante reticencia), sino por alguien del grupo de los que iban a casa…
En este punto recuerdo la historia de Minou Drouet. Le cuento que Walsh la menciona en su nota. Me dice que eso no lo recordaba, que no conoce la historia de esa niña. “Barthes —le digo— escribió algo interesante al respecto, ¿te lo leo?” Dice que sí. Leo lo de Barthes que cité más arriba. Hago hincapié en la frase referida a la niña-mártir del adulto enfermo de lujo poético. Después de un silencio Gabriel retoma, empezando a desplazar las capas de memoria:
—No sabía de esto. Me solidarizo mucho con eso, porque fue mi sentimiento posterior: sentí que había sido sujeto de una manipulación, por más que esa idea no estuviera en el propósito de nadie en ese momento. Ojo, tengo que decir esto con mucho cuidado, porque antes que nada está la tremenda figura de Rodolfo Walsh, como periodista, como escritor, como pensador y guerrillero, por lo que nunca se me ocurriría poner en duda su pulcritud ética. Ese sentimiento mío no recae en ninguna persona, sino en una circunstancia de la que yo participé como el agente más vulnerable. Creo que con poemas en la mano Walsh me hizo preguntas, cómo qué sentía yo de esto o lo otro. Quizás algo hablamos de las tardes de la pesca, por una cosa que yo había escrito sobre una paloma… Alguna pregunta Walsh me hizo. Pero no fue una cosa entrañable para mí, no me despertó ningún tipo de afinidad como para memorizarla. En cambio cuando Elina Tejerina me hablaba del mar, y me dio espacio para leer algunos de sus poemas, eso lo tengo clarísimo, lo recuerdo como experiencia peculiar. Después el libro de ella, Las manos de aire, lo releí, y lo releí, y lo releí.
No tuve una relación personal, franca, con Walsh. Era algo demasiado artificial, y muy mediado por otros. Esa es la impresión que tengo. Cuando salió el libro El violento oficio de escribir, hace pocos años, y leí la nota, me hice la pregunta de hasta dónde él había estado convencido de hacerla. Hace algunos comentarios sobre mí en cuanto a comportamientos, como si estuviera ante un bicho de otro planeta, algo raro, me pareció forzado…
—Él empieza diciendo que tiene que hacerle una entrevista a alguien que no se tiene que enterar que es entrevistado…
—¡Ah, claro! Me voy acordando ahora: en mi infancia de los 5, 6, 7 años, tenía un diálogo con las cosas naturales, con las mariposas, con los pájaros. Vivíamos en la Ruta 1, bastante apartados del eje social de Colonia Valdense. Entonces yo no tenía amigos de mi edad. Para mi cumpleaños iban algunos de la escuela, pero diariamente jugaba solo, estaba solo. Entonces en lugar de diálogos tenía monólogos o conversaciones imaginarias con las cosas, lo cual no me produce ningún malestar recordarlo, al contrario, me parece que disfrutaba como loco. Dialogaba mucho con las cosas, pero al mismo tiempo me enajenaba, en el sentido de que me dividía en dos: yo quería ser ese ente ideal que hablaba a los árboles, a los pájaros, pero sabía que al mismo tiempo era otro: un ser normal, de carne y hueso. Había como un desdoblamiento ahí. Y de ese modo interpreto algo que escribí ahí en Valdense, que decía: “Un niño secreto que no se dirá”.
—Ese es, también, el título de la nota.
—¡Ah!, es cierto. Era una cosa que yo había escrito, pero era más larga. Entonces por esto que te estoy contando, de ese desdoblamiento… Tal vez Walsh me agarró un poco por ahí en el diálogo.
Yo vivía en ese otro mundo, en Valdense, y al llegar a Montevideo me costó mucho aterrizar. En la época de esa entrevista todavía no había aterrizado. Yo salía al jardín que tenía la casa de mi abuelo, que era parte de una antigua quinta del Novecientos, donde había un gran árbol de laurel, y me paraba sobre la raíz abrazado al tronco, porque era una forma de no pisar la vereda, y de reencontrarme con la tierra. Estaba con el mundo de Valdense, que era principalmente rural. Me costó mucho adaptarme a la ciudad. Y entonces que me viniera a ver esa persona… Yo me comporté de manera bastante impermeable, y me parece que eso influyó en el hecho de que, quizá, él no haya salido del todo satisfecho con la entrevista, y que yo tampoco recuerde qué me preguntó, ni cómo fue el vínculo con él. Fue una relación sin feeling.
—Desde el vamos es muy difícil que haya feeling, porque entrevistar a alguien que no puede enterarse que está siendo entrevistado…
—No, pero yo sabía.
—¿Que era periodista?
—Que era periodista no sé, pero que era alguien que venía a verme para hablar conmigo sí, eso me lo habían dicho mis padres. Y como a ellos los veía reticentes con ese tema… Para mí no era una tertulia cualquiera, como las otras que se hacían en casa.
—¿Había una expectativa?
—Más que una expectativa, una actitud defensiva. En cambio bajé la guardia completamente con Elina, algo que no hice ante Walsh. Capaz que si la entrevista me la hubiera hecho ella, hubiese sido bárbaro. Pero él la tuvo a un costado permanentemente. Estaba como radiada, entonces yo me acerqué, me parecía que quería hablar conmigo. Se dio ahí una relación linda. Al otro día, con la fotógrafa, ella no vino. Quizás con Elina pude entrever una posibilidad de diálogo que no entreví con Walsh. Él era más seco, más distante, y yo estaba más a la defensiva con él.
Gabriel Peluffo Linari es arquitecto, historiador y autor de varios libros como investigador en historia del arte latinoamericano, pero también es autor de uno, el Oficio de la ilusión (2008), que según sus palabras es el único cuya forma se aleja del ensayo: “Tiene la estructura de una novela, o, mejor, de cuento largo”, me dice, y agrega que fue escrito a partir del hallazgo de un diario de viaje de su abuelo, el pintor Juan Peluffo, por el norte de Italia. Por eso, cuando le pregunto cómo siguió su relación con la escritura, damos por hecho que me refiero a sus poemas:
—Yo seguí escribiendo. Y escribo, también: cuentos cortos. No publico. El último que me publicó fue Rama, en el 67 —se refiere a un poema que salió en Marcha—. Después no tengo nada. Está todo tapado, nunca publiqué nada. Tengo una serie de cuentos cortos, que pensaba dárselos a alguien para que los leyera, pero no lo hice todavía. De golpe agarro un par de meses sin escribir nada de historia y escribo otras cosas.
—¿Qué tipo de cuentos escribís?
—Son cuentos breves. De dos o tres páginas. Tengo muy poca capacidad de ficción. Entonces la pequeña cuota de ficción que hay en mis cuentos es la que me sirve para despersonalizar y cerrar el ciclo de una narrativa. Pero son resultado de experiencias y de vivencias que he tenido, a veces totalmente inesperadas. Siempre ponen el diapasón en cosas vividas, por eso también escribo poco; no me propongo un guión fantástico. Novelas no podría escribir, sólo cuentos breves.
—¿Y poemas?
—Sí, a veces. Lo que pasa es que los cuentos son prosa poética.
—La frontera no está tan clara.
—No la tengo tan clara. Es simplemente otra estructura verbal, narrativa, pero lo que yo entiendo por poesía, lo que yo puedo hacer en esa materia, lo tengo también en los cuentos. Es una necesidad. Entonces no sé, me da un poco de pánico publicar eso.
—¿Lo único de poesía que publicaste fue aquel poema en Marcha y los extractos que cita Walsh?
—Sí. Aquello de Marcha me acuerdo que tenía un error: la palabra “íntima” la habían sustituido por“ínfima”. No tenía nada que ver, para mí era un golpe en el estómago, una patada. Entonces fui a ver a Rama, que estaba en la Facultad de Humanidades (cuando funcionaba en el viejo edificio de la Aduana) y le digo: “Che, mirá, por favor sacá eso, poné que hay un error ahí”. Y se puso a reír, y me dice: “Pero vos estás loco… Esto ocurre en la prensa normalmente”. Me mandó a cagar. —Risas.
—Walsh habla de las tertulias, y se me ocurrió que ahí podía haber un origen de tus poemas. Pensaba que, quizás, vino a entrevistarte con una intención de levantar una historia análoga a la de Minou Drouet, pero…
—Si vino con esa intención lo liquidé.
—…quizás vino con la intención de liquidar ese tema que define como “absurdo”.
—Yo la tendría que volver a leer. Cuando la leí en el libro me pareció algo muy lavado, como si estuviera haciendo un cumplido al escribirla. Entonces me pregunté con qué convicción la había escrito. Tal vez él se fue medio frustrado de la entrevista y la escribió porque ya había pedido el viaje. Porque no es una nota convincente. Y no me extraña, pensándolo como lo pensé después, que no lo fuera porque él buscó en mí algo que no había, y yo traté de que no me conociera realmente. Me acuerdo que sí, que yo estaba molesto. Entonces eso repercute en lo que el periodista escribe, obviamente. Y mucho más molesto al otro día, con las fotografías. Me daba una vergüenza que no quería saber más nada de eso. Y lo curioso es que tampoco tuve opiniones, que yo recuerde, de nadie de los que me rodeaban, como Pereda, Isabel Gilbert, o alguien…
—Los que promocionaban al niño-poeta.
—Si hubo promoción por parte de ellos, que tuvo que haberla… Mis padres no lo conocían a Walsh, y tampoco querían que yo estuviera en esa situación. Alguien buscó eso. El hecho es que nadie, después, me preguntó qué me parecía, o qué me había parecido; nadie hablaba del tema.
—Encuentro una relación también con la búsqueda del estilo en Walsh, en cuanto a buscar en la extrañeza, en las combinaciones complejas, lo que todavía no existe. En esta nota no hay grandes estridencias, es una nota muy simple, y yo pensaba esa simpleza como una virtud, porque hacer una nota estruendosa sobre un niño que escribe poemas…
—Cuando digo que no le encuentro fibra a la nota no me refiero a eso, sino a que el autor no parece enganchado con el tema. Problemáticamente, me refiero. Hay una cosa indecisa, que busca entrar en algo, pero sólo termina rodeándolo descriptivamente. Y, efectivamente, quizás Walsh me hizo preguntas y yo no entré en el juego. Algo me preguntó, sobre la base de eso que tú decís, que yo no me acordaba que era el título de la nota; algo sobre mi “secretismo”, por qué mi secretismo.
Le propongo leer el extracto en el que Walsh habla del secreto del niño, en donde él “se queda turbado” ante la pregunta de por qué escribe. Accede, leo en voz alta, y después oigo que dice:
—No me acuerdo nada de eso; me acuerdo de una cosa de un río, de un arroyo, que escribí en Valdense, sobre un niño que no se dirá, eso si me acuerdo, ¿puede ser?
Vuelvo a abrir el libro. Recito:
—“Aguas de un río que van para allá / van buscando alguien que no se dirá / rumorosas, intranquilas, se van para allá / al fin protestan las olas / nunca encontrarás / porque es el niño secreto / que no se dirá”.
—Ah, es eso; eso es lo que yo recuerdo que escribí en Valdense. Tendría ahí 7 años, porque me vine a los 8.
—Quizá Walsh cuando te conoció no se encontró con un niño-poeta, sino con un poeta.
—A la pucha, no sé. Mi actitud fue muy evasiva. Incluso después, y hasta el día de hoy; fijate que la nota la leí una sola vez, y luego siempre evadí cualquier oportunidad de volver sobre ese asunto. Hablando contigo, recién ahora, voy recordando varias cosas. No me acordaba que eso del “niño secreto que no se dirá” era el título de la nota, pero tal vez sobre ese punto Walsh me preguntó cosas.
—¿Cosas relacionadas con la vida en el campo?
—Sí, y qué importancia le daba yo a la soledad, que para mí era muy importante. No sé, por ahí él quiso buscar algo que al final no encontró.
—Él tiene una cuestión con “la vida de campo”. Eso es un punto interesante, porque de los ambientes puramente literarios, de los círculos poéticos, él después de Operación Masacre, o de la experiencia en Cuba, empieza a alejarse, según dicen.
—Puede ser. Pero si él creyó que era la tertulia lo que me influyó, se equivocaba. No, para nada. Lo que me influyó fue el arroyo Rosario, la vida aldeana de Valdense, la lectura de poemas en ese ámbito. Eso fue lo que siento que me formó. Me formó como persona, no como poeta. Las tertulias vinieron en Montevideo, yo a veces estaba y a veces no. Y me gustaba estar. Pero no siento que eso haya influido. Sí, pudo haber influido desde el punto de vista social, en que la amistad con Rama, por ejemplo, me permitió después tener un vínculo de confianza con él, y publicar eso en Marcha, pero no desde el punto de vista de la necesidad de escribir. Eso no vino de las tertulias. Yo se lo atribuyo a Valdense, y al ámbito que generó mi padre, llevando libros para leer a la hora de la pesca, del atardecer: el Romancero Español, y también el libro de los niños poetas, de Jesualdo Sosa.
Se hace un silencio. Se escucha una pesada capa de memoria moviéndose en alguna parte. Pregunto:
—¿El libro de los niños poetas?
—Claro, porque Jesualdo, que era amigo de mi padre, hizo en los años 30 una experiencia muy rica. Jesualdo Sosa es un maestro reconocido en Latinoamérica por su teoría y práctica pedagógicas; ha escrito muchísimo sobre pedagogía infantil, vivió en Cuba colaborando en la campaña de alfabetización, llevó su pedagogía a la Argentina y tuvo mucha repercusión en Santa Fe, por ejemplo. En la década del 50, cuando vinimos a Montevideo, mi padre se encontraba con él en el Café Sorocabana, y yo iba también. Jesualdo editó un libro, varios libros editó, pero uno de poemas de sus alumnos en la experiencia que hizo en Canteras del Riachuelo, en Colonia. Allí hizo una experiencia pedagógica con niños, basada en la escritura como forma de expresión y de construcción de la personalidad a esa edad temprana. Y eso lo recogió en un libro que yo leía en Valdense, y me sentía muy identificado porque eran niños de mi edad.
—Eran tus contemporáneos.
—Contemporáneos. Y un poquito mayores algunos, porque ya estaban en sexto de escuela. Y eso lo leíamos también con mi padre.
—Contradice la idea de que el poeta es un ente aislado o una “figura sublimada”.
—Claro, porque Jesualdo hizo una experiencia colectiva, fantástica experiencia. Su pedagogía está siendo reconsiderada en el día de hoy, y no sólo en América Latina.
—Alrededor de estos niños poetas no había ningún misterio.
—No, no… Ellos descubrían y escribían todo lo relativo a sus propios misterios.
En este punto se hace otro silencio. Gabriel me dice que tiene el libro de los alumnos de Jesualdo en alguna parte de su biblioteca. Se levanta y va a buscarlo. Un par de minutos después reaparece por el jardín, vuelve a sentarse, y me extiende un libro titulado 180 Poemas de los niños de la escuela de Jesualdo. Es una edición de 1938, pero está bien conservado; fue leído con calma.
—Tal vez este libro sea una llave.
—Sí, probablemente. Sí. Viste que cuando uno va conversando, se van como pescando cosas de la memoria. Porque no me acordaba, y tuvo mucha importancia para mí. Junto con otros, de Lorca, y demás, pero este era muy recurrido.
—El proyecto de Jesualdo era un proyecto…
—De liberación.
—Esto es la poesía como parte de un proyecto social, político.
—Era lo que quería Jesualdo. Él era comunista, y quizás también por eso había hecho amistad con mi padre. Un personajón, íntimo amigo de Siqueiros: el Partido lo puso para cuidar a Siqueiros cuando Siqueiros vino acá en 1933. Me doy cuenta que, tanto la lectura de esos niños como la personalidad de Jesualdo (que era muy parecida a la de mi padre, tenían la misma edad), a mí me resultaban una referencia.
—¿En los poemas que escribís ahora encontrás una continuidad con los poemas de la infancia?
—Cuando escribo con libertad, es decir, sin método, me reencuentro conmigo niño. Entonces por ahí hay una continuidad, pero no de temas.
4
Después de eso no hubo mucho más que decir. Lamentó no haber releído la nota de Walsh antes de nuestra entrevista, pero yo me alegré de que no lo hiciera y me dejara presenciar los desplazamientos de las capas y capas de memoria que cubrían, entre otras cosas, el libro de sus poetas contemporáneos, las preguntas de Walsh sobre la pesca y la caza de mariposas, o la figura de Elina Tejerina, injustamente radiada del todavía pobre biografismo referido a Rodolfo Walsh. Cuando salí de su casa, a eso de las seis de la tarde, llevaba conmigo el libro de los niños de la escuela de Jesualdo Sosa. Gabriel me lo había prestado, con un gesto amable que me hizo pensar en alguien que confía la llave de su casa a un desconocido. Caminé hasta un café de la Tristán Narvaja y me apuré a leerlo, empezando por el epígrafe de Juan Ramón Jiménez:
Los niños, cuyo afán de expresión supera a su conocimiento de la lengua, inventan palabras nuevas o dilatan caprichosamente las que saben, hasta llenar con ellas los moldes mayores de su sentimiento. Son, pues, manantiales verdaderos de estilo.
Esa cita me hizo pensar en Walsh, cuya necesidad de expresión superaba las posibilidades que brindan los géneros: ni una novela ni una serie de notas periodísticas podían llenar los moldes mayores de su conciencia ante el relato, por ejemplo, de un fusilado que vive. Nace entonces Operación Masacre. Creí entender el porqué de “la falta de fibra” en la entrevista al niño poeta: acaso la reticencia a crear un “caso” análogo al de Minou Drouet le hizo dilatar sus palabras. Al fin y al cabo a Gabriel, hoy de 75 años, le basta con sentarse a escribir un poema para reencontrarse consigo niño. Y estoy seguro de que esto que dice no es una metáfora. En cambio a Minou Drouet la rodearon de certezas, de definiciones, de absurdas conjeturas. Y se dedicó a cuidar enfermos. Y perdonó, según dicen, a Jean Cocteau, pero dejó de escribir poemas, y regresó al pueblito de su infancia, tal vez alejándose para siempre del “adulto enfermo de lujo poético”, ese mismo que llega a nuestros días, ese que cree que la poesía es algo que nace en ninguna parte y que toma, como un milagro, el cuerpo de los elegidos para regresar, después, a la ambigua e insondable eternidad de la Belleza.
Seguí en la mesa del café, leyendo el libro de los alumnos de Jesualdo Sosa. Pasé páginas y llegué a la tercera poeta, María Elena Zenone, que tenía, dice una nota introductoria escrita por Jesualdo, 20 años cuando se publicó el libro, que ingresó a la Escuela de Canteras de Riachuelo a los 6, es decir en 1924, y que “proviene de una familia de obreros (…) y que no ha podido realizar la única aspiración de su vida, que era ser maestra”. Pasé de página y me encontré con estos dos poemas que María Elena escribió a los 10 años:
El silencio es un camello en el desierto, llevando en sus jorobas la luna llena, a pasear al cielo con las nubes blancas del amanecer.
***
La luna es el silencio de la noche. Sola, en medio del cielo como un buque en medio del mar.
La poesía de estos niños me atrapó. Las notas introductorias, brevísimas, eran justas, exactas, y daban cuenta de la historia de sus autores, algunos empleados en una cantera, o en fábricas, pero en su mayoría campesinos. La nota sobre el poeta Rómulo Vera dice así:
Terminó sus cursos en 1934. La cantera lo reclamaba, como reclama constantemente a otros maravillosos niños. Romulín de Vida de un maestro, que tuvo llena de música el alma, cargó hasta hace poco las herramientas que cavan la piedra, a pesar de su cuerpo pequeño y de su pudor casi femenino. No pasó de “peoncito” de la Administración de la Empresa. Su documentación no es muy abundante, pero bastan estas admirables páginas sobre la vida de las flores, para perpetuar su personalidad ágil y viva, que también encarnó en los juegos su sobrenombre de “Liebre” y que acaba de suicidarse en su aldea, según se da cuenta, y estudian sus causas, en el epílogo de esta antología.
Y después de sus poemas, efectivamente, aparecía un apéndice escrito por Jesualdo, titulado El suicidio de Rómulo Vera, mi responsabilidad y la responsabilidad social. Pero para hablar de esa lúcida investigación (que también es una profunda y vigente reflexión humanista) haría falta una nota aparte.
Seguí leyendo los poemas en el bar y descubrí que casi todos los niños tienen un diálogo con objetos: con una piedra, con el río, con libros, con el aire o con las flores, en el caso del joven Rómulo. Probablemente era uno de los ejercicios de escritura que daban en la Escuela. Entendí que de ahí podía provenir la conversación del niño Gabriel Peluffo Linari con una paloma que sólo le dice: “Querido… Querido…”. Estos jóvenes poetas, entonces, eran mucho más que sus contemporáneos: eran sus compañeros, y tal vez lo sigan siendo.
Después de pagar el café, cuando estaba por irme del bar, me di cuenta que había pasado por alto un prólogo firmado por Jesualdo Sosa:
Hemos vencido porque hemos demostrado que el niño es esencialmente un creador. Que la Escuela del Mundo no realiza la creación en el niño, verdad de su propio conocimiento. Que la creación está en él como el agua en el seno de la tierra y hay que encontrarla. Y que, por creerlo con esa fe y esperarla confiados, sucedió. Nunca por arte de milagrería sino por ese tránsito seguro del tener al ser, y el vigor de esta exaltación íntima que es la creación. Con ello respondemos —¡sea esta la más alta respuesta!— a los perseguidores y torturadores del pensamiento. ¡Vamos!, porque estas bocas ya no se cerrarán más nunca aunque de ellas hagan ceniza, y de nosotros, polvo.
Leído esto me fui del bar. Anochecía y caminé hacia la estación de Tres Cruces, pensando en Minou Drouet, sola y niña en el frío corazón de Europa, envuelta en una discusión absurda, rodeada de una crème ácida, de adultos enfermos y de medios enfermantes. Qué bueno hubiese sido que Minou también fuera parte de la Escuela de Jesualdo, compañera de esos niños que araban y aran versos con manos de aire. Pero tal vez todavía está a tiempo, me dije, y el niño secreto pueda volver a golpear la puerta de su casa en el pueblito La Guerche-de-Bretagne. O puede ser que ella también tenga sus propios compañeros, sus niños secretos, su maestro revolucionario, y que nunca nos haya dicho nada.
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Es raro que Peluffo no mencione una plaqueta donde se publicaron algunos de sus poemas. Creo que estaban relacionadas, quiero decir, publicadas por Enseñanza Primaria. La tenía mi esposa entre sus textos de maestra, pero después de varias mudanzas y una dictadura, no sé su ubicación actual (entre unos 3.000 libros y folletos). Si la encuentro trataré de enviársela a Peluffo Linari. Recuerdo que su nombre estaba manuscrito en letras de imprenta y por un tiempo pensé que su segundo apellido era Xinari, porque la “L” parece una “X”.
excelente historiador y critico de arte, uns persona muy buena y agradable. Su prólogo al libro de Juan Flo es extraordinario. No me extraña que haya sido precoz. Aun escribe muy bien. Un intelectual uruguayo.