Nuestro lugar en el mundo

Fotograma del film Memorias del subdesarrollo.

Por Andrés Maguna

El verano rosarino comenzó con un diciembre 2024 inusualmente fresco, pero ya en los primeros días de enero el sol empezó a hacerse sentir al mediodía, cocinando techos y testeras, para dar paso a la proverbial asfixia local de humedad y calor extremo a partir del día 14. Recién en la primera y en la segunda semana de febrero hubo vientos fríos del sur que vinieron a chocar con los calientes del norte, y tras las batallas de rayos y truenos cayó agua, bastante agua, la suficiente para elevar unos centímetros la cota del río, que se estaba convirtiendo en un riachuelo. Con los embates irracionales de los vientos, por la violencia de las ráfagas en pugna, sucumbieron algunos viejos árboles, ramas con mala suerte, se volaron algunas chapas de casas precarias y unos cuantos peluquines débilmente sustentados.

Las circunstancias históricas luego de catorce meses de gobierno de Milei y su hermana son, en estas calles orilleras del Paraná, las mismas que en el resto del país, y muy parecidas a las del verano pasado, por eso el deja vú se deja sentir a menudo, con la sensible diferencia de que este año la clase acomodada salió de veraneo menos silenciosamente que el año pasado. Como si hubieran perdido la pudicia republicana al ser confirmada con el paso de los días la intangibilidad de sus privilegios de consumo. Y así las redes autocomplacientes se inundaron de fotos verdeazuladas y selfies de felices bajo el sol en playas atlánticas de Argentina, Brasil y Uruguay. La acción de veranear volvió a ser ostentada como marca diferencial de un poco menos de la mitad de los argentinos que bancan este modelo iracundo y malamente competitivo (porque si no querés competir, tenés que desaparecer).

En ese contexto social se profundizó una sordera agnósica, y con los ex furtivos veraneantes pasándose a la desembozada vanagloria virtual se nos volvió difícil a los pobres reconocer el éxito de nuestros empeños, la belleza intrínseca de los ventiladores por sobre el engañoso confort del aire acondicionado, la verdad aplastante del infernal calor húmedo por sobre la mentira del frescor merecido de los escogidos, los absolutistas dueños del poder del dinero.

Sin embargo, por fortuna nada ni nadie puede evitar que siga sonando la música del silencio, que la luz del color continúe impregnando el cercano espacio, que las estrellas y la luna y el sol y las nubes persistan en su generosidad exhibicionista, como diciéndonos: “cuando alces la vista aquí estaremos, porque con los ojos también se puede respirar”. Patrimonio exclusivo de los pobres, la conciencia de clase no se fatiga en discusiones, ni se gasta por el uso, ni mucho menos se premia con medallas y diplomas. Sólo se puede disfrutar en el sosiego de los breves patios embaldosados y manguereados con agua limpia, en el bullicio de las veredas llenas de niños, las simples frutas sobre mesas de fórmica, los mates compartidos sin aspavientos, el susurro de la planta de cedrón, el humo de los cigarrillos baratos y sus volutas fragantes, entre los aromas de perfumes truchos y pizzas caseras, bebidas estrambóticas, maníes de contrabando, bajo los árboles de los clubes de barrio, las plazas, los parques, o sobre las arenas gratuitas de la Rambla.

Trabajar de cronista urbano en Rosario resulta muy gratificante, y no hay competencia, porque la crónica ciudadana perdió terreno con la caída del relato introspectivo y nadie sabe cómo se cuenta lo que se vio, se vivió, se sintió, se presenció o se intuyó. Sí, sería triste si no fuera cierto, pero lo es, y por eso me resulta gratificante ser cronista, porque mi primera persona sigue siendo la primera y nunca me cansaré del gusto de relatar y relatarme, de buscar con el lenguaje de la ficción la satisfacción de un deseo exponencial.

En la Rosario pirata, clandestina, cleptómana, vampira, alcohólica, drogadicta; la de los ángeles caídos y los cien mil perros sin castrar; la de los gusanos de la city, las cucarachas de las torres y las ratas del microcentro y los barrios cerrados, en esta ciudad de Dios y la Virgen billones de cypselas de diente de león flotan benditamente en el aire portando innumerables deseos y esperanzas de los que se pueden realizar, de los que son posibles porque desconocen lo imposible.   

Yendo y viniendo por las calles de la urbe en mi alfombra mágica puedo ver de boca en boca, de mano en mano, de ojos en ojos, el intercambio calculado de noticias falsas, de saberes infundados, de inútiles fórmulas robadas, y a mucha gente temerosa del contagio, alérgica a lo que sea que ande en el aire, impermeable a la emoción, desconfiada de la alegría, envidiosa de la felicidad ajena. Y entre medio, o en los márgenes, fuera de los focos destacantes, también puedo notar que las infancias, los grillos, las aves y las chicharras siguen cantando, que nunca pararon de expresar la más tierna idea de la soledad, y que los y las poetas, las poetisas y las graciosas petisas, los artistas ariscos llenos de aristas, los músicos y sus bandas de solistas, los solistas en banda, junto con los personajes que se independizaron de la persona, y las personas que amigaron íntimamente con su personaje, pretenden sin ser pretenciosos alcanzar estadios ideales, en cualquier estado, donde afincar su creatividad, su locura bien encausada, sus potros ya domados, sus obsesiones domesticadas.

Hasta acá llego con la primera entrega de estas Crónicas del subdesarrollo, que en inglés se llamarían chronicles of underdevelopment, porque me di cuenta de que la introducción que pensaba sería breve se enredó sola y para salir reclama independencia, así que en próximas entregas podré abocarme directamente, una vez anunciadas mis intenciones, al relato de mis correrías por los fantásticos mundos de las culturas rosarinas, en la planicie litoraleña donde al punto cardinal Este se lo llama río Paraná, el mejor lugar para vivir si no te mata la indiferencia, si no te dejás engañar por los discursos que predican la inutilidad de los sentimientos.

Claro que sí, vamos para allá desde acá, ascendiendo sobre promesas que no sabemos si se van a cumplir, construyendo con tiempo perdido nuestro lugar en el mundo.

 

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