Sobre la carta abierta de Martha Argerich y Bloody Daughter, película de su hija Stephanie
Por Lucía Sbardella
En la universidad tenía un profesor que nos contaba la biografía de cada autor antes de estudiarlos. Además de humanizarlos, me parecía interesante encontrar, a partir de esos relatos, una coherencia política entre la vida de esos autores y sus formulaciones teóricas. En particular, me había llamado la atención la vida del sociólogo francés Pierre Bourdieu.
El profesor nos contó que el pequeño Pierre fue hijo de una familia agrícola y que creció en una aldea llamada Bearne situada en el suroeste de Francia. Su padre había sido aparcero hasta los treinta años, y luego se dedicó a ser cartero rural, en tanto su madre provenía de una familia campesina. En el inicio de su escolaridad, Bourdieu asistió a un liceo como lo haría cualquier niño de sus orígenes. A pesar de provenir de una provincia que se hallaba en una situación marginal dentro de Francia, debido al uso de un dialecto regional, el bearnés, se destacó de tal manera que un profesor (probablemente con una lectura agudizada de sus alumnos) insistió a la familia para que su hijo estudiara en la Escuela Normal Superior de París, un centro de élite en el sistema educativo francés.
Los pasos del bearnés por estos enclaves de la vida intelectual francesa concluyeron en el Bourdieu que, más tarde, cambiaría el rumbo de la sociología moderna. Creo que es clave para comprender la obra de Bordieu la contradicción entre haber integrado espacios comúnmente destinados a la burguesía parisina y sus orígenes campesinos. Contradicciones que, no obstante, lo acompañaron en la formación de su pensamiento, y que son notorias en su trabajo sobre las instituciones educativas y las diferencias sociales.
«¿Cuáles eran las condiciones de vida que “por destino” (sólo por adjudicársele una categoría) se le ofrecían a Bourdieu en razón de sus orígenes?», nos preguntó el profesor en la clase. Yo respondí: «Y… posiblemente, ser campesino». Sería poco juicioso de mi parte decir que Bourdieu pudo ser Bourdieu gracias a la iniciativa de aquel profesor de liceo, pero no, en cambio, decir que por medio de.
Teniendo esto en mente, el otro día leía la carta de Martha Argerich (ver abajo) en la que lamenta la negativa del Ministerio de Cultura de la Nación para la continuidad de las Becas Argerich en Argentina, iniciadas en 2021. Las becas consistían en el acceso a un programa de formación intensivo para jóvenes músicos de orquestas infantiles y juveniles de los barrios populares. La carta también cuenta que algunos estudiantes fueron contratados y se convirtieron en profesores de las orquestas, cambiándoles “la vida en cuanto a su futuro, de manera notoria”.
Martha Argerich no necesita de una presentación. Creo que es suficiente decir que es una de las mejores pianistas del mundo. Ahora bien, quisiera traer acá algo que la misma Argerich incluyó en la carta: la imagen de aquella pequeña de doce años que, a mediados de 1954, visitaba junto a su madre al presidente de la Nación.
Es conocida la anécdota del intercambio entre Argerich, su madre y Perón cuando éste le pregunta: «¿Y adónde querés ir, ñatita?» Así fue que el presidente le concedía a la pequeña Argerich la oportunidad de viajar a Viena a formarse con Friedrich Gulda, pianista austríaco referente del siglo pasado.
Para quienes no venimos de la música, pero sí “tocamos de oído” los grandes nombres de su historia, la sensibilidad política de un artista es una licencia con la que le permitimos el ingreso a nuestro mundo pues, contrariamente a quienes prefieren el divorcio entre la obra y su autor, estamos aquellos a quienes nos convoca el artista que recuerda recordar. Y no se trata de hacer “obras políticas”, de “contenido político”, ni de declarar una afiliación política. Si así fuese, bienvenida sea toda afirmación partidaria que tranquiliza a los apegados a la letra, aunque el gesto de recordar el punto de partida, el origen, que dio lugar a la transgresión de un “destino”, también es político.
La figura de Argerich es vital para comprender la presencia de un Estado en el ámbito privado —la mano del Estado[1]—, lo que es distinto a un Estado “paternalista”, como han osado llamar aquellos que celebran la flaqueza del país a costa del cierre y desfinanciamiento masivo de instituciones y programas estatales[2]. Con el mismo atrevimiento podríamos decir que el sentido cardinal de la cúpula política actual pareciera ser el de generar las condiciones de un estado de naturaleza —en el sentido hobbesiano, en el que acecha permanentemente la emergencia del conflicto, la incertidumbre y el miedo colectivo— sin una racionalidad política capaz de presentarse a sí misma como poder legítimo.
Bloody Daughter (2012) es una película de Stephanie Argerich, hija del matrimonio entre Martha Argerich y Stephen Kovacevich, un pianista y director de orquesta norteamericano. La película es un registro intimista de Argerich, pero también un retrato amoroso de la relación entre una madre y una hija, con las peculiaridades propias de compartir la vida con una pianista famosa y, sobre todo, una persona con una extravagante —y divertida— personalidad.
Es una película hecha de las reminiscencias que se despiertan en el transitar de la memoria de su narradora, como lo haría Proust en la escritura de En busca del tiempo perdido. Así, a medida que recuerda, construye el montaje de la película que oscila, con su propia sabiduría, entre el recuerdo de su padre emocionado al ver los manuscritos originales de Beethoven hasta la imagen de los pies de su madre tocando el piano, y tantas otras que corren por cuenta del espectador.
El embelesamiento que nos provoca la imagen de Argerich tiene que ver con el contraste que nos permite ver el film entre la sencillez irreverente de la pianista y la majestuosidad de las piezas musicales que revive cada vez que interpreta. Contrariamente a esperar encontrarnos con la soberbia de una mujer como veríamos en Tär de Todd Haynes, conocemos a una Argerich sin petulancias. Tenemos varias escenas que retratan el tono de la pianista: una en la que se encuentra a punto de salir a tocar y se queja de la seriedad con la que la tratan; en otra, sus hijas Stephanie y Annie Dutoit cuentan lo desatenta que era su madre en relación a los protocolos escolares y cómo Argerich las instaba a faltar a clases: «Ella decía: ¿Por qué ir a la escuela? ¡Quédense!» Una de ellas me gusta en particular: cuando Dutoit cuenta cómo esperaba que su madre la regañara por haber obtenido una mala nota y la actitud de Argerich, en cambio, fue de celebración porque desconocía cómo se calificaba en la escuela. Sin duda es simpático ver cómo las hijas de la pianista ocupan el lugar de “adultas”. Incluso en otra escena, Argerich reflexiona sobre su rol materno cuando se le pregunta sobre su primera hija, Lydia Chen: «Me sentía un poco como la hermana de Lydia, como si fuera su hermana mayor».
Es interesante ver cómo esas tensiones que podrían tornarse un conflicto irresoluble al interior de la vida familiar, parecen desenvolverse dentro de una lógica creada para sus propios trayectos vitales, inventándose un sistema de vida particular y, con él, sus propias reglas.
La película de Argerich —como en general sucede con los films sobre artistas— termina en un punto donde la emoción necesita aterrizar en otro lugar. Y porque la emoción queda con hambre, aterrizamos en la obra de la propia pianista. Entonces continuamos viendo Bloody Daughter en las interpretaciones de Argerich reproduciendo algún Piano Concerto… aunque esta vez se trate de nuestra relación con ella, o antes bien, de lo que Martha Argerich hizo felizmente con nosotros.
[1] La expresión es una referencia al artículo de Francisco Pozzi sobre Argerich en Página/12.
[2] Ni hablar de las universidades públicas de las que proviene la mayoría de los políticos del gobierno presidencial actual.
Excelente! Que claridad y que convincente son tus palabras!!
Muy interesante el artículo, aún para mí que sólo soy un navegante ocasional en el campo de la cultura y especialmente “analfabeto” en el de la cultura musical. Hay una alusión implícita al deplorable escenario de la política argentina, que si bien nunca fue brillante, ahora ha caído al borde del infierno de un capitalismo salvaje y de maridaje abyecto con las potencias más imperialistas y guerreristas de la Historia. Obviamente no lo dice así la carta de Martha Argerich, sólo menciona un síntoma.
En cuanto a la redacción del texto, insisto, como lo he hecho frente a escritos de varios amigos de Facebook, que en lugar de “Sin dudas” debió escribirse SIN DUDA, así, en singular. Gracias Fidel por divulgar los gestos de seres humanos que merecen ese nombre.