Flaco

Menotti entrenando al Huracán campeón de 1973.

Por Carlos Zeta

El fútbol que nos gustaba tenía su nombre. El que nos llevaba, siempre, a los potreros de la infancia, cuando jugábamos a la pelota y, en el pan y queso, nos importaba más elegir a los amigos que elegir a los mejores, porque jugar a la pelota era poner en juego una manera de vivir y una manera de sentir.

Tenía nueve años cuando me hice menottista, aunque no lo supe hasta mucho después. Fue una tarde que quedé deslumbrado por el Huracán del 73. En aquel tiempo había que esperar con paciencia para recoger algunas pinceladas de ese fútbol espléndido en imágenes llenas de sombras y pésimamente editadas que ofrecían los noticieros de la televisión. O rogar que el viejo quisiera desandar los cuarenta kilómetros que nos separaban de las canchas importantes, y ver un ratito de aquel equipo irrepetible. Cuando eso ocurría, yo sabía que era verdad, que el fútbol era una travesura que nacía en la cabeza y en el corazón, pero se hacía con los pies. Y que se podía jugar así de lindo.

De su mano supe del Hueso, del Inglés, de Miguelito. Y supe, sobre todo, que el fútbol se podía pensar y que el puñado de elecciones culturales, sociales, políticas, sentimentales, que iban tejiéndose para formar el lienzo de lo que empezábamos a ser, podían (incluso necesitaban) ser armónicas con ese juego que era nuestra pasión porque nos animaba una certeza ética: jugar como se vive es una forma de vivir como se juega.

Menotti y Houseman en 1978.

Porque no hay mejor manera de ganar. Porque es la única manera digna de perder.

Después… las mil polémicas, pero esa cáscara de banana no la voy a pisar otra vez.

Solo diré que en una de las tantas con la que atizaron su vena de polemista, salió por arriba con una frase inolvidable. Insultado por un arquero brillante cuya pobreza discursiva podría valerle un lugar destacado en el actual gabinete presidencial argentino (que solo tiene vedado por su condición de extranjero), el Flaco respondió: «El Ministerio de Educación está desperdiciando una oportunidad única… deberían contratarlo y pasearlo por todas las escuelas del país, para que los pibes aprendan cómo era el hombre hace 150 mil años».

Hace mucho que el fútbol que nos enseñó, rescatando el legado en el que creía (y en el que nos hizo creer, para siempre), está en una pendiente que parece irreversible.

Sin embargo, se subió (y nosotros nos subimos con él) a una última ilusión y otra vez fuimos felices y nos llenamos el alma y los ojos con esa gesta irrepetible que ocurrió a miles de kilómetros… quizá para que no se nos olvide que se trataba de un oasis, porque lo que en verdad nos espera es un desierto.

Qué sé yo. A cierta edad, cuando se muere la gente querida, en esa muerte confluyen todas las ausencias. Y algo se resta, irremediablemente, y vamos quedando pedacitos de lo que fuimos, soñando sueños en una lengua que ya no existe.

Por eso solo quiero decir gracias, Flaco. Hiciste feliz al pibe que fui. Y por eso estuviste, estás ahorita mismo, y habrás de estar siempre en el incierto tiempo por venir, en el lugar más tibio de mi apesadumbrado corazón.

Que tengas el viaje que te ganaste: la cabeza en alto, la pelota bajo la suela, el faso encendido, y la mesa de los grandes esperando por vos.

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