Acerca del modo en que Derrame, una obra de arte posconceptual, se hizo a sí misma como resultado de una única y simultánea acción de la realidad profunda
Por Andrés Maguna
¿A quién le pueden caber dudas de que un dios juguetón no pudo resistir la tentación de soplar sobre los silos Davis justo cuando chorreaban sobre ellos cientos de litros de pintura rosa?
Los empíricos dirán que el viento del Este no sigue los caprichos de nadie, que pasó lo que tenía que pasar, que todo tiene que ver con todo. Pero para mí lo que pasó el domingo 28 de julio en Rosario, allí donde el bulevar Oroño se cae al río Paraná, durante la intervención performática de la fachada del Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad (conocido como “macro”), cuando ocurrió lo que los medios nombran (o no nombran porque no pueden) como “situación polémica”, no fue otra cosa que justicia divina; poética en acción aprovechando el ingente rosa líquido y disponible, la presencia de numeroso público y de los artistas que, como sacerdotes, invocaban a sus propias deidades, las poderosas musas de la inspiración. Unos y otros, junto con el macro, el río, las islas y el sol, bajo un mismo techo celeste.
La expresión de lo abstracto y esotérico no siempre resulta clara, o su mensaje no resulta inteligible, porque casi nadie quiere decir que ve lo que no ve, escucha lo que no escucha o piensa lo que no piensa, y entonces casi nadie puede reconocer los espíritus invisibles de la sensibilidad artística (los inaudibles acordes de la sinfonía eterna, la música que baila en los entes universales) aunque se los lleve por delante. Pero a veces, como ocurrió este domingo pasado, la mano de lo invisible, lo incomprobable, se expresa de una manera tan contundente que la parte negadora, constitutiva, del hombre, los seres humanos, queda cegada, sin palabras, angustiada ante la falta de recursos de asimilación, carente de los entendimientos perdidos cuando la capacidad de autocrítica fue cancelada.
A mí me pasó. Tardé cuatro días en tener un atisbo de lo que realmente había ocurrido, y recién ayer, jueves primero de agosto, se me ocurrió la idea de ir al lugar de los hechos, así que al mediodía me subí a la moto con la vaga idea de buscar “material” para una crónica en la Revista Belbo y, en la medida de lo posible, “recolectar” algunas muestras (pensaba en ramitas y hojas del curupí que había recibido el baño de fluyente rosa), razón por la cual marché provisto de una bolsa de supermercado de entretela no tejida.
En el lugar, al pie de los silos parcialmente chorreados, me abstraje pensando en Pollock, en su modo de laburar el dripping (goteo), y en el tema de John Cage “Pink mist versión” (Versión de niebla rosa) cuando detuve mis ojos en el rincón del curupí rosa, único en el mundo.
Subí a la veredita de césped que bordea los pies de los silos y caminé hasta estar bajo el curupí, sobre la tierra húmeda (situado al extremo sur de la mole de concreto, ese pequeño espacio tiene sombra permanente, y por ello pululan allí musgos, líquenes y microorganismos fúngicos) por completo cubierta del látex de Tersuave color “rosa violeta pálido” (uno de los colores web establecidos por protocolos informáticos), el elegido por Florencia Inés Meucci y Manuel Cucurell para su diseño ganador del concurso nacional para renovar la fachada del macro, titulado “Paint’s not dead” (La pintura no está muerta).
Con mis pies pisando la mágica alfombra, comencé a notar algunos objetos que parecían pedirme su atención, primero, y que los alzara y los mirara detenidamente de cerca, después.
Así, comencé a meter en la bolsa de entretela no tejida unas cuantas piedras, una botella de vidrio, retazos de mampostería, un trozo de soga, un tornillo unido a una abrazadera de aluminio, hojas del árbol secas, casi todos ellos con musgo, o con tierra, con el común denominador de estar salpicados por la pintura rosa que no está muerta.
Cuando hube juntado más de 65 piezas, notando que la bolsa ya tenía un buen peso, volví a la moto, conduje con mi precioso tesoro a buen resguardo hasta la verdulería de Pellegrini y Constitución, donde compré un par de las “ofertas locas” que allí ofrecen, y luego hasta la casa-cueva que habito, en Vera Mujica y Lucía Miranda. Una vez que desensillé, antes de cocinar (era la una y media, estaba con apetito creciente), la ansiedad me llevó a desplegar las joyas que había recolectado en una mesa de fórmica celeste que tengo en el patio (mide 140 x 77 centímetros), según había estado reflexionando sería el mejor soporte para la obra-instalación. Cuando vacié la bolsa, acomodando febrilmente las piezas según criterios que sería muy extenso describir, me alejé un par de metros y contemplé el resultado: ahí estaban el derrame y la crítica del derrame, el nombre y su significado, la crónica que quise escribir, lo que no se dice porque se está diciendo, lo que está fijado para mutar, el detenimiento de lo más veloz del pensamiento.
Me gustó lo que vi, cómo había quedado, lo que seguía susurrándome el rosa derramado, entre las resonancias del acontecimiento, y le saqué un par de fotos, enviándolas ipso facto al grupo de Wathsapp que tengo con mis hijes, siendo Fidel el que me sugirió el nombre: Derrame.
Creo que la obra-instalación tal vez logra expresar algo sobre el momento actual de la Argentina, sometida a un cruel ajuste de su economía al perfil taxonómico de lo que se conoce como el modelo de la “economía de la oferta”, popularmente llamado “economía del derrame”, que propone favorecer en muchos aspectos a los ricos en el corto plazo para que a la larga la economía “crezca” y algo de esa bonanza (lo que les sobra a los ricos, lo que se “derrama”) les llegue a los pobres.
En fin, dejemos que Derrame hable por sí misma, o por sí sola. Por unos días hará su agosto en el patio de mi casa-cueva, protegida de las inclemencias del tiempo y de las aviesas intenciones de los dioses juguetones, pudiendo ser visitada por aquellos lectores de la Belbo que tengan la amabilidad de solicitar un turno con anticipación.
Aprecio mucho el arte conceptual y al artista que está ahí para intuir, leer y re significar el objeto encontrado.