El dramaturgo y director la pega con Los bordes torpes del ano, realización teatral que se deja incomprender para enseñar una senda luminosa y ascendente
Por Andrés Maguna
Matías Martínez lo hizo. Lo consiguió. Lo logró: hizo una obra maestra. Uno de esos raros diamantes perfectos por sus imperfecciones, por su vibra atómica, por sus bellezas, la interior y la exterior. En este caso, por sus formas escénicas y su fondo de esencia teatral de máxima pureza; además de constituirse como un hito en la historia de la incomprensión.
Porque Los bordes torpes del ano es una obra maestra por donde se la mire, y no hay razones para demorar ese reconocimiento, y fundamento:
La función de Los bordes… a la que tuve la fortuna de asistir fue la del sábado 19 de agosto, en la sala Saulo Benavente de la Vigil, a las nueve de una noche muy fría y ventosa.
Éramos 15 los espectadores desperdigados entre las 262 butacas de la sala: 10 solitarios (yo me cuento acá), una yunta y un trío de amigos, todos con las narices frías, porque no había calefacción ni calor de cuerpos en suficiente número. Y esto lo refiero para que se pueda considerar que el clima no era el más propicio para encender las sagradas llamas del arte de la representación escénica, que los seres humanos cultivamos desde tiempos inmemoriales.
Sin embargo, al empezar la acción sobre las tablas, de forma instantánea, y de manera creciente, la atención de todos resultó subyugada por el impacto visual del escenario dividido en tres partes, cada una iluminada por separado: a la izquierda una mujer-figura femenina (Graciana Tucat) contra un telón con un paisaje campestre pintado, al centro un hombre cincuentón vestido de smoking (Guillermo Peñalves) parado junto a una silla, a la derecha un refulgente proscenio dorado, con un hueco-salida circular son cortina de flecos y un par de objetos –¿columnatas decorativas, querubines?– también de refulgente dorado.
La mujer comienza a hablar con voz impostada, jocosa y socarrona, respecto del hombre, y da una síntesis: que se trata de Carlos Correas, que nació en tal año en tal lugar, que murió tal año en tal lugar, y que escribió La operación Masotta. El hombre, Correas, levanta tímidamente un dedo, como queriendo indicar que quiere decir algo. La presentadora le pregunta por lo bajo “¿qué pasa, quiere hablar?” y enseguida, por micrófono y hacia el público anuncia a viva voz y burlándose: “¡Va a hablar!”. Luego acerca el micrófono a la boca de Correas, y este dice: “Sartre”.
Luego ambos personajes se quedan a oscuras y se enciende, encandilante, el cabaret dorado, llamado El Anchor, mientras una voz en off, sobre música estridente, promociona las bondades del establecimiento, y por la puerta circular, entre los refulgentes flecos dorados, aparece un chongo pelado (Luciano Matricardi), en calzoncillos dorados sobre la piel (toda la piel, incluidos los párpados) pintada de dorado (sí, también refulgente). Luego la luz vuelve al centro, donde Correas está sentado con la presentadora de pie, a su derecha, y hay otro hombre de smoking (Federico Fernández Salafia), parado a su izquierda. La mujer explica que es Oscar Masotta, da su síntesis biográfica, y como éste también quiere decir algo le acerca el micrófono a la boca, y se escucha: “Lacan”. Tras lo cual aparece un tercer hombre de smoking (Martín Fumiato), de quien la presentadora cuenta que se trata de Osvaldo Lamborghini, autor de “El pibe Barulo” (cuyos textos inspiran parte del libreto de la pieza teatral que estamos viendo).
Puede que no haya sido exactamente así, que se me escapen algunos detalles y hasta cosas importantes, pero es difícil ordenar los recuerdos cuando luego, durante casi una hora, lo que se dice y lo que se escucha, lo que se muestra y lo que se esconde, lo que se ve y lo que aparece invisible, va aumentando en velocidad y densidad, en crispación y sugestión, sobre una amplia gama de registros y recursos, que van de los monólogos a los diálogos, de los desnudos masculinos a las mudas interacciones, de los discursos en playback a la sentencias orales asertivas y apodícticas dirigidas al público, de la música y el jolgorio del Anchor a los relatos de suicidios, traiciones y violaciones.
“Acontecimiento-collage-superposición escénica sobre el universo literario de los escritores malditos Carlos Correas y Osvaldo Lamborghini como excusa y prólogo a la violación de Virginia Despentes”, explica el texto promocional de la obra del sitio web de La Vigil sobre esta obra estrenada en el 2020 y que generó desde entonces rechazos prejuiciosos (es decir, sin verla previamente) y adhesiones convalidantes de parte de la comunidad teatral rosarina, como también el apoyo, en diversos momentos, del Estado, con sus condicionantes: por ejemplo, en la página del Ministerio de Cultura de Santa Fe aparece el titular, en abril del año pasado, que grafica: “Obra teatral sobre la homosexualidad masculina en el G15”.
Tal vez sea que se busca compendiar algo que escapa a la lógica del compendio, de reducir lo irreductible de un cosmos en expansión, en un vano intento de ajustar a nuestro punto de vista un infinito universo arremolinado en la cabeza de Martínez, un dramaturgo abismado en su soledad de adelantado, de realizador visionario.
Puede ser cierto, además, que Los bordes torpes del ano no esté destinada a cualquier espectador, ni contra ningún espectador en particular, pero sin dudas cualquier espectador puede acceder a su “dejarse incomprender”, a su original manera de ofrecer un estímulo perdurable a la tendencia popular de “abrir la cabeza” y permitir que vuelen en libertad, adonde quieran y cuando quieran, los pájaros de la imaginación desbocada.
El destino de las impresiones y pensamientos reveladores que provoca esta pieza teatral tendrán la magnitud y perdurabilidad que cada quien esté dispuesto a aceptar.
No solamente resulta muy difícil decir de qué trata la obra, sino también cuesta mucho decir de qué no trata la obra, porque al indagar en el inmenso tópico de la homosexualidad masculina, o el de las violaciones de mujeres, se abren otras puertas y ventanas a la intelectualización de factores, datos históricos, especulaciones filosóficas sobre finales y conclusiones que nunca llegaron ni llegarán, porque son llagas imposibilitadas de cicatrizar.
No vi todas las obras escritas y dirigidas por Martínez, y además sé que las que vi (en especial las más recientes, A la vasta criatura apodó Gólem y Representación nocturna del marqués de Segrebondi) fueron mutando con el tiempo, como es costumbre de este inquieto realizador, que desde pequeño, pareciera, embebe su cabeza con ingentes lecturas de Arlt, Correas, Lamborghini, Masotta, Moyano, el Marqués de Sade, Kafka, Pizarnik, todos los clásicos de la literatura universal, textos de filosofía, de historia, de psicología, de teatro, de cine, de poesía, y muchos más (tengo la certeza, y resulta evidente en todas sus obras, en especial en esta de la que estamos hablando).
Y finalmente: como es una obra maestra que se deja abarcar en su incomprensibilidad, generosa de sus dones inmateriales pero concretos, las actuaciones son tan precisas y destacables como la dirección actoral, lo mismo que el vestuario, que se ajusta a la perfección a las caracterizaciones, con una música y una banda sonora, incluidas unas proyecciones en pantalla gigante, que forman parte indivisible de ese todo escenográfico tan impactante y atrapante que va marcando la senda de una experiencia que transitará en la memoria, en ese futuro que se escurre hacia el pasado. Como los recuerdos de esos mazazos que nos dan en la testa y nos acomodan las ideas y el pensamiento, y nos traen a la realidad de este desquiciado mundo nuestro, allende los torpes bordes del ano. Un mundo que parece haber perdido el sentido y camina, ciego y sordo, entre las rasposas violencias de la estulticia.
FICHA
Título: “Los bordes torpes del ano”. Dramaturgia y dirección: Matías Martínez. Intérpretes: Martín Fumiato, Guillermo Peñalves, Graciana Tucat, Federico Fernández Salafia y Luciano Matricardi. Escenografía: Cristian Grignolio. Vestuario y caracterización: Ramiro Sorrequieta. Producción: Mariano del Grande. Asistencia técnica: Marcela Ruiz Álvarez.