Rosario, ciudad de valientes

Toshirô Mifune en Trono de sangre, la Macbeth de Kurosawa

Sobre el «narco», el «adicto» y el «ciudadano»: «la cara rubia, blanca, del narcotráfico, irónicamente vive en la sombra, mientras la cara fea, la cara negra, produce escándalo y terror»

Por Diego Halter

Narco

El narcotráfico es la forma de organización de los desorganizados por la distribución de la renta. Resto de ilegalidad, de marginalidad, que se niega a morir, se vuelve sobre sí, definiendo territorio, ley y armas. Estado dentro del Estado lo han llamado algunos críticos queriendo pasar por sagaces: estado dentro del Estado por omisión, por hipocresía, por orquestación. Estamos de acuerdo.

¿Cuál sería la pretensión biempensante de las clases medias? ¿Morir en la discriminación, en el azar de la herencia, bajo el peso de la propiedad, asfixiado por las múltiples burbujas de especulación financiera, desde los bienes raíces al arte, a lo que sea que se les ocurra? Acaso quieran lavar la cara: apuntar con el dedo y a los gritos, lobo, lobo, ignorando, queriendo ignorar, intentando olvidar que el grueso del capital narco sale de sus bolsillos, del excedente de su renta, salarial o plusvalente.

No es una novedad: el sistema precisa pobres. Los produce, los organiza, los dispone. El sistema precisa criminales, uniformados o no, funcionarios de camisa o de manga corta. Lo que no tolera es que sean visibles, reivindicativos o rebeldes. Interna de clase, no puede ver o aceptar que una fracción de la miseria quiera vivir la vida, lo que ellos llaman vida, de lujos y ventajas, de consumo y consumo, ni que, dios no lo permita, sus prohombres sean parte del asunto: el narcotráfico es un mercado a la par del mercado y como tal precisa y ofrece todo lo que un mercado cualquiera: garantías por un lado, y ganancias.

¿Quién puede dar las garantías? El Estado, obviamente. El testaferro de la propiedad y de los derechos, el dueño de la violencia, de la legitimidad, del juicio. Ningún mercado puede prosperar sin la admisión u omisión (admisión por omisión) del Estado. La cara rubia, blanca, del narcotráfico, irónicamente vive en la sombra, mientras la cara fea, la cara negra, produce escándalo y terror. Chivo expiatorio al cuadrado. Ni adentro del sistema, ni por fuera de él: por fuera, es un decir: no hay nada más interno. El narcotráfico es intrínseco, está trenzado desde la raíz con la nación estado. Las drogas, la drogadicción, sirven en varios frentes a la vez. Desde el apaciguamiento hasta la eliminación, desde la producción de divisas hasta la guerra, santa o profana, ayuda a cerrar el círculo, el cerco dentro del cual el ganado, la clase media, rumia entre las paredes de su corral: de un lado las fuerzas de seguridad, del otro, las de inseguridad, y en el medio un alud de productos para ocupar, para llenar el resto de los días, el resto del día que ya, que por ahora no se pueden imponer al trabajo. El consumidor absoluto es la meta porque el consumidor absoluto es servil. Y el consumidor absoluto tiene nombre: se llama adicto. El narcotráfico es parte del doppo-laboro.

Adicto

¿Será una falta de consideración decirlo? Sin dudas hay inocentes, ¿pero acaso no se sostiene un mercado por el consumidor? Cruzando toda la gama, desde el social hasta el patológico, desde las drogas legales, a las blandas, al resto, ¿acaso no vivimos socialmente una contradicción hipócrita? El cigarrillo y el alcohol son dos de las causas más urgentes y gratuitas de muerte, histórica e internacionalmente, sin embargo son legales. No sólo legales, son normativas. Si bien el cigarrillo ha perdido su antiguo prestigio, el alcohol está instalado como una definición de adultez, de placer, de simpatía. Nadie se escandaliza si una propaganda propone un mundo en su botella, y es propiamente una locura. Nadie se asombra si la semana está socialmente organizada con dispensarios, espacios seguros de consumo, para los días libres de la jornada. Toda una industria, toda una red de mercados dispuesta bajo la premisa: consumir es ser feliz. Podría decirse: es la premisa de todo marketing. Sea, pero es particularmente exasperado en las áreas de la destilería. El Estado soporta y sostiene estos mercados, no solamente porque los usuarios los defiendan, no solo para evitar el disgusto social de la prohibición, sino porque le sirve. El gozo egoísta y degenerativo es particularmente redituable, porque crea una necesidad que no satisface, sino que duplica, reduplica, en cada consumo (estirando un poco la lógica, es el mismo problema propuesto por el parque automotor en contra de los medios comunales, públicos de transporte, si bien el goce tiene otro carácter, más abstracto). Así mismo, mientras los problemas de la legalización superen los de la ilegalidad, el narco seguirá existiendo. Existiendo en su beneficio, sin dudarlo. La condición formal de un mercado no tiene tanta incidencia como se puede creer a primera vista. Todo capital exige algún tipo de circulación, porque es la condición necesaria de su reproducción. Lo único que cambia son las agendas.

Pero la opinión va cambiando, va considerando, empujando los límites. La marihuana es tan normal como podría serlo, si acaso fuera legal. Y ya proliferan las industrias de cultivo personal, etcétera. ¿Llegará el día en que sea otra especie de cigarrillo? Difícil saberlo. Quizás resulte superfluo. ¿Y qué pensar de la cocaína, del éxtasis, del resto de drogas más duras, más diseñadas y más peligrosas? Nadie puede saber el futuro. Por lo pronto no tenemos problemas en legalizar y prescribir opioides y otros psicofármacos que, a la vanguardia del poder psiquiátrico, inundan las casas y producen las adicciones del presente y las del futuro, de las generaciones siguientes. Para uso medicinal, sin dudas. Pero cabe dudar del concepto de medicina.

La legalización del narco, su blanqueo, es un callejón sin salida. Los males de la ilegalidad se suman a los del consumo: la única salida es la legalidad. Y, sin embargo, ¿se está dispuesto a enfrentar sus costos? Una corriente transversal a todo progresismo supone que la legalización debe ser acompañada de un sistema de contención y prevención. ¿Cómo el que existe para el alcohol? ¿O el del tabaco? Una vez solucionado el problema formal, cada quien debe hacerse cargo de sí. Lo que no está mal en principio, pero ¿qué significa cuándo la edad promedio de inicio de consumo se adelanta 5 años a la edad definida como legal? ¿Se es dueño de sí a los trece años? ¿Acaso no es una lucha desproporcionada? La batería propagandística de las destilerías no tiene proporción contra lo que un Estado pueda o quiera hacer en contra, ¿qué podría hacer contra la batería potencial del narco declarado? Sin contar que las campañas de prevención ya existen…

Ciudadano

Hace un tiempo que la ciudad de Rosario, nuestra ciudad, está entre dos frentes: terror narco y represión estatal. Estado de sitio o urbe sitiada, cada uno elige dónde saturar el matiz. Vieja ciudad criminal, capricho de cualquier puerto que se prestigie, devenida infierno propietario donde nadie es dueño, nuestra ciudad vive otra de sus ambivalencias, para beneficio de los otros. Rosario, nombre apropiado, es el lazo de cuentas que el país usa para rezar las culpas y las faltas, los abusos y las avivadas, los límites y los alcances de la violencia, del derecho a la violencia, de las consecuencias de la violencia. De este lado de los bulevares grita o cacerolea cómo puede ser, con la nariz congestionada; del lado de allá, lleva años pidiendo infraestructura, integración y dignidad, con los bolsillos complicados.

Ciudad infame, ahí dónde mató a Pocho Lepratti vio crecer al narco, casino mediante.

Me hace pensar en Macbeth y en su señora.

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Plural: 2 Comentarios Añadir valoración

  1. Nora dice:

    Qué buena pluma!

    1. Un Diego dice:

      Pero, muchas gracias!

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