A cincuenta años de la publicación de Triste, solitario y final, ópera prima de Osvaldo Soriano.
Por Martín Mello
Siempre me pregunté por qué Osvaldo Soriano fue tan masivamente exitoso. Vendió más de un millón de ejemplares en vida, en un periodo en que eso no solo no era habitual, sino prácticamente imposible. Si le preguntás a la inteligencia artificial, lo que dice es que se debe “a su estilo accesible y a su carisma”. Digamos que: A+C=S. Ambas cosas son ciertas, pero hay miles de escritores carismáticos con estilo accesible y uno solo tuvo el éxito de Soriano, ¿entonces?
Salimos un segundo del autor y vamos a la literatura como cosa general y abstracta. A las personas que gastamos nuestra libido leyendo novelas nos encanta teorizar, discutimos en clave normativa cómo deben ser escritas las novelas de hoy y de mañana. De todas las variantes posibles de estas teorías hay una que, con alguna que otra variación tonal, se sostuvo a lo largo de los años con la fuerza de la repetición que convierte las arbitrariedades en sentido común. Esta opinión es la vieja y querida: la literatura es un fin en sí misma, no un medio para explicar la explotación, la escasez o los problemas de la propiedad.
Ahora bien, ¿tenemos un problema con esta regla ya inmortal?
En principio, no la comparto, pero no me resulta escandalosa. La idea de la literatura como fin en sí misma fue una salida a la moda de los sesenta que señalaba que la literatura comprometida era inherentemente superior. Mi problema con esta exigencia, y ya que estamos, con todas las demás, es que ataca a la característica principal de la novela: la posibilidad de serlo todo.
Cuando pienso en la novela como arte solidario de contar historias, me parece hermoso pensar en que puede ser desde el compromiso político como La Jungla de Upton Sinclair, o divagaciones estéticas a partir de juegos de palabras como Impresiones de África de Raymond Roussel, o La Espuma de los Días de Boris Vian, hasta un cuentito bien íntimo, cercano y realista de Carver o Chéjov.
Aunque en mis preferencias estén estos últimos autores, parte de su magia está en la posibilidad de lograr lo que logran otros, pero de manera más concentrada, en menos páginas y con menos palabras. Por lo que incluso sus características se ven aun más resaltadas gracias a esa totalidad natural que es la novela.
Algo similar podríamos decir de autores como Thomas Bernhard, cuya prosa de larguísimo aliento y dubitación tuvo un impacto (y muchos discípulos de gran nivel en nuestro país) no solo por su propia genialidad sino, también, como contraposición al estilo literario seco y mínimo que, principalmente desde Estados Unidos, regía como amo y señor de las estéticas del siglo XX.
Entonces, ¿por qué esta obsesión por pararnos de un lado de la hegemonía cuando es evidente que cada estética, cada tema, cada compromiso o cada torre de marfil necesita de su opuesto para reafirmarse en el límite de su camino? No lo sé. Estaremos aburridos… será eso.
Volvemos a Osvaldo Soriano. Este año se cumplen cincuenta años de la publicación de su primera novela: Triste, solitario y final. Y, en relación a lo expuesto anteriormente, Soriano tiene una postura.
César Aira dijo que Copi era el primer escritor post-borgeano, porque era un autor que se cagaba en la influencia de Borges y lo que este significaba. Todos los escritores previos, incluso vanguardistas, tenían que tener una postura en relación a Borges: Copi no. Soriano es un autor que pareciera ni hacerse la pregunta de cómo debe ser la literatura. Da la impresión de ser un escritor que transita su camino de manera elegante, improvisando sobre la marcha, captando al vuelo el espíritu de su tiempo. Esto es solo una apariencia producto de un estilo trabajado. Hoy sabemos que Soriano fue un gran lector y que fue un discípulo ineludible de Georges Simenon, con quien comparte el estilo concentrado en Triste, solitario y final y la lógica detrás de toda la obra simenoniana, a saber: uno o varios personajes normales llevados a situaciones límite para que podamos ver de qué están hechos. Pero Soriano jamás abandona su idiosincrasia nacional. Es un autor profundamente argentino, tanto en su tono como en sus personajes.
Una vez, no me acuerdo por qué, me obsesioné con la “esencia” de las cosas. Me preguntaba: ¿qué es ser argentino? Yo mismo sabía que era una pregunta ridícula. Que ya cierto filósofo nos enseñó que la existencia viene antes que la esencia. Pero igualmente me daba curiosidad la idea de que hubiera una cosa argentina, un algo que nos separara de otras nacionalidades, de otras culturas, para bien o para mal. Y una madrugada en la que salí a pasear porque me había peleado con mi mujer, vi en la calle un grupo de hombres trabajando. Bajaban desde un camión cajas que luego metían en el depósito de un supermercado. Todavía era de noche, estimo que cinco de la mañana. Hacía mucho frío, mucho de verdad. Me quedé hablando con uno de ellos, a quien conocía del barrio. En un momento, el que estaba arriba del camión empieza a patearles las cajas a los que están abajo recibiéndolas y hay una que la patea especialmente fuerte, la caja le da en el pecho a uno de los que las recibía y, entre risas, dice “Eu, esa fue con bronca eh, ¿es porque estuve con tu señora?” y todos empezaron a reírse, y en ese segundo, equivocado o no, pensé que eso era ser argentino. No me imaginaba a ningún tipo de ningún país pateando la caja así y al receptor del acto reaccionando de esa manera. Ahí estaba todo. La camaradería, el hinchar las pelotas porque sí y la imprevisibilidad. Un argentino no va a actuar de la manera convencional, lógica o efectiva, un argentino no es eficiente, no se va a ceñir a lo que su trabajo requiere de él, y no va a reaccionar como se espera que reaccione, no por motivos ideológicos o políticos; simplemente no puede evitarlo.
Las novelas de Soriano, y especialmente Triste, solitario y final, están llenas de situaciones que se resuelven “a lo argentino”. Hay un argentino en Estados Unidos, se cruza en el cementerio con Philip Marlowe, el detective creado por Raymond Chandler, ¿qué hace ese argentino sin un peso ahí? Quiere saber qué fue de los últimos años de vida de Oliver Hardy, el actor que hacía del gordo en “El gordo y el flaco”. ¿Cómo se llama ese argentino? Osvaldo Soriano.
Establecido el conflicto ahora queda resolverlo. Philip Marlowe era un detective extraordinario, pero Soriano (escritor), como buen argentino, jamás nos va a dar lo que esperamos. En esta novela el detective es un señor casi jubilado a quien prácticamente todo le sale mal. No tiene ni para pagar los impuestos. Ni siquiera tiene cocina en su departamento. Soriano decide vivir con él para no pagar un hotel. Para juntar plata van a tomar casos que el detective tenía postergados. El Soriano (autor) logra con el Soriano (personaje) participar de una novela detectivesca de Raymond Chandler, pero esa novela va a ser siempre una novela de Soriano, donde todo va a salir mal por los motivos más delirantes. Cosa rara, esos delirios nunca son inverosímiles. Tal vez la fórmula secreta de Soriano sea delirio más realismo. Entonces: A+C+D+R=S (accesibilidad + carisma + delirio + realismo = Soriano)
Después de fracasar con los casos y de no tener un mango, Marlowe decide ayudar a su ahora amigo con la investigación sobre el gordo Oliver Hardy. ¿Qué hacer…? Ir a alguna biblioteca a revisar los archivos que quedaron de los últimos días del actor. ¿Contactar a su ex manager, algún familiar, ir al barrio donde solía vivir? Por supuesto que no, aprovechando que habrá una entrega de premios, deciden secuestrar a Charles Chaplin con quien Oliver Hardy tuvo una relación compleja a lo largo de su vida…
Después de todo, los que ahora son amigos íntimos están sentados en la mesa de Marlowe. Golpeados, rengos, agotados, derrotados. A punto de pagar las consecuencias de todas las cagadas ilegales que se mandaron. ¿Qué hacer? ¿Escapar, esconderse de la policía?
Se dijo de Soriano que era un mal escritor, una suerte de Arlt moderno, pero sin la potencia de éste. Banal. Simplificador. Efectista. La academia siempre lo vio como un autor menor. La anécdota de la cátedra de Sarlo humillándolo por su falta de estudios universitarios es ya legendaria. Quienes lo defendieron hablaban de su calle, de su sensibilidad y de su amor por las historias. Yo pienso (con un poco de miedo de ser tildado de sensiblón) que lo realmente genial de Soriano, más allá de cualquier intento de fórmula, está en leer esas últimas páginas, ver a Marlowe y al propio Soriano jugando al ajedrez, entregados a su destino, y sentir que uno los quiere y estar triste porque el libro se terminó y va a tener que despedirse de los amigos.
Encontré esa primera edición sin buscarla y la compré, en parte, por esta nota. Muchas gracias.