A la ciudad de Rosario llegó el espectáculo Servián, el circo con su enorme “carpa castillo” y una propuesta aturdidora, estupidizante, a tono con los tiempos que corren, y en concordancia con el estreno en Argentina de la película El planeta de los simios: nuevo reino, de la saga ficcional en la que los primates son las personas, la “gente de bien”, y las personas somos las bestias brutas
Por Andrés Maguna
En el planeta de los simios (la Argentina de hoy, la Argentina del virreinato de Milei) el nuevo circo forma parte constitutiva, indispensable, del relato, el modo de narrar que imponen quienes accedieron al poder de gobernarnos por cuatro años. Ese nuevo circo tiene la finalidad de aplanar conciencias y pensamientos, el propósito de acallar el debate y la disidencia exagerando a tope el efecto aturdimiento, y, sin dudas, busca el acatamiento sin chistar de un buen número de la población (a la que el gobierno llama peyorativamente gente de bien) con fines de dominación y lógica de mercado.
Como otra prueba contundente de que el viejo y querido circo está muriendo, llegó a Rosario el espectáculo de carpa gigante Servián, el circo y plantó sus reales en la rotonda de Francia y Scalabrini Ortiz. Allí concurrí, cordialmente invitado, el viernes 10 de mayo, en compañía de Belén, contratada por Revista Belbo para tomar las fotografías que acompañan este texto.
Antes de empezar el aturdimiento (una banda sonora de dos horas a un volumen rompetímpanos) me di cuenta de que no se trataba del circo Servián de antaño, como tampoco tenía nada de los viejos y hermosos circos trashumantes de mi niñez, y teniendo en cuenta que soy un tipo de 60 años que siempre vivió en Rosario, una tradicional plaza fuerte de los itinerarios cirqueros, y recuerda con claridad su concurrencia a los circos de Carlitos Balá, el Rodas, el de Pepitito Marrone, el Tihany, el Beto Carrero, el de Quico, y el mismo Servián, entre muchos otros (de cuyos nombres me cuesta acordarme), en el transcurso de los últimos cincuenta años.
Lo que pasa es que hace unos años el dueño, don Servián (su nombre real es Jorge Yovanovich), trabó amistad con Flavio Mendoza, quien lo aconsejó y acompañó para transformar su manera de trabajar la propuesta artística del circo, aggiornándola a la tendencia en boga, es decir la más redituable, la más “comercial”. Esa tendencia con la que curran, con la mira puesta especialmente en la taquilla, los circos de origen europeo o norteamericano cuyo ejemplo más notable, en Sudamérica, es el Cirque du Soleil.
Así, don Servián y los suyos, su familia cirquera, se desprendieron de recursos que hasta ese momento habían sido basales: se eliminó la figura del presentador (tal vez la voz más inolvidable de aquel universo), se cambiaron los desfachatados payasos gritones por un clown silenciado, secundado por otros, secundarios, que también se expresan con mímica rústica de amplios espacios, y se le dio un orden a lo que era una caótica secuencia de destrezas físicas y comicidad bestial por medio de una supuesta e inentendible “historia” o “tema” (en esta ocasión, “el cuidado del planeta”), anudada a la fuerza por interminables coreografías tomadas del music hall con gran cantidad de bailarines.
En cuanto a los acróbatas, malabaristas, trapecistas, equilibristas, funambulistas, contorsionistas y demás, los que sobreviven (ya no tienen cabida magos, zancudos ni tragafuegos), sujetos a una estética muda y coreográfica, van perdiendo su gracia con el sobrecargo de “brillos” y artificios. El riesgo que corren deja de importar, y ya no “muerden”, no se alimentan con los temores del público, como tampoco muerden con su brutalidad (porque los clowns son correctos políticamente) los simples chistes y las sucias chambonadas de los payasos marginales, de los conurbanos, ahora ausentes. Tal vez por ello destaque en el show de Servián el antiguo Globo de la Muerte, una pequeña esfera de flejes de acero en la que cinco motociclistas se juegan la vida a toda velocidad. Un clásico siempre tan sorprendente que ni el propio Flavio Mendoza pudo eliminarlo. Pero eso es todo.
Cuando salimos, con Belén no pudimos intercambiar impresiones porque ambos habíamos quedado sordos, así que nos despedimos por señas, nos gritamos un breve saludo, y me fui pensando en los aplausos que los más de 800 espectadores (la carpa tiene una capacidad de más del doble que esa cifra) prodigaron a los artistas durante y el final del espectáculo, en cierta manera obligados por medio de un reclamo actitudinal formulado desde el escenario. Tal vez justificándose por el gasto de la entrada, o premiando un show con la “calidad” prometida, con la fórmula “de nivel” inoculada como concepto e instancia de “superación”, y no es otra cosa que el mandato aparentador de “no mostrar la hilacha”.
Al día siguiente, sábado 11, fui al cine en compañía de mis hijes y vimos El planeta de los simios: nuevo reino, décima entrega de una franquicia iniciada el 1968 por Planet of the apes, en la que Charlton Heston encarna a un astronauta que cae en la Tierra del futuro a través de un agujero espacio-temporal, siendo cazado y capturado por la especie dominante de ese planeta (hasta el final no sabrá que se trata de la Tierra), unos primates parlantes que se rigen por un sistema de gobierno de corte stalinista, con modos totalitaristas que se extienden a gran parte de la población (sólo resisten algunas pocas almas buenas, como científicos, intelectuales, estudiantes universitarios, pensadores de extracción popular).
Claro está que las películas de la saga –producto neto de la mainstream– coinciden en esgrimir una especie de crítica contra los sistemas supremacistas violentos, derivados de la “ley del más fuerte”, que hace rato nos encaminan a la disolución como especie mamífera, y lo hacen mostrando una de las distopías posibles con las que podemos ser castigados: unas bestias brutas, unos monos, evolucionan “mejor” que las personas, y creyéndose “mejores” toman las riendas del gobierno del mundo y tiranizan, esclavizan, a los otrora orgullosos humanos.
Como El planeta de los simios: nuevo reino resultó ser larga en demasía (dura 145 minutos, de los cuales sobran, mínimo, 40), me distraje de la zonza trama y me perdí mentalmente en comparaciones entre la película, el circo Servián, la situación de la Argentina de Milei, y la tendencia globalizante que se perfila hacia el individualismo salvaje del libre mercado y la frialdad descerebrante de las nuevas tecnologías, llegando a pocas conclusiones, por ejemplo esta: la animalidad y los animales (primero los de la selva, luego los domésticos) de los que fue despojado el circo escénico, el de carpa, abunda en las películas-circo de la Gran Industria, tanto como en el gobierno de un tipo que dice ser un león, que sigue consejos del espíritu de un perro y admira y emula a Carlos Saúl, un ex presidente, ya fallecido, que fue definido sexualmente (lo hizo Moria) como una “ranita negra” y “trabajador (en la cama) como un primate”.
Fue en los noventa, la década nememmista, el tiempo de la agonía que desembocó en el deceso del viejo circo (llamado “el circo moderno” desde 1768, cuando nació en Londres, exactamente 200 años antes de que se estrenara Planet of the apes) al despuntar el nuevo milenio, justo cuando Tim Burton estrenaba (en 2001) El Planeta de los Simios, con Mark Wahlberg como astronauta héroe y Tim Roth como el tirano simio (ganó varios premios como “el mejor villano”), marcando el séptimo retorno de la saga con una remake ligeramente fiel (Burton, lo sabemos, es un reversionador) al film iniciático de 1968.
La idea de un devenir cíclico podría inducirnos a conclusiones apresuradas, del tipo: “cada 33 años se estrena una buena película de la serie Planet of the apes”, o “cada 24 años en Argentina accede al poder un gobierno liberal de extrema derecha”, e incluso a decir que el resurgimiento, el renacimiento de los entes (y este es otro problema ontológico) con su nueva forma, por caso el nuevo circo, la evolucionada mainstream del espectáculo, marca que los períodos larvales desembocan en crisálidas, de la cuales salen la mariposas, que vivirán, se desarrollarán, y tendrán su descendencia, pondrán las larvitas de las que serán las siguientes mariposas, y luego morirán, en paz o no, como el viejo circo, Charlton Heston o Carlitos Saúl…
Pero no queremos, no debemos caer en conclusiones apresuradas, ni en pesimismos agobiantes sólo porque un circo, una ficción cinematográfica sobre el advenimiento de una distopía gorilesca, o un gobierno de corte felino, egoísta y violento (que busca enfrentarnos fratricidamente), coincidan en aparecer como estrellas fugaces sobre el cielo nocturno, azul oscuro y profundo, de la ciudad de Rosario en este complejo invierno del 2024.