Cae la tarde sobre La Higuera

56 años de la muerte de Ernesto Che Guevara

Por Mario A. Chavero

Cae la tarde sobre La Higuera. Hace rato sonaron las últimas ráfagas allá abajo, en la quebrada del Yuro. Después el silencio (la tensión, la espera). Los habitantes del caserío ven entrar a un grupo de hombres. En el medio va usted, Guevara, que sabe que va a morir.

Avanza despacio, rengueando, sostenido, empujado, tironeado por una jauría.

“Tenemos a Papá”, se había escuchado por la radio. El general se frota las manos: los mismos ojos, la misma mueca que años después repetirá otro general en Chile, y otro en Argentina, y otro… Países que ahora se mezclan, Guevara, como en un rompecabezas.

Tiene astillada la tibia y ya usted presiente que el final está cerca. Sabe que va a morir. Por la calle central y única, piedra y polvo que se levanta a su paso, entre la doble hilera de casas de adobe, como un latigazo reverberan feroces, terminantes, sus propias palabras: cuando una Revolución es verdadera, o se triunfa o se muere.

Flanqueado de fusiles que lo hostigan, otra vez esa imagen: Caraguatay, su padre, la selva misionera. Antes, el barco bajando el río, usted pegando pataditas, empujando, pidiendo vida.

Cuando hace unos días empezó el último ataque, aura tiñosa que ya no lo suelta, regresa a Alta Gracia, a aquel partido de rugby, la eterna garra cerrándole el pecho. Entonces firmaba Chang-Chow sus notas en la revista deportiva, porque para sus amigos usted era el Chancho: nunca le gustó eso de la moda, el andar prolijo. Baudelaire al traje, la alta sierra a los jardines confortables. Sale un momento para quitarse esa garra a golpes de medicinas. Vuelve a la cancha a ganar el partido y tropieza. El hombre no se mide por las veces que cae sino por las que se levanta, piensa.

Y ahora cae y vuelve a levantarse. En ese lugar, muchos años después, manos campesinas, mineras, estudiantes, harán una estrella como una plaza, cinco puntas como en su boina guerrillera.

Pero la jauría lo empuja y sigue el sendero que lleva a la escuela. Un río caudaloso, usted con su amigo despidiéndose de los leprosos en aquel rincón olvidado del Amazonas peruano. Les enseña a jugar a la pelota y esos hombres, con sus terribles llagas y muñones, le construyen una balsa y lo despiden, con los dientes apretados pero aceptando, porque saben que no pueden detener su marcha. Marcha de amor y de odio para repartir, según corresponda, mientras sigue subiendo bajo la lluvia centroamericana. Para entonces ya le ha dolido mucho eso que con alivio escuchará decir a Abdala: el amor, madre, a la patria, no es el amor ridículo a la tierra, ni a la hierba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca. Ya le ha dolido mucho ese odio y por eso amaba tanto y sale a caminar la América y se descubre usted mismo y se hace mientras abraza y mientras sufre.           

Escapa de la Guatemala violada y llega a casa de María Antonia. Antes de golpear la puerta, el rostro de su madre devolviéndole la mirada de futuro mientras usted camina por el andén de Retiro, clamando: ¡aquí va un soldado de América!

Pero esta otra puerta, ahora, doce años después, es abierta a culatazos y a patadas. Sólo un par de hombres entran sosteniéndolo. El resto espera afuera, entre el silencio de un caserío por cuyas ventanas asoman ojos rasgados que guardarán en su memoria el futuro de su mirada.

Ahora usted respira su asma sentado en el suelo, apoyado contra la pared de adobe. Tiene la tibia partida en pedazos pero el dolor es el del hermano Cienfuegos, perdido antes de tanto abrazo postergado. El dolor es la pobreza, la muerte de tanto campesino.

Y como empieza a dolerle esa mujer, regresa a su país a liquidar las materias que lo separan del título. A embarcarse nuevamente en esa marcha incesante, ya más clara y más urgente. Otras tierras reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos, dirá una y otra vez para justificar sus partidas.

Los captores quieren interrogarlo. Usted les dedica por un instante una mirada llena de lástima y desprecio. Son todos mercenarios, le ha dicho a un amigo que pretendía alertarlo sobre el peligro de enfrentar a estos ejércitos. Con el mismo desdén con que enfrenta a sus ejecutores, quienes no pueden mirarlo de frente mientras gatillan sus armas.

Y usted, Guevara, sonríe. Y recuerda a su madre, contándole para siempre aquel viaje en barco para parirlo en Rosario, y la selva de Caraguatay donde era un duende más en medio del yerbatal, y su país al que le ha ido borrando las fronteras, y las noches en que ha hecho sus hijos. Y recuerda otra vez, como tantas veces al borde de la muerte, el mismo cuento de Jack  London y recuerda…

Y usted, Guevara, sonríe, porque sabe, sabe que va a vivir.

8 de Octubre, 1998

La antigua escuelita de La Higuera

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