¿Por qué las sesiones de tortura de la Comisaría 7ª y el asesinato y desaparición de Franco Casco no son temas centrales en los debates periodísticos, culturales y políticos de Rosario? ¿Por qué en la prensa local tiene más espacio un policía acusado de torturar, asesinar y desaparecer a un joven inocente que los familiares de las víctimas de gatillo fácil? Un repaso por este caso de violación a los derechos humanos a partir de la absolución de todos los imputados: “un mensaje socioinstitucional gravísimo”, según dice un reconocido jurista.
Por Fidel Maguna
«En psiquiatría hay un estado de ánimo que se denomina “ilusión del indulto”. Se trata del proceso de consolación que desarrollan los condenados a muerte antes de su ejecución; conciben la infundada esperanza de que van a ser indultados en el último minuto. Nosotros también nos aferrábamos a una débil esperanza, e incluso frente a la evidencia creíamos que aquello no sería tan cruel…»
Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
Recién absuelto, el ex comisario Diego Álvarez habla de Viktor Frankl y de su libro El hombre en busca de sentido ante la cámara de Canal 5 de Rosario. Frankl, psiquiatra judío austríaco, fue prisionero en Auschwitz y Dachau y perdió a toda su familia en los campos de exterminio del nazismo; en 1946, al poco tiempo de recuperar la libertad, escribirá la primera versión de su famosa crónica ensayística, entonces titulada Un psicólogo en un campo de concentración. El comisario Álvarez estuvo casi seis años privado de su libertad en distintos penales argentinos, a la espera de juicio, acusado junto a otros dieciocho policías de detener ilegalmente, torturar, asesinar y desaparecer al joven Franco Casco en octubre de 2014. La fiscalía pedía prisión perpetua para catorce de los acusados. Era el primer juicio en Santa Fe que logró juzgarse como delito de desaparición forzada y encubrimiento por un hecho sucedido en democracia, a pesar de no ser el único caso que merezca esta tipificación. Ricardo Moisés Vásquez y Eugenio Martínez Ferrero, dos de los tres jueces del Tribunal Federal Oral N°2, decidieron, el 18 de julio pasado, conceder la absolución a todos los imputados (recién el 25 de septiembre se conocerán los argumentos). El juez Otmar Paulucci, presidente del tribunal, quien votó en disidencia (y a favor de condenar a prisión perpetua al comisario Diego Álvarez, al cabo Franco Zorzoli y a la agente Romina Díaz; a penas menores por encubrimiento a nueve acusados; y absolver a siete) al día siguiente del fallo decía, en una entrevista radial con el periodista José Maggi, que “no hay posibilidad de que los policías imputados no sean partícipes”:
—Casco fue detenido ilegalmente, sin motivos, y llevado a la Comisaría 7ª donde había un lugar siniestro, le decían “La Jaulita”, donde no se podía ver lo que hacían con los detenidos; allí llevaban a las personas mientras averiguaban si tenían antecedentes. Ni a un perro lo hubiese metido en esa celda.
El juez Paulucci está convencido de que el comisario Álvarez y los agentes Zorzoli y Díaz fueron las personas que detuvieron ilegítimamente y estuvieron a cargo de la tortura que terminó con la vida de Franco Casco: Álvarez, en palabras del juez, “era el responsable, fue el que lo detuvo”. Hoy el ex comisario cita por televisión a Viktor Frankl y dice ser inocente. El noticiero más visto de la ciudad le concede, en el horario central, un montaje escénico en el que Álvarez puede hablar de sus emociones, con una planta de fondo y acompañado de las amables preguntas de una notera a la que no le vemos el rostro. Y entonces el televidente puede olvidarse de que ese hombre está acusado de detener ilegalmente, torturar, asesinar y desaparecer a un joven albañil que estaba en Rosario, proveniente de Florencio Varela, visitando a unos familiares; que ese hombre fue jefe de una seccional en la cual, según se probó en el juicio, las sesiones de tortura eran sistemáticas. Diego Álvarez dice ser inocente y dice, también, sentir identificación con un prisionero de Auschwitz:
—Sabiendo que sos inocente, todos los días mirás para arriba, donde está el guardia de seguridad y estás esperando que en cualquier momento te haga señas, te llame y te diga: “Agarrá tus cosas que te vas”. Y ojo, no lo describo yo, esto lo describe Viktor Frankl en el libro “El hombre en busca de sentido”: es un proceso que pasan todas las personas detenidas que se llama “la ilusión del indulto”. A las personas cuando las detienen, en principio empiezan a pensar “en cualquier momento me van a llamar…” Lo decía él en un campo de concentración: “Yo pensaba que en cualquier momento me van a llamar y decir es un error de la justicia y me voy a ir”. Bueno: pasa. Te digo que ese proceso evidentemente se atraviesa. Nosotros vivimos seis años ese proceso. Esperando que en algún momento la Justicia diga: “Nos equivocamos, estas personas son inocentes”. Lo que pasó, finalmente. Finalmente nos absolvieron de culpa y cargo porque saben que somos inocentes.
Álvarez, antes de ser detenido por la Justicia Federal en 2017, era el jefe de la Comisaría 7ª de Rosario, ubicada en Cafferata 342, cercana a las estaciones terminales de colectivos y de trenes. Por aquella época —en la que presumimos que todavía no era lector de Viktor Frankl— su extraña identificación con las víctimas del genocidio nazi no había comenzado. Y decimos “extraña” porque el ex comisario, a diferencia de los prisioneros de los campos de exterminio, estuvo detenido con todas las de la ley y, sobre todo, no estaba condenado a muerte. La figura de las víctimas del nazismo, si se quiere, encuentra más similitudes históricas y legales con muchos de los que estuvieron presos en la 7ª en los tiempos en los que Álvarez era el jefe: detenidos sin motivo, privados de su libertad sin derecho a la defensa, sometidos a torturas físicas y psicológicas, amenazados sus familiares, perseguidos al recobrar la libertad. (En el caso de Franco Casco y siguiendo el relato de la fiscalía, asesinado en esas condiciones, su cuerpo fondeado en el río, las pruebas fraguadas o desaparecidas). Y es notable confirmar que ninguno de ellos habló alguna vez de la “ilusión del indulto”, que ninguno de los jóvenes allí detenidos dijo imaginar que algún guardia le pudiera decir: “Agarrá tus cosas que te vas”. Por eso Álvarez, en su supuesta identificación con un prisionero de Auschwitz, además de citar con errores el texto de Viktor Frankl, también exagera: no todas las personas detenidas sienten esa ilusión, no todos pasan por ese proceso.
Muchos de los que estuvieron detenidos en la 7ª y brindaron testimonio en el juicio contra los 19 policías acusados de la desaparición forzada de Franco Casco, de hecho, parecían tener ilusiones más elementales: que los guardias no los mataran, que no se les fuera la mano en las sesiones de tortura. No esperaban, como Álvarez durante su detención legal, “que la Justicia reconociera su error”, porque ellos, en su mayoría, estaban por fuera del radar de la Justicia, encerrados por causas menores o sin causa (por “averiguación de antecedentes” o, coloquialmente, “portación de rostro”, figura de marcado sesgo racista), amuchados en dos celdas cercanas a una salita de detenciones transitorias a la que llamaban “La Jaulita” y a donde generalmente iban a parar apenas eran detenidos. Ninguno dijo tener la ilusión de que la Justicia reconociera el error: esperaban, sencillamente, que sus cuerpos resistieran hasta que sus guardias se cansaran.
Ni príncipes ni doctores
“En La Jaulita se golpeaba. Estaban todos golpeados, con la cara hinchada”. “Por ahí te ponen las esposas y te dejan colgado en el aire, para hacerte sentir mal, verduguearte, golpearte y maltratarte”. “Te dejan colgado tres o cuatro horas: depende del corazón de ellos”. “El maltrato era en todo momento, agarraban a la gente que andaba por la Terminal, que mayormente es gente que no estaba por un delito”. “Se ponen guantes de látex, cuando recibís el golpe rebota la mano, pero te hace mal: si les pedís agua te la tiran en la cara”. “Es normal que siempre peguen en esa comisaría”. “Cuando se peleaban entre internos entraba el comisario y los agarraba a palazos. Les pegaba con un palo, un palo común, como una caña”. “Cuando no estaban en un buen día te daban cachetazos, te maltrataban, te decían cosas”. “Te esposaban desnudo contra la pared, te daban con fierros, te tiraban con baldazos de agua”. “Utilizaban agua muchas veces, y mayormente te golpeaban con las manos”. “Era lógico que en la madrugada, en esos años, las palizas que te daban. Era normal eso. Tenías que ser un príncipe o un doctor o algo para que no te peguen. Pero si sos uno de la calle o del ambiente, o un delincuente o alcoholizado, la costumbre, la ley, es que te muelen a palos; nunca miden las consecuencias de pegarte. Pegar en la nuca, en el cuello, en los dientes, en la boca, en el ojo, en la cabeza, en la oreja, siempre fue golpear hasta que tu cuerpo o aguante o hasta que ellos se cansen. Las personas que pasaron por ahí, que fueron torturadas o golpeadas, casi ninguno ingresó al Penal, porque no caían con causa, era en el transcurso de seis u ocho horas para averiguación de antecedentes”.
Ni hoy, ni en el 2014, estos testimonios de jóvenes detenidos en la 7ª presentados en el juicio por la desaparición de Franco Casco lograron formar parte del imaginario colectivo de los rosarinos. Lo que pasaba adentro de esa comisaría no fue noticia y sigue sin serlo. Para los medios más consumidos de la ciudad pareciera que también hay que ser doctor o príncipe (o policía, cabría agregar) para que el relato de los hechos pueda ser más que un rumor, o entrecomillada declaratoria en la sección de Policiales, y logre transformarse en noticia. Que allí adentro funcionara, como cuenta el juez Paulucci y como quedó demostrado en el juicio, “un lugar siniestro al que llamaban La Jaulita”, destinado a torturar a detenidos sin causa o por causas menores, para la opinión pública alimentada por nuestros medios parece no haber significado una marca en la historia reciente. Las notas que dieron cuenta del tardío allanamiento de la 7ª (diez meses después de la aparición del cadáver de Franco Casco en el río Paraná, en donde se estima que, después de ser fondeado, estuvo 24 días) se cuentan con los dedos de una mano. La revista Anfibia lo hacía de esta manera:
En julio de 2015 la Justicia Federal ordenó el allanamiento de la comisaría. El cuartito de detenciones transitorias [“La Jaulita”] aún seguía funcionando. Los peritos del Ministerio Público Fiscal de la Nación sellaron las entradas de luz y rociaron las paredes y el piso con luminol, un reactivo que permite constatar la presencia de sangre, aun cuando está vieja y seca. El efecto fue inmediato. Las manchas de un azul brillante, flúor, aparecieron en la oscuridad. Sangre en el piso y las paredes: un frigorífico dentro de una comisaría. Las muestras de tejidos eran tantas -estaban secas, lavadas y mezcladas entre sí- que no pudieron ser analizadas.
“No me peguen más, si ya me tienen detenido”
Franco Casco, albañil de oficio y padre de un niño entonces de tres años, el lunes 6 de octubre del 2014 tenía que regresar a su casa, en Florencio Varela, en el tren que salía de Rosario a las 23.30. Por la tarde se despidió de sus tíos y primos a los que vino a visitar y se fue desde el barrio Empalme Graneros a la Estación Rosario Norte. Le escribió un mensaje de texto a sus padres: decía que los extrañaba, anunciaba la hora de llegada y les preguntaba si podían esperarlo en Retiro. Los relatos de su detención presentados por la fiscalía y los abogados de la defensa no coinciden. Llevaría varias páginas comparar dos versiones. Lo que sí se sabe, gracias a una decena de testimonios, es que, durante la noche del 6 de octubre, la treintena de detenidos de la Comisaría 7ª, distribuidos en dos pabellones, van a escuchar la voz de Franco, proveniente del cuartito de detenciones transitorias. Uno de ellos, Darío Omar Navarro, le dirá a la prensa, años después:
—Con Franco nos dimos cuenta de que no era del palo malo, porque manejaba otros códigos, otros lenguajes, por cómo lloraba, cómo pedía que no le peguen, y nosotros no hacemos eso. Se notaba que nunca había caído en cana.
Los detenidos que conocían los métodos de esa comisaría sabían que gritar, lejos de detener la tortura, la acrecentaba. Los testigos coinciden al describir los gritos de Franco como “desesperantes”, “fuera de lo normal”, “desgarradores”. Dirán que los gritos les impidieron dormir. Uno lo escuchó decir su nombre; otro escuchó que decía: “No me peguen más, si ya me tienen detenido”. Oyeron baldazos de agua y golpes contra las paredes, oyeron sollozos y después oyeron “un silencio total”, como relató, en su alegato, el fiscal federal Fernando Arrigo:
—Los presos relataron que se escuchaba que lo sacudían contra las paredes, se notaba que no era del ambiente, porque no sabía que tenía que dejar de gritar para que dejaran de pegarle. El imputado Benítez le recitaba fragmentos de la Biblia y le decía “arrepentite”, mientras le daba patadas (…) Otro policía le decía: “no seas marica, te vamos a moler a palos, hacete el vivo ahora, no te salva nadie”. Durante la salvaje golpiza Franco gemía de dolor. Esto duró dos horas. Lo golpearon salvajemente. Luego de este primer momento, le tomaron los datos personales, le sacaron fotografías, donde aparece golpeado y con la ropa mojada. Lo volvieron a golpear. En esa nueva paliza participaron Álvarez, Contino y Silva. Se escuchó un silencio total. Les dijeron que se les iba a ir la mano. Un policía dijo: “No se mueve, no se mueve”. Murió por asfixia tal como lo explicó la doctora forense Virginia Creimer.
Al no encontrarlo en la estación de Retiro la mañana del 7 de octubre, y al no recibir respuestas de su hijo, Elsa Godoy y Ramón Casco, los padres de Franco, decidieron venir a Rosario a buscarlo. Días después, cuando Elsa fue a la Comisaría 7ª, le dijeron que su hijo había estado detenido allí, pero no la noche del 6, como confirman los testigos, sino a partir del martes 7 al mediodía, versión que sostendrá la defensa durante todo el proceso judicial. Un suboficial le dijo que el joven estaba “dado vuelta, que levantó un cascote del piso y se los tiró”. La madre no le creyó y pidió ver el libro de guardia. La hicieron esperar al menos una hora. Finalmente, el suboficial se lo leyó, pero no la dejó mirarlo y ella no pudo ver si la salida estaba firmada. A partir de ese momento fue a la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia, a la Fiscalía, buscó a su hijo por hospitales, visitó una morgue, comenzó a pegar fotos de Franco por la zona (que sistemáticamente eran arrancadas) y a recibir el apoyo de agrupaciones de derechos humanos, políticas y sociales.
El 30 de octubre unas 300 personas se movilizaron hasta las puertas de la 7ª pidiendo su aparición con vida. Había aparecido un cuerpo flotando en el río Paraná, pero todavía no se había confirmado que era el de Franco Casco. Una crónica sin firma de la movilización, aparecida en el diario La Capital, empezaba a malear la historia:
La única novedad respecto del caso es que ayer, para sumar otras aristas al misterio sobre el paradero de Casco, tres testigos dijeron haberlo visto el domingo en un templo evangélico del barrio Luis Agote, cercano a la comisaría 7ª y pidiendo por ropa y comida. En este sentido, el secretario de Control de las Fuerzas de Seguridad de la provincia, Ignacio Del Vecchio, confirmó que el pastor y dos empleados de una parroquia ubicada cerca de la terminal de ómnibus habrían tenido contacto con el joven el domingo pasado.
Ese párrafo, de dudosos criterios periodísticos, marcaría la tendenciosa y ambigua línea editorial con la que los medios hegemónicos de Rosario cubrirán el largo proceso judicial. Pero, en este caso, el equívoco o la mentira del pastor y los empleados del templo evangélico no irá demasiado lejos, porque ese mismo día se confirmaba que el cadáver aparecido en el kilómetro 418 del río Paraná, a la altura del Club Náutico, era el de Franco Casco.
Violación a los derechos humanos
El cuerpo presentaba signos de descomposición y mordeduras de peces. El río no sólo funciona para desaparecer un cuerpo, sino para que las marcas infringidas sobre el cuerpo también desaparezcan: se trata, en palabras del fiscal Arrigo, “de un buen mecanismo antiforense, pues se deshacían de los rastros de torturas”. De un brazo y de una pierna del cadáver de Casco colgaban dos trozos de soga —presentes en las primeras fotografías que le tomaron apenas lo sacaron del agua— que desaparecerían antes de llegar a la morgue. Sus padres lo reconocieron por los tatuajes: “Thiago”, el nombre de su hijo, escrito en el antebrazo izquierdo, y unas estrellitas en el cuello. Para la perito forense Virginia Creimer, quien realizó una autopsia en mayo del 2015, la muerte de Franco se produjo por asfixia:
—La muerte de Franco es violenta, se produce por una asfixia, a raíz de los elementos anatomopatológicos encontrados. Hubo lesiones en carácter de torturas, como las microfracturas en el maxilar superior, que fueron evaluadas en la morgue de Nación por la jefa del servicio de odontología forense. Esas fracturas aflojan los dientes y se van perdiendo post mortem, pero son fracturas vitales, es decir producidas en vida.
Sería imposible hacer entrar en este artículo la larga historia que va desde la aparición del cuerpo de Franco Casco hasta la absolución, casi nueve años después, de los 19 imputados por asesinato, desaparición forzada y encubrimiento. Estudiar cada trama de esta historia ayudaría a entender por qué los acontecimientos aquí brevemente anotados no significaron, todavía, una marca en el inconsciente colectivo de los rosarinos; por qué esta historia parece no formar parte de la Historia oficial; por qué el asesinato sistemático de la Policía no es un tema central de debates periodísticos, culturales y políticos; por qué los testimonios de los detenidos en la 7ª (prueba de máxima relevancia para un juicio por desaparición forzada) aparecen, en la opinión pública, solapados por el relato, por ejemplo, del comisario que sentía “la ilusión del indulto”; por qué no hay una indignación generalizada ante el hecho de que ningún responsable de este crimen haya sido condenado. Seguramente la prensa local tenga algún grado de responsabilidad, ya que, más allá de notables excepciones, contribuyó desde el día uno a crear un clima de sospecha (desde la difusión en La Capital del falso testimonio del pastor evangélico, cuando los padres de Franco seguían buscando a su hijo; pasando por la difusión del diario Conclusión y otros medios, durante el juicio, de un video que, supuestamente, “muestra que Casco salió vivo de la comisaría”; hasta la acrítica entrevista a Álvarez en Canal 5). Y, también, a que el caso haya sido tratado —por amplios sectores de la prensa, la política y la Justicia— como un caso de homicidio simple y no por lo que fue juzgado: detención ilegal, tortura, asesinato y desaparición forzada seguida de encubrimiento.
El escritor y periodista Osvaldo Aguirre publicó una de las notas más completas (y más críticas) sobre el fallo del tribunal, titulada “¿Quién mató a Franco Casco?”; pero en su enunciado tal vez no era del todo claro con esta diferencia básica entre el homicidio común y un hecho de violación a los derechos humanos en el que se inscribe el asesinato y desaparición forzada de Casco: la pregunta de relevancia, en este caso, no es “quién mató”, sino quiénes mataron, desaparecieron y encubrieron el homicidio. Quiénes y, también, qué institución lo hizo y en qué marco se inscribe este delito. Caben entonces otras preguntas: ¿Cómo funcionan los engranajes de esa institución para la cual estas prácticas son frecuentes y pueden implicar tanto al comisario y al policía de calle que detienen ilegalmente, torturan, matan y desaparecen como al burócrata que, sin haber visto jamás a la víctima, oculta información y fragua pruebas? ¿Cómo probar un delito en el cual las pruebas estuvieron durante meses en manos de los acusados, el lugar de los hechos tardó meses en ser peritado, y en el cual los testigos fueron amenazados para que cambiaran sus declaraciones? Cabe agregar que Rodolfo Walsh en ¿Quién mató a Rosendo?, título que parafrasea la nota referida, investigaba, resolvía y narraba un homicidio simple ocurrido en un tiroteo en una pizzería. En el caso de Casco la investigación ya fue hecha —y resuelta— por la fiscalía, que, al igual que la familia de la víctima, no duda en señalar a los responsables de asesinar y desaparecer a Franco Casco.
El abogado magister en criminología Enrique Font, en una entrevista radial con Leo Ricciardino realizada el día posterior a la absolución de los imputados, pondrá el foco en esta diferencia elemental para distinguir un caso penal común de un caso de violación a los derechos humanos, explicando cómo se modifica la carga de la prueba y el estándar probatorio:
—Está probado que a Franco se lo vio con vida por última vez en una comisaría. Está probado que la Fiscalía provincial, durante el mes en el que se quedó a la fuerza con la investigación, cometió gravísimos errores, o cosas peores que errores, y arruinó todo lo que pudo la investigación. Está clarísimo que, en su momento, Lamberto, el ministro de Seguridad de Bonfatti, no hizo lo que políticamente correspondía ante una situación que ya se tipificaba como una posible desaparición forzada. Si vos sabés que alguien estuvo en la comisaría y no aparece, el caso, por convenciones internacionales, hay que trabajarlo así (…) Eso no se hizo. Después se fue viendo el gran esfuerzo de los policías involucrados por dificultar toda la investigación (…) Uno no puede tratar la responsabilidad penal —en un caso de detención ilegal, tortura seguida de muerte y desaparición forzada— como si fuese un caso penal común. ¿Por qué digo esto? Porque este tipo de delitos, que además de delitos son violaciones de derechos humanos, ocurren en lugares donde el dominio de la situación es casi total y absolutamente de los perpetradores de los hechos. Entonces uno tiene que tener un estándar de pruebas que, sin violar el estándar de pruebas del derecho penal, reconozca que es imposible probar absolutamente todo. Va a haber huecos donde vos tenés que hacer una lectura de las otras pruebas para poder interpretar lo que sucedió. Es muy difícil probar cómo lo mataron. Sí: sabemos que lo torturaron, están los testimonios de los presos (…) Las pericias no fueron contundentes, pero que un cuerpo aparezca veinticuatro días después… ya sabemos que si alguien se cae al agua, en la zona del río Paraná, en dos o tres días aparece. La pericia, aunque por el estado del cuerpo no lo pueda probar, te sugiere que ese cuerpo fue fondeado, que en algún momento se suelta, y que cuando se suelta (por los gases de la descomposición) flota y entonces aparece. Hay muchos elementos para condenar (…) El mensaje socioinstitucional de esta sentencia es gravísimo. Después de lo de Casco recogimos numerosos testimonios de jóvenes torturados por policías, detenidos ilegalmente, a los que les decían: “vas a terminar como Casco”, “vas a terminar en el río” (…) Es cierto que para una condena penal necesitás certeza absoluta de cómo fueron los hechos (yo creo que en este caso la certeza estaba, tensionada pero estaba) pero, más allá de eso, cuando uno habla de violación a los derechos humanos, de que la responsabilidad internacional de un Estado por las convenciones que firmó, la prueba cambia, porque el que debe probar que una persona que entró en una comisaría y aparece muerta no fue asesinado, es el Estado. Cambia la carga de la prueba y cambia el estándar probatorio. Por eso digo: en términos de violación internacional a los derechos humanos yo creo que, con lo que hay, ya hay elementos para hablar de una violación internacional a los derechos humanos, haya o no haya condenas penales. Y hay una segunda violación, que es la mala investigación, porque los Estados tienen la obligación de investigar de manera pronta, efectiva, y eso, evidentemente, en el comienzo de la instrucción, durante los primeros meses de la investigación, no sucedió.
Mutua identificación de las víctimas
La tarde del lunes 28 de agosto, un mes y diez días después de la absolución de todos los imputados por el asesinato y desaparición de su hijo, Ramón Casco encabeza, junto a otros familiares de jóvenes rosarinos víctimas de la violencia institucional, la 8ª Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil. En 2016 Elsa Godoy falleció por un cuadro de Chagas: “No quiero morir sin ver que se haga justicia”, relatan que solía repetir durante los dos años que sobrevivió a su hijo. Ramón y los otros familiares visten remeras blancas, estampadas con fotos y nombres. También hay banderas y pancartas con más rostros y nombres. En la bandera que sostiene Ramón puede leerse: “Franco Casco. Todxs sabíamos. Haremos justicia”. Detrás de ellos marchan alrededor de dos mil personas, la mayoría nucleadas en agrupaciones políticas, sociales, académicas, sindicales y de derechos humanos. Hay prensa, pero no están los móviles ni de Canal 5 ni de El Tres. Tampoco distingo fotógrafos ni cronistas de La Capital, medio obsesionado con el tráfico en el centro, a juzgar por la única nota que le dedicó a la movilización, titulada: “Habrá desvíos en el transporte urbano por la marcha nacional contra el gatillo fácil”. La columna, que mide dos cuadras y salió desde los Tribunales Provinciales, se detiene en el boulevard Oroño, junto a los Tribunales Federales, en cuyas puertas, ahora cerradas, se pegan y cuelgan decenas de papeles con retratos y nombres de víctimas de la Policía. Terminada la intervención, la columna sigue su rumbo por el centro de Rosario. Llegando a destino (la plaza San Martín, frente a la sede de la Gobernación) se empieza a oír, más como un murmullo que como un grito, una canción popularizada en las marchas de los 24 de marzo:
Como a los nazis
les va a pasar
adonde vayan los iremos a buscar…
El canto viene desde adelante, desde el grupo de familiares, cuya identificación con sobrevivientes y familiares de las víctimas del genocidio militar argentino —a su vez identificados con familiares de las víctimas del genocidio nazi— en este caso es mutua: son innumerables los puntos de contacto, concretos y simbólicos, que emparentan las dos causas. El victimario, ante todo y a pesar de los años transcurridos, es el mismo: el Estado. De hecho, esta movilización forma parte de la denominada Jornada de Lucha, que comenzó al mediodía, frente a los Tribunales Federales, para oír las sentencias (en este caso ejemplares: 16 cadenas perpetuas) en la Causa de lesa humanidad Guerrieri IV. Muchos de los que están acá estuvieron al mediodía, y muchos de los que estuvieron al mediodía están acá.
En el centro de la plaza, a los pies de la estatua de bronce de San Martín montado en su alazán, hay un austero escenario al que se suben, micrófono y papeles en mano, Julieta Riquelme y Augusto Vergara, quienes visten remeras con los rostros y los nombres de Jonatan Herrera y Brandon Romero, respectivamente, dos jóvenes asesinados por policías. Él menciona a las organizaciones y personas que adhirieron a la marcha; cuando termina, ella lee el documento oficial*, que empieza exigiéndole al Estado “que deje de detener arbitrariamente, de hostigar, de requisar, de humillar, de golpear, de manosear, de maltratar, de torturar en cárceles y comisarías, de ejecutar y desaparecer personas”. A partir del tercer párrafo, el documento explicita el parentesco de esta lucha con la que hace más de cincuenta años comenzaron familiares de las víctimas y sobrevivientes de la última dictadura militar argentina:
Las víctimas, sus familiares y las organizaciones debemos realizar un trabajoso e incansable proceso político de construcción de memoria, verdad, justicia y castigo a los culpables; como tuvieron que hacerlo nuestras Abuelas, Madres e HIJXS. Y más recientemente en nuestra ciudad familiares de las víctimas de la represión del 19 y 20 de diciembre del 2001 y los Padres del Dolor. Recientemente, luego de un camino de arduas luchas por Memoria, Verdad y Justicia emprendido desde 2014, transitamos el Juicio Oral y Público que investigó la desaparición forzada seguida de muerte e imposición de torturas de Franco Casco en los Tribunales Federales. Un juicio que comenzó a fines del 2021, en el que 19 policías se encontraban involucrades como autores y encubridores. Pese al voto condenatorio del Presidente del Tribunal Otmar Paulucci, los jueces Martínez Ferrero y Moisés Vázquez determinaron absoluciones a quienes detuvieron ilegalmente, torturaron, asesinaron y desaparecieron a Franco Casco. El 18 de Julio quedará en la historia de la ciudad de Rosario como un día en el que en medio de la crisis de violencia urbana que vive la ciudad y que genera tanto sufrimiento, asistimos a un fallo vergonzoso para quienes deseamos vivir en una sociedad más justa, menos cruel y desigual. El juicio se desarrolló en un contexto de acciones de hostigamiento sistemático en redes sociales y en el espacio público a les familiares de Franco y en una campaña de desprestigio a las organizaciones sociales, políticas y de derechos humanos que acompañamos el pedido de justicia. Estas prácticas se inscriben además en las innumerables acciones de encubrimiento y negacionismo de la propia policía, de actores políticos, judiciales y mediáticos. El Tribunal Federal de Rosario garantizó impunidad…
Mientras oigo la lectura del documento no puedo evitar pensar en el comisario Álvarez y en su escena en el noticiero. Me pregunto por qué Canal 5, por qué El Tres, por qué La Capital no están acá; por qué la solitaria identificación del ex comisario con las víctimas tiene más prensa que esta colectiva —y correspondida— identificación de las víctimas. “El periodismo cuenta la primera versión de la Historia”, dice una vieja premisa que parece no aplicar a la ciudad de Rosario del año 2023, en donde, al parecer, las primeras versiones de la Historia se siguen contando en documentos que se leen en las plazas. Tal vez la conciencia de formar parte de una colectividad, y el saber que sus identificaciones históricas son correspondidas, hacen que Ramón Casco, desde un costado del escenario en donde escucha el final del documento, luzca seguro y tranquilo, a pesar de no encontrar, todavía, justicia por la detención ilegal, la tortura, el asesinato y la desaparición de su hijo. No tiene a la prensa ni al poder judicial a su favor, pero tiene a miles de compañeros con quienes seguramente esté esperando los argumentos de los dos jueces que absolvieron a todos los acusados. Recién se conocerán el 25 de septiembre, fecha que será para las personas que están en esta plaza, seguramente, un nuevo punto de partida.
*Documento Oficial de la Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil. Multisectorial Contra la Violencia Institucional. Rosario, 2023:
Una nota tan valiosa como infrecuente en los medios locales por dos motivos.
Primero porque es fundamental sostener una lucha cultural para que los hechos de violencia institucional se caracterice también como violaciones a las obligaciones internacionales asumidas por el Estado argentino, o sea violaciones de derechos humanos. Si logramos sostener esa caracterización social y políticamente, la lucha por la justicia va mucho más allá del imprescindible objetivo de la condena penal a los perpetradores. Y se abre a formas más integrales de reparación y sobre todo a la obligación del Estado de tomar medidas para la no repetición.
Y segundo, por la manera en que en la nota se da cuenta del rol de medios y periodistas en el sostenimiento de las condiciones que hacen posible la violencia institucional/violaciones de derechos humanos.