“Un gobierno avezado debe cuidarse de despreciar la democracia social”

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Manifestación contra la reforma de la Ley de jubilaciones en Francia

La estrategia del gobierno de Francia, que opone la legitimidad de las urnas a la calle en el conflicto social de la reforma de la Ley de jubilaciones, “es falaz”, previene el jurista Alain Supiot en el diario Le Monde del 16 de marzo.

Por Alain Supiot*
Traducción de Susana Sherar

La acción colectiva de los trabajadores, constitutiva de una ciudadanía social, es complementaria de la vida democrática y es esencial a ella. El fast-thinking puede ser tan pernicioso para la inteligencia como el fast-food a la salud. Entre los platos menos recomendables que nos han servido estos últimos días en los medios figura la oposición entre la democracia y la calle. Recalentado ad nauseum, ese “prêt à penser” (listo para pensar) justifica por adelantado el happy end de la reforma de las jubilaciones, que no podría ser otro que la victoria del bien democrático contra el mal anárquico.

Esta presentación de las cosas no solamente desconoce la naturaleza de nuestra democracia sino que le impide apoyarse sobre una de las patas sobre la que debe caminar: la pata social. La “sociedad” a la que apuntaba la Declaración de 1789 estaba concebida como un cuerpo homogéneo, compuesta por hombres libres e iguales (mismo si este ideal fue rápidamente traicionado por la privación del voto a las mujeres, y luego por la restauración de la esclavitud y por la exclusión de los pobres del voto electoral por el sufragio censatorio).

Concebida así como una entidad de individuos todos iguales, la sociedad política no podía admitir otra representación que la surgida de las elecciones, de donde la desaparición de todos los cuerpos intermediarios por la ley Le Chapelier (instaura la libertad de empresa y prohíbe los gremios laborales de cualquier clase) y el decreto de Allarde (abolía los gremios y establecía que “Toda persona será libre de ejercer cualquier negocio, profesión, arte u oficio que estime conveniente”) en 1791. Según la irónica observación de Tocqueville, “la noción de gobierno se simplifica: el número solo hace la ley y el derecho. La política se reduce a una cuestión de aritmética”.

La democracia social es un remedio a la insuficiencia de esta concepción puramente cuantitativa de la representación política. Nació del choque de la era industrial y de la constatación de que la sociedad no es el cuerpo político homogéneo soñado en 1789, sino una especie de totalidad, según lo expresado por Vauban a partir del siglo XVII para plantar las bases de la estadística como una ciencia de los Estados. Un todo y no una pila de individuos.

Esta sociedad, en la que los estudios estadísticos y la sociología naciente revelaron en el siglo XIX la heterogeneidad y los disfuncionamientos, no puede mantenerse sin una fe compartida sobre una cierta idea de la justicia. Es esta exigencia de justicia la que condujo en el siglo XIX a los países europeos, confrontados a la cuestión social a causa de los estragos humanos de la revolución industrial, a plantar la primera piedra del derecho social, que apuntaba a proteger a las poblaciones débiles, empezando por las esposas e hijos de obreros.

Nuevo management público

Entre los siglos XIX y XX ese nuevo campo de lo social fue estudiado por grandes juristas (Saleilles, Hauriou, Duguit) y sociólogos (Fouillé, Durkheim). En EE.UU. fue sobre todo John Dewey quien denunció los impasses metodológicos a los que llegaba una sociedad concebida como una colección de individuos cuando se encuentran sometidos al poder opresivo de los grandes capitales, a los que las leyes les otorga una existencia jurídica y una potencia económica ilimitada al mismo tiempo que una responsabilidad limitada.

Salvaguardar la democracia impone ahora extender a ese poder económico el principio establecido por Montesquieu, según el cual “todo hombre que tiene poder puede llegar a abusar… hay que hacer de manera, por la disposición de las cosas, que el poder detenga al poder”. Este imperativo que inspiró el New Deal en los EE.UU., y en Francia el preámbulo de la Constitución de 1946, es de una actualidad tórrida en la época de las GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple) y de Uber, y, más ampliamente, de la globalización, que facilita lo que el economista americano Georges Stigler (1911-1991) tituló “la captura de la reglamentación” por pujantes grupos de intereses privados. Captura normativa de la que la Unión Europea se volvió uno de los sitios principales, pues su déficit democrático deja libre curso a los lobbies económicos.

Una de las formas más insidiosas de esta captura de la democracia por el poder económico es la extensión del modelo managerial a las grandes empresas del servicio público, en provecho de una evaluación erigida en dogma.

Ahora bien, la democracia está amenazada cuando el conocimiento de la sociedad está confiscado por los expertos. Dewey, para hacerlo entender, usó una metáfora particularmente esclarecedora:

«Es imposible a los intelectuales monopolizar el tipo de conocimientos que se tienen que utilizar para manejar los asuntos comunes».

Más se ponen a formar una clase especializada, más se apartan de las necesidades que están supuestos conocer para servir. El que usa el zapato sabe mejor si le duele y dónde le duele, incluso si el zapatero competente es mejor juez para saber cómo arreglar el defecto.

Insuficiencia de la representación electoral

Esto es lo que nos hace pensar las insuficiencias de la representación parlamentaria. Los cuadros y profesionales superiores, intelectuales, ocupan en 2022 el 60% de la Asamblea Nacional (Cámara de Diputados), mientras que ellos representan menos del 10% de la población francesa.

En cambio, los obreros y los empleados, que son la mitad de la población, ocupan un lugar ínfimo en el Palacio Bourbon (sitio de la Cámara de Diputados) y ninguno en el Senado.

Esto no pone en causa la legitimidad con la que fueron democráticamente elegidos, aunque sea con una baja alarmante del número de electores (solamente un tercio votó en las cuatro elecciones presidenciales y legislativas que hubo en 2022). Pero esto muestra que esos elegidos no pueden representar solos la diversidad del pueblo en nombre del cual gobiernan y legislan.

Es la conciencia de esta insuficiencia de la representación electoral que desde hace más de un siglo condujo a dejar progresivamente lugar a la democracia social. Su base jurídica es la libertad sindical, consagrada en derecho internacional por la convención 87 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). A diferencia de la democracia por el número, que legitima la representación política, la democracia social es esencialmente cualitativa. No toma el interés general como un dato a priori de la elaboración de la ley, sino más bien como una construcción, cuya solidez exige la confrontación de experiencias y de grupos de intereses diferentes.

La democracia política, como la democracia social, reposa sobre lo que el helenista y antropólogo Marcel Detienne (1935-2019) llamó “asambleas de palabra”, pero esas asambleas tienen lugar lo más cerca posible de las condiciones de existencia que difieren de una profesión a otra, y de una localidad a otra. La democracia social no tiene que confundirse con las revueltas espontáneas del tipo “chalecos amarillos” en 2018, que son más bien el fruto amargo de su debilitamiento.

Esta democracia dio a luz en Francia una ciudadanía que se combina, sin remplazarla, con la ciudadanía política. En su preámbulo de 1946, la Constitución de nuestra “República indivisible, laica, democrática y social” consagró varias dimensiones de esta ciudadanía social, reconociendo, con la libertad sindical, el derecho de huelga, el derecho a la participación colectiva y a las determinaciones colectivas de las condiciones de trabajo, la nacionalización de los servicios públicos, la protección de la salud y el acceso de todos a la educación. El resorte de esta República social, fue –¡no hay que olvidarlo!– fruto de un consenso político nacido con la Resistencia, que va más allá del clivaje derecha-izquierda.

Incluso el actual presidente del Senado, Gérard Larcher, dio su nombre a una reforma que englobaba la democracia social en la democracia política, confiriendo a las organizaciones representativas de los asalariados y empleados el derecho de negociar, previamente a la intervención del Parlamento, todo proyecto de ley que implique las relaciones de trabajo.

La letra de esta disposición figura siempre en el frontón del código de trabajo (artículo L1), pero el espíritu se voló con el soplo del credo neoliberal. Un testimonio de esto es la manera en que el gobierno, con el apoyo del Senado, usa el procedimiento de la Ley de Finanzas para cortar de cuajo toda negociación de la reforma de las jubilaciones.

Sindicatos reducidos a la impotencia

De una manera general, la marca de todos los regímenes totalitarios o autoritarios, de derecha o de izquierda, ha sido la de impedir o eliminar toda libertad de organización y de acción colectiva de los trabajadores. Cuando no fueron prohibidos, los sindicatos fueron reducidos al rol de “correa de transmisión” reuniendo a las masas con las vanguardias esclarecidas del poder. Esta metáfora mecánica utilizada por Lenin (1870-1924) reflejaba su propósito de conducir la sociedad soviética como una inmensa fábrica.

En el imaginario político contemporáneo, la fábrica se transformó en start-up, donde los sindicatos parecen tan incongruentes como una correa de transmisión. Así se perdió la consciencia de que un gobierno eficaz debe mantenerse informado de las aspiraciones de las “masas”. Estas masas son juzgadas como ignorantes y los sindicatos como inútiles por dirigentes seguros de encarnar la razón económica.

Prescrita por los teóricos del orden espontáneo del mercado, como Friedrich von Hayek (1899-1992), la reducción de los sindicatos a la impotencia fue, desde los años Pinochet-Tatcher hasta nuestros días, una constante en las políticas neoliberales. En Europa, la Corte de Justicia fue el caballito de batalla de este combate. No obstante la incompetencia de la Unión Europea en estas materias, extendió en una prohibición a los sindicatos lo que encontramos también en el artículo 15 de la Constitución china “de perturbar el orden de la economía de mercado”, y en consecuencia prohibió las huelgas contra las deslocalizaciones.

Los órganos de supervisión de las normas internacionales de trabajo criticaron este perjuicio a la libertad sindical y al derecho de huelga; y su funcionamiento normal fue paralizado desde 2012 por las representaciones de patrones en la OIT, lo que deja a todos los estados que así lo dispongan la libertad de privar al mundo del trabajo de su principal medio de acción.

En Francia se deja ver ya la intención de restringir el derecho de huelga en el sector privado, imponiendo a los asalariados, aunque sean precarios, la obligación de un servicio mínimo. Es una tentación peligrosa, pues la huelga, dando una forma de expresión no violenta a la revuelta, sirve para convertir las relaciones de fuerza en relaciones de derecho, en una búsqueda siempre dubitativa de justicia.

Pero hay que recordar que las tentativas de los agentes del servicio público de recurrir a formas alternativas de acción colectiva menos penalizantes para los usuarios (tal como la “huelga de la pinza” de los ferroviarios) fue condenada por el Consejo de Estado, que veía una ejecución penalizable del trabajo, no cubierta por el derecho de huelga.

No se trata de ignorar lo que Bruno Trentin (1926-2007), gran figura del sindicalismo en Europa, llamaba los “riesgos de la degeneración corporativa de los sindicatos”. Estos riesgos se ven acrecentados hoy por el triunfo de la ideología económica, que erige el egoísmo individual en ley fundamental de una sociedad bien organizada. Pero son sin duda menos importantes en Francia, donde el sindicalismo afirmó desde 1906, en la Declaración de Amiens, su independencia de partidos políticos y estuvo siempre animada por una cierta concepción del interés general.

A pesar de todos sus defectos, que son numerosos, los sindicatos conocen la realidad de las condiciones de trabajo y calidad de vida del conjunto de la población mejor de lo que cualquier partido político o comentador político suponga saber.

A babor y a estribor

La clase dirigente identifica el trabajo como el “trabajo abstracto”, el que teorizaron Adam Smith, Ricardo y Marx, o sea, una mercadería en competición en un mundo hoy sin fronteras. La democracia social obliga en cambio a abrir los ojos sobre las realidades de un trabajo concreto, en la diversidad inmensa de sus condiciones físicas y morales de ejercicio, y sin ocultar el trabajo cumplido más allá del empleo, especialmente en las esferas familiar y asociativa.

Pensar la edad de la jubilación en términos de una igualdad contable, metiendo en la misma bolsa a un obrero de la construcción, un gerente, una enfermera, una conductora de subte o un profesor universitario, y sin tener en cuenta las tareas benévolas (especialmente las de las mujeres), es desconocer la realidad. Por eso, un gobierno avezado debe cuidarse de ningunear o despreciar la democracia social, especialmente cuando sus representantes se expresan –como hoy– con una sola voz.

Para emplear una metáfora inspirada por la etimología de la palabra “gobernante” (el que sostiene el timón: gouvernail), podríamos decir que la democracia social cumple para los dirigentes de una democracia política una función comparable a la de un vigía que evita al capitán de un navío tomar los mapas marítimos como la realidad del mar. Ya sabemos que el capitán tiene la última palabra, pero no se ve muy bien cómo el que quería gobernar “al mismo tiempo”** a babor y a estribor, ignorando las alertas del vigía, podría escapar un día al naufragio.

* Alain Supiot, jurista, fue profesor del Collège de France entre 2012 y 2019, titular de la cátedra “Estado social y mundialización: análisis jurídico de las solidaridades”. Este artículo fue publicado en Le Monde, el 16 de marzo de 2023

** Expresión empleada muy frecuentemente por el presidente Macron: «Au même temps», que define sin querer lo que utilizó en la campaña de 2017, hasta el hartazgo: «Ni derecha, ni izquierda».

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