
¿Se puede perder una guerra y luego adoptar el discurso del enemigo con devoción de converso? En Argentina no sólo se puede: se celebra. Desmalvinizar fue —y sigue siendo— la forma en que algunos sectores encontraron su lugar en el mundo: no como ciudadanos de una Nación con heridas abiertas, sino como notarios de la derrota. No como hijos de combatientes, sino como escribas del invasor.

Por Juan Facundo Besson
Cada tanto, cuando el calendario se pone patriótico o los micrófonos necesitan una causa noble para adornar el vacío, la palabra “Malvinas” vuelve a desfilar por las bocas de quienes jamás estuvieron cerca de los que caminaron el barro de una trinchera ni se animaron a decir “colonialismo” sin mirar de reojo a la embajada. En ese ritual casi litúrgico del olvido maquillado y protocolo vacío, reaparece también el viejo truco de la desmalvinización: el arte de convertir una causa de soberanía en un mal recuerdo, una especie de acto reflejo en el cual se rinde tributo al vencido, pero a condición de que no incomode al vencedor.
¿Se puede perder una guerra y luego adoptar el discurso del enemigo como si fuera el nuestro? Sí, y no sólo se puede: en Argentina se ha hecho con maestría, con elocuencia, con papel membretado y con subtítulos en inglés. “Desmalvinizar” fue —y es— una táctica de dominación británica cuyo mayor triunfo fue que su ejecución corriera por cuenta de nosotros mismos. Así como el colonialismo clásico imponía su ley con banderas y cañones, el nuevo colonialismo lo hace con pappers, tratados y editoriales. Como bien expresó Alain Rouquié en 1983 —sin el menor rubor académico—, “para consolidar la democracia en Argentina era necesario desmalvinizar”. Es decir, borrar a las Malvinas de la memoria colectiva nacional y, con ellas, toda aspiración soberana. El imperialismo, versión soft power.
Pero ningún discurso externo logra tal penetración sin su correlato interno. Y ahí aparece la endofobia, esa patología social que se presenta como modernidad, pero huele a colonia. El odio a lo propio, el desprecio por la historia, el culto a Ezeiza como única salida de un país roto por el que no vale la pena pelear. De ahí que todo lo argentino deba ser motivo de burla: la bandera es kitsch, la historia una ficción, los héroes un invento, y la guerra de Malvinas un delirio de dictadores borrachos.
La desmalvinización se cuela por esas rendijas del desprecio propio. Porque si Malvinas fue un error, una “aventura de camarilla militar”, entonces no hay colonialismo que denunciar ni territorio que reclamar. Y si no hay reclamo, no hay conflicto; y si no hay conflicto, entonces bienvenida la “normalización” de relaciones con Londres, los acuerdos de Madrid, las empresas británicas comprando activos estratégicos y los funcionarios argentinos posando sonrientes para The Guardian. Una rendición estética, intelectual, diplomática. Una rendición sin balas, pero con diploma.
Es aquí donde algunos nativos aspiracionales —esos que prefieren parecer súbditos británicos antes que ciudadanos argentinos— hacen su aporte. Porque desmalvinizar no fue sólo una política, fue también una pose. Hay que caer simpático en Oxford, que no te confundan con un patriota. Mejor hablar de “cuestión de soberanía compartida”, de “relato heroico nacional”, de “guerra de caballeros que respetaron las normas de Ginebra” y de “madurez democrática”. Mientras tanto, la base de Mount Pleasant sigue allí, sólida, operativa, OTAN friendly.
Así se erosiona una Nación: con discursos suaves, con gestos tibios, con complicidades elegantes. Como la gota que horada la piedra, lentamente, sin escándalos, sin sangre, pero con eficacia. Hasta que, un día, lo inadmisible se vuelve normal, lo propio vergonzante y lo ajeno admirable. Entonces sí, misión cumplida. Desmalvinizar fue rendirse con elegancia. Endofobia mediante, seguimos escribiendo la historia de otros, con la vergüenza ajena como único orgullo nacional.
I. Panfletos al aire
En el desolador y gélido anfiteatro de Monte Longdon, donde el viento austral se abría paso como cuchilla afilada y la escarcha crujía bajo la bota de un conscripto argentino, el primer contacto con la estrategia británica no fue un bombardeo ni una ofensiva mecanizada. Fue, más bien, una hoja de papel en tinta roja que, deslizado entre los arbustos, se presentaba como el evangelio de una nueva forma de conquista. No era un panfleto cualquiera. Era, en su humildad material, el primer acto de una tragedia llamada “desmalvinización”.
Lejos de surgir como consecuencia natural del paso del tiempo o del duelo posterior a la derrota militar, la desmalvinización fue una estrategia deliberada. Su metódica génesis puede rastrearse hasta el Grupo Especial de Proyectos (GEP) del Ministerio de Defensa británico, una entidad experta en aquello que con desparpajo imperial llaman psywar o guerra psicológica. Como lo documenta BBC Mundo (2017), los panfletos dispersados por las fuerzas británicas no buscaban informar ni persuadir: pretendían quebrar. Uno de ellos, en un ejercicio de psicología básica con presupuesto de primera potencia, sentenciaba: “Soldados argentinos: están completamente a solas”. Un mensaje simple, pero brutal, que apuntaba directo a la fibra más vulnerable del joven conscripto.
Pero si bien en el corto plazo los panfletos no generaron deserciones —como admite con desilusión el GEP en sus informes—, el verdadero éxito de la estrategia se gestó en un escenario inesperado: la transición democrática argentina. Es allí, en los pasillos alfombrados de la administración semicolonial, donde el mensaje británico fue finalmente procesado, traducido y promulgado. La impronta que inspiró la política exterior del alfonsinismo no fue otra cosa que la adaptación local de los objetivos británicos: resignar el reclamo, diluir la memoria, exportar la soberanía a los foros multilaterales. En nombre de la paz, la democracia y la buena vecindad, se institucionalizó la claudicación.
No conformes con la dura constatación de aislamiento, los británicos desplegaron una estrategia aún más corrosiva: la confusión cultural como arma. En un panfleto cuya retórica haría sonrojar hoy hasta al más ingenuo community manager de la OTAN, los invasores apelaban al supuesto acervo musical compartido: “¿Qué sentido tiene pelear si compartíamos la misma música?” (BBC Mundo, 2017). La frase, digna de una remera de la Peace and Love Foundation1, era en realidad un bisturí emocional cuidadosamente afilado. Pero el golpe era torpe y desubicado, casi cínico: los soldados argentinos, en su mayoría jóvenes de 18 años del noreste profundo, estaban atravesados por una sensibilidad muy distinta. Criados en escuelas rurales o en pequeñas ciudades donde se enseñaba desde la infancia que las Malvinas eran argentinas, llevaban en su interior una espiritualidad de tierra adentro, marcada por el amor al terruño y una cosmovisión que unía lo sagrado con lo cotidiano. Su identidad musical, antes que en The Beatles —censurados en varios cuarteles—, estaba anclada en el chamamé, en los rasguidos dobles y en las voces que hablaban del río, del monte y del dolor criollo.
El mensaje británico, por tanto, tenía un doble filo: no solo sugería que estaban solos y olvidados, sino que sus propios superiores desconocían —o despreciaban— sus afectos más profundos. La sofisticación de esta guerra psicológica fue meticulosamente registrada en documentos clasificados como DEFE 24/2254 (BBC Mundo, 2017), donde se establecían con claridad sus objetivos:
- 1) demostrar la inquebrantable determinación británica de recuperar las islas,
- 2) erosionar la autoridad de los mandos argentinos ante sus propios soldados,
- 3) desmoralizar a la guarnición mediante apelaciones emocionales cuidadosamente calibradas. Frases como “Piensa en tus seres queridos y en tu hogar que esperan tu dichoso retorno”, lejos de ser mensajes humanitarios, funcionaban como armas de destrucción anímica. En vez de balas, melancolía; en vez de misiles, nostalgia.

A estos panfletos se sumaban partes meteorológicos cargados de amenaza: “Prontamente caerán sobre ustedes todos los rigores de un invierno cruel y despiadado y la armada argentina no está en condiciones de suministrarles los víveres o refuerzos que ustedes tanto necesitan”. Era una guerra psicológica calculada al detalle, fría como el clima de las islas y afilada como la retórica imperial. Una pieza más del ajedrez colonial, diseñada no solo para quebrar cuerpos, sino para disolver convicciones, raíces y lealtades. Pero para esos jóvenes, en su mayoría litoraleños, formados en la escuela del deber y la pertenencia, el amor a la tierra no se doblegaba fácilmente.
Lejos de aquellos jóvenes argentinos que, desde su infancia, habían aprendido de sus maestras que las Malvinas eran argentinas —en escuelas tierra adentro donde la patria se enseñaba con anhelos, mapas y canciones—, allá, en la Polis Oligárquica, el puerto seguía importando algo más que el té de Ceilán para las señoras de Recoleta: también llegaban libretos desmalvinizadores, cuidadosamente elaborados para académicos, dirigentes y embajadores. Redactados con inteligencia, en el lenguaje sobrio y técnico de la diplomacia internacional, estos discursos no apuntaban a convencer al soldado que defiende su posición en su pozo de zorro, sino al decisor que firmaba tratados; no hablaban al corazón patriótico del pueblo, sino a la razón instrumental del poder.
En ese clima, la frase “las Malvinas no son prioritarias”, que en 1982 había flotado como un proyectil simbólico en un volante rojo sobre Monte Longdon, resurgió después en boca de funcionarios y diplomáticos que se proclamaban republicanos, progresistas y razonables. Aquellos mensajes de Radio Atlántico Sur, antaño ilegales y combatidos, encontraron ahora eco en los editoriales de los grandes diarios nacionales, convertidos no ya en voceros del enemigo, sino en tribunas del “realismo político”. La metamorfosis fue tan perfecta como inquietante: lo que antes constituía una sofisticada operación de guerra psicológica, hoy se presenta como sentido común, despojado de toda sospecha.
Y así, sin necesidad de nuevas invasiones ni combates, la desmalvinización se consolidó como política de Estado, camuflada bajo la forma de prudencia diplomática. Una rendición simbólica, ejecutada no en el campo de batalla, sino en los salones de la alta política, sin uniformes ni armas, pero con corbatas, pappers y guiños discretos a Londres.
En definitiva, aquel papelito rojo que se deslizaba en la turba no era un simple mensaje de propaganda: era el primer borrador de una doctrina colonial reciclada. Una doctrina que ya no necesita gobernadores militares ni bases navales: le basta con analistas que repitan que “el mundo ha cambiado” y legisladores que prefieren hablar de importaciones antes que de soberanía. En esta versión renovada del Imperio, no se trata de plantar la bandera, sino de convencer al colonizado de que no tiene sentido hacerlo. Y en eso, hay que admitirlo, el Reino Unido ha sido tan eficaz como elegante. Porque, como demuestra esta historia, hay guerras que no se ganan con fusiles, sino con frases bien colocadas y una opinión internacional pacientemente cultivada.
II. La desmalvinización en la democracia formal de baja intensidad
Desde los aplausos tímidos de Alfonsín hasta los gritos vociferantes de Milei, la política argentina ha oscilado entre el arrepentimiento y el ridículo en lo que respecta a la Causa Malvinas. La desmalvinización, lejos de ser un accidente del posconflicto, fue una política de Estado sostenida con la convicción con la que algunos se jactan de que ya no creen en nada. Nació como coartada de la democracia alfonsinista, se institucionalizó con el pragmatismo menemista, se maquilló con progresismo tardío y ahora se recicla como provocación performática. Lo que no cambia es el resultado: la causa nacional por Malvinas convertida en fetiche conmemorativo, en estampita patria para usar el 2 de abril y guardar el 3.
Ya desde los inicios de la democracia recuperada, el alfonsinismo eligió gestionar la derrota como quien barre bajo la alfombra el cadáver de la Historia. En vez de enfrentar la ocupación británica con patriotismo diplomático, prefirió restañar heridas internas con una política exterior de sumisión: “relaciones carnales”, antes de que el menemismo patentara la expresión. Alfonsín omitió deliberadamente a los veteranos de la agenda nacional. La memoria del conflicto era incómoda, disruptiva, demasiado incompatible con los aires modernizantes que venían a “civilizarnos”. La desmalvinización no fue una política de olvido, sino de negación activa.
Los veteranos, lejos de ser reconocidos como sujetos históricos, fueron tratados como parias de una gesta fallida. Silencio, indiferencia y burocracia. Ese fue el homenaje que el Estado les ofreció durante años. Se los convirtió en víctimas sin historia, soldados sin relato, cifras sin rostro. El libro Los chicos de la guerra, de Daniel Kon (1982), inauguró este imaginario victimista que transformó a los soldados en rehenes involuntarios de una dictadura delirante. La consigna fue clara: no había que recordar ni entender, sino lamentar y callar. Lo que no se menciona, no existe. Y si existe, incomoda.
Menem tomó ese guión y lo convirtió en doctrina. Bajo el disfraz de la “modernización”, su política exterior consagró la entrega. Los Acuerdos de Madrid (1989-1990) fueron el certificado de defunción de una política soberana sobre el Atlántico Sur. Se consolidó un nuevo eufemismo: la “cooperación” con el Reino Unido, que en los hechos implicó aceptar sin chistar la presencia militar británica, los vuelos humanitarios de la Royal Air Force, y la exclusión sistemática de los veteranos del debate público. Una vez más, los isleños fueron tratados como parte legítima de una negociación bilateral, y no como la población trasplantada de un enclave colonial fundado en el despojo.
Y entonces irrumpió el kirchnerismo, envuelto en una niebla de épica reciclada y fuegos artificiales ideológicos. Durante más de una década, la causa Malvinas se convirtió en una escenografía estable: un acto escolar sobreactuado cada 2 de abril y, el resto del año, un silencio que olía más a resignación que a estrategia. Mientras florecían las clases de soberanía para escolares y las muestras interactivas en Tecnópolis, el Reino Unido hacía lo suyo con sobria eficiencia: ampliaba su base militar, entregaba licencias de pesca como caramelos y cultivaba la simpatía isleña con un fino té de comercio bilateral. ¿Revisar los Acuerdos de Madrid? Jamás. Néstor y Cristina optaron por guardarlos bajo siete llaves, no fuera cosa que algún curioso pretendiera discutir lo que había que olvidar. Así, entre la retórica altisonante y la pragmática rendida, la cuestión Malvinas fue meticulosamente embalsamada.
Eso sí, hasta las puestas en escena más previsibles necesitan su instante de clímax dramático. En 2012, Cristina Fernández decidió desclasificar el Informe Rattenbach, como quien abre un viejo baúl polvoriento para mostrar que no todo era relato. El documento, un estudio justo que relataba sin anestesia los desastres estratégicos de la cúpula militar en Malvinas, el caos logístico y, en un gesto casi piadoso, rescataba el coraje de los soldados rasos. Claro que, como es costumbre en la patria del “nunca más judicial, pero siempre testimonial”, las conclusiones no derivaron en una sola causa penal. Pero qué importa la justicia cuando se puede celebrar un acto de soberanía… archivística.
Y mientras tanto, entre homenajes, tuits patrióticos y monumentos, el progresismo local hacía equilibrio: ardía en llamas contra el imperialismo en África o Asia, pero ante un enclave colonial angloparlante a escasos 500 kilómetros de nuestras costas, optaba por una prudente mudez. Entre discursos de derechos humanos, condenas a la dictadura y flores en nombre de la memoria, el colonialismo británico logró algo extraordinario: hacerse invisible, como si llevar traje y hablar inglés lo eximiera de la categoría de opresor.
Eso sí: nunca faltó el reclamo de soberanía en los foros internacionales, desde la ONU hasta la OEA, pasando por una interminable galería de discursos vibrantes y ceremonias retóricas. ¿Resultado? Aplausos de cortesía, alguna adhesión protocolar y, como siempre, el rechazo inflexible del Reino Unido. Pero en casa se celebraba igual: porque cuando no hay avances reales, queda el consuelo de la épica declamada. El kirchnerismo supo sacarle brillo a esa liturgia, aunque sin traducirla en acciones estratégicas que alteraran el statu quo. Y así, mientras se engrosaba el archivo de intervenciones altisonantes, se consolidaba en paralelo un relato autocomplaciente que atribuía toda impotencia a la famosa “correlación de fuerzas” desfavorable, convertida en coartada existencial del posibilismo resignado. Como si esa correlación fuese una categoría ontológica inmodificable y no, como enseña la historia, una construcción política que se puede disputar, tensionar y transformar con decisión, audacia y claridad de rumbo. Lejos de convocar a la voluntad de lo imposible se optó por una moderación estratégica que terminó pareciéndose demasiado a la claudicación. Y en ese desliz hacia la tercer vía, tan familiar al laborismo británico, la política exterior se volvió gestión de símbolos sin confrontación real: un progresismo de bajo voltaje, que creyó que el tiempo por sí solo movería montañas, mientras el imperio seguía firme en su enclave, sin tornillos ni tuercas que le falten.
Como decía Perón, bajo el seudónimo de “Descartes”: “No ataco, critico”. Escribo estas líneas con ese mismo espíritu: no desde la bronca fácil, sino desde el dolor de quien peleó, defendió y aún cree. Porque cuando uno ama esta causa, cuesta ver cómo se naturaliza el retroceso, cómo se disfraza de táctica lo que a veces es resignación. Uno era joven, y quizás por eso tiende a romantizar la política, a querer encontrar fuego donde solo quedan brasas; y duele más todavía en estos tiempos de mezquindades, de deslealtades, de “carguitos” entendidos como fin en sí mismo y no espacios que deben tributar a una estrategia política.
Con el macrismo, se implementó una estrategia de desmalvinización selectiva, ejemplificada por la declaración de Mauricio Macri, quien responsabilizó exclusivamente a la decisión argentina de recuperar las Islas Malvinas por la muerte de 649 soldados, sin reconocer el accionar británico ni la ilegalidad de la ocupación (Macri, 2015). En este contexto, el acuerdo Foradori-Duncan de 2016 —firmado por el vicecanciller argentino Carlos Foradori, quien según Alan Duncan estaba en estado de ebriedad durante la firma— reafirmó de facto los Acuerdos de Madrid y la llamada fórmula del “paraguas de soberanía”, comprometiendo a Argentina a eliminar todo obstáculo al desarrollo económico de las Malvinas en sectores como pesca, comercio e hidrocarburos, sin recibir ninguna contraprestación. Presentado como un “comunicado conjunto”, este pacto consolidó una política de cesión unilateral que favoreció la expansión británica en el Atlántico Sur, autorizando vuelos adicionales y licitaciones offshore en áreas en disputa, mientras ignoraba la explotación ilegal de recursos y la violación del derecho internacional por parte del Reino Unido. De este modo, lejos de impulsar una recuperación efectiva de la soberanía, el acuerdo significó una claudicación estratégica que redujo la cuestión de Malvinas a un trámite administrativo.
La narrativa dominante fue abrazada con fervor por el periodismo con pretensiones cosmopolitas. Ernesto Tenembaum, desde su programa radial, propuso convertir el 2 de abril en “una jornada de repudio a las Fuerzas Armadas”, sin distinguir entre el aparato represivo del Proceso y la causa nacional por Malvinas. Gabriel Levinas, en un arrebato de sinceridad tuitera, afirmó que “la patria a veces da escozor”. Gustavo Noriega, periodista al servicio del gobierno de Cambiemos, coronó el cinismo con su célebre tuit: “Qué plomo Malvinas”. En ese mundo, el reclamo por la soberanía ya no es una causa: es una molestia, una rémora del pasado, una postal incómoda.

El trotskismo, aunque minúsculo, tampoco se privó de repetir el catecismo desmalvinizador. El PTS, por ejemplo, definió la guerra como “una aventura reaccionaria” y desechó toda posibilidad de pensar la contradicción entre una dictadura criminal y una causa popular legítima. La masiva movilización del 10 de abril de 1982, en la que miles de argentinos gritaron “Malvinas sí, Proceso no”, fue reinterpretada como manipulación de masas. Para estos sectores, el pueblo no piensa: repite, obedece, se deja engañar.
Pero como ha recordado Nicolás Kasanzew —corresponsal de guerra en las islas— en entrevistas y artículos, el pueblo supo distinguir entre la dictadura que reprimía y la soberanía que se defendía. “Cuando Galtieri hablaba en primera persona, la plaza lo abucheaba; cuando mencionaba Malvinas, lo ovacionaban” (Kasanzew en el programa de Fantino, 2012). Esa conciencia histórica no encaja en el relato actual, donde todo lo popular es sospechoso, y toda afirmación de soberanía huele a fascismo.
Javier Milei, el outsider que desprecia al Estado pero se aferra a su bastón presidencial con la vehemencia de un iluminado, reduce la Causa Malvinas a una simple pieza del rompecabezas estatista que debe ser destruido. Su postura libertaria anarcocapitalista, que presume de “no tener política exterior”, se limita a afirmar que el reclamo por las islas se resolverá “en 35 años, con diplomacia y mercado”, como si la historia fuera un mero algoritmo. Mientras tanto, en el plano diplomático, el Pacto Mondino-Lammy, reedición del polémico Pacto Foradori-Duncan de 2016, continúa vulnerando la soberanía nacional argentina, violando la Constitución y excluyendo al Congreso y la voluntad mayoritaria del pueblo. Este acuerdo, que legitima la presencia británica y facilita el desarrollo económico y la explotación de recursos en Malvinas sin contrapartidas reales, representa una entrega incondicional que profundiza la cesión de soberanía y desacredita la histórica lucha argentina, transformando la soberanía en mercancía, el colonialismo en dato y la Causa en un simple meme. El negacionismo malvinero de Milei es el desenlace natural de una larga cadena de claudicaciones: validación de la libre determinación de los kelpers2, licencias de pesca3, prácticas militares4, desarticulación del régimen de Tierra del Fuego5, entre otras medidas concretas que se suman a la entrega simbólica.
Frente a este paisaje de cinismo institucionalizado, la Causa Malvinas resiste. Resiste en las aulas que todavía enseñan que hay una deuda inconclusa con la Historia. Resiste en los barrios donde los veteranos caminan con la frente alta y hasta atienden las necesidades de aquellos compatriotas que tratan de sobrevivir día a día6. Resiste en la conciencia de quienes entienden que no se trata de nostalgia setentista ni de nacionalismo rancio, sino de una lucha por el sentido común, por la dignidad, por la soberanía.
Porque sí, hay algo que no se negocia. Y es la memoria justa, la historia completa, el derecho inalienable a recuperar lo que nos pertenece.

III. Rosas para la paz, trincheras para la guerra: una flor británica brota en tierra ocupada
Mientras los radares británicos siguen girando sobre nuestras Islas Malvinas, mientras sus soldados patrullan el suelo argentino con botas de ocupación y su Ministerio de Defensa proyecta nuevos ejercicios militares en el Atlántico Sur, nosotros, los vencidos diplomáticos, nos consolamos fundiendo vainas de guerra y forjando flores de paz. Así nos encontramos, en el salón del Museo Nacional de Arte Decorativo7, celebrando con solemnidad y bronce el sueño de una “reconciliación” con quien no solo no ha bajado las armas, sino que las actualiza con inteligencia artificial, drones y submarinos nucleares.
Dos rosas por la paz. Suena bien. Huele a incienso de Naciones Unidas, a acuerdo multicultural de embajada, a apaciguamiento bienintencionado. Pero en la geopolítica, la intención rara vez pesa más que el radar.
El evento —por supuesto— contó con presencia de la Embajada británica, esa misma representación oficial de un Reino que mantiene colonias activas en pleno siglo XXI y que ondea su bandera sobre una porción de nuestro territorio desde 1833. No es un dato menor que la rosa elegida como símbolo de reconciliación sea, precisamente, la flor de los Tudor, emblema heráldico de la realeza británica y de la maquinaria imperial que saqueó medio mundo con la otra mano ocupada en ofrendar “civilización”, “iluminismo” y “librecambio”. Agradezcamos, por lo menos, que no incluyeron la amapola roja —ese homenaje a los soldados caídos en las guerras del Imperio—, no sea cosa que confundamos un gesto de paz con la reafirmación cínica de un dominio armado.
¿Paz? ¿Cuál paz? ¿La de los cementerios, donde descansan soldados argentinos mientras los británicos siguen armados en el archipiélago? ¿La paz abstracta, sin banderas, sin ideologías, sin memoria política, que sólo puede nacer en los salones de mármol de la Recoleta pero nunca en las islas ocupadas? Hay algo cruel en la idea de colocar una rosa en Darwin y otra en San Carlos, como si la simetría floral pudiera borrar el hecho elemental de que unos defendían su Patria y otros consolidaban un enclave colonial.
Y mientras tanto, nos invitan a conmovernos con los lingotes de bronce fundidos a partir de proyectiles y piezas de Hércules derribados. Un hermoso trabajo artesanal, sí, pero que pretende reemplazar el conflicto histórico con un artefacto de falsa equidistancia. Se quiere fundir la guerra en arte, pero se olvida que en geopolítica no hay fundición que valga cuando el otro sigue construyendo pistas aéreas, expandiendo su población y rechazando sistemáticamente cualquier diálogo de soberanía.
El maestro Juan Carlos Pallarols, con la nobleza de los orfebres y la persistencia de los pacifistas, ha logrado convocar a veteranos, familias y ciudadanos en torno a un ritual que, como todo arte, busca sublimar el dolor. Pero entre la rosa y el fusil hay algo que no puede ocultarse: el poder. Y ese poder, hoy, sigue siendo británico en nuestras islas.

Mientras en San Telmo se modelan pétalos con lágrimas y bronce, en Mount Pleasant se alistan militares con radares y satélites. Mientras se lanzan rosas al mar sobre el naufragio (crimen de guerra) del Belgrano, Londres organiza ejercicios militares con la OTAN en el Atlántico Sur (cuatro en lo que va del 2025). Mientras nos hablan de paz sin banderas, ellos refuerzan la suya en cada cartografía internacional que nombra a las Falklands.
La rosa es hermosa, pero no es inocente. Y el gesto de paz que no cuestiona la estructura de ocupación se convierte, sin quererlo o no tanto, en parte del decorado de la dominación.
Hay quienes sostienen que estas rosas son un símbolo de unión. Tal vez. Pero una unión sólo puede surgir del reconocimiento mutuo y del desmonte real de las condiciones de subordinación. Mientras eso no ocurra, seguiremos regalando flores a quien nos pone la bota en el cuello.
Y si alguna vez se logra la paz, que no sea de museo ni de gala, sino la paz justa: esa que empieza cuando se retira el ejército ocupante, se reconoce el derecho argentino sobre las Malvinas, el resto de los territorios insulares y el Atlántico Sur y se termina —de una vez por todas— con ese anacronismo llamado colonialismo. Hasta entonces, las rosas, por más bellas que sean, seguirán creciendo sobre tierra usurpada.
IV. Campo minado: teatro de guerra con guion del Foreign Office
Mientras en 2020 nos rociábamos las manos con alcohol en gel como si el Covid fuese la única amenaza, el Observatorio Malvinas de la UNLa tenía la cortesía intelectual de advertirnos sobre otro virus mucho más longevo y resistente: el del colonialismo, ahora reempaquetado con estética de festival y acento british. En su crítica quirúrgica a “Campo minado”, Ernesto Dufour, César Trejo y María Sofía Vassallo no solo levantan la alfombra bajo la cual cierta progresía cultural esconde su colonialismo cool, sino que exponen con crudeza cómo la obra de Lola Arias logra que hasta la ocupación británica parezca parte de una terapia de grupo (Dufour, Trejo y Vassallo, 2020). Con producción del Royal Court Theatre, el British Council y el Complejo Teatral de Buenos Aires —¡la Commonwealth y la cultura estatal porteña, unidas jamás serán vencidas!—, “Campo minado” nos propone un elenco de veteranos convertido en performers que recitan sus traumas en un español-inglés-nepalí muy ONU, pero sin mencionar nunca eso tan vulgar llamado “soberanía”. Según Arias, la obra “no quiere trabajar sobre la soberanía”, porque eso sería “encorsetado”, pasado de moda, o peor aún: provinciano (entrevista personal citada en Algranti, 2017). ¿Y para qué polemizar si se puede conmover? Todos víctimas, todos humanos, todos en escena… menos el colonialismo, que queda cómodamente fuera de campo, impune y satisfecho. ¿La desmalvinización 4.0? Claro que sí, ahora con subtítulos bilingües y entrada con descuento para jubilados. Porque transformar una causa nacional en un happening8 global es mucho más rentable —y políticamente correcto— que interpelar el fondo del conflicto. Como bien señala el Observatorio Malvinas, esta obra “celebra una simetría imposible”, al equiparar soldados profesionales del Reino Unido con jóvenes conscriptos argentinos enviados a defender la Patria por sorteo (Dufour, Trejo y Vassallo, 2020).
Así, “Campo minado” no representa un campo de batalla sino un delicado jardín escénico regado con memorias desideologizadas, donde la ocupación británica de las Malvinas se funde con el decorado. Aquí, la paz se canta en do mayor, el amor entre los pueblos se celebra con sables devueltos y selfies entre veteranos, mientras las bases militares británicas siguen plantadas como margaritas nucleares en el Atlántico Sur. A esto, en lenguaje técnico, se le llama “pacificación performática de la derrota”, aunque bien podría llamarse también “colonialismo boutique con subtítulos en inglés”.
Lola Arias nos ofrece, en clave cosmopolita, una obra donde tres ex soldados argentinos sorteados para ir a la guerra (como quien gana una promo en la radio) y tres británicos profesionales del oficio, comparten el escenario como si fueran compañeros de un Erasmus9 bélico. Las asimetrías estructurales —militares, políticas y hasta escénicas— se camuflan bajo una presunta equidad bilingüe. El resultado: una estética globalista que no incomoda ni al público de Londres ni al del Teatro San Martín. La guerra se convierte en una anécdota de juventud, la ocupación en una escenografía neutra, y la causa Malvinas en un exceso de nacionalismo que hay que tratar, gentilmente, con terapia artística.
Porque claro, la verdadera amenaza para la paz mundial no son los radares británicos ni los submarinos apostados en la zona, sino los exabruptos de algún argentino que todavía cree que las Malvinas son argentinas. A ese sujeto hay que desacralizarlo, desmalvinizarlo, envolverlo en papel reciclado de la ONU y dejarlo en la puerta del Ministerio de Cultura. “Campo minado” no es solo una obra: es un dispositivo de blanqueo simbólico donde todos pierden, pero algunos ocupan.
V. Al mal tiempo, buena cara
La desmalvinización no fue sólo una política estratégica de Estado (aunque lo fue, y con varias actas firmadas en tipografía prolija); fue una política cultural, una estética del desarme simbólico, una especie de protocolo para la rendición sin sangre. Como todo buen dispositivo de dominación moderna, no se anunció por cadena nacional ni vino escoltada por tanques: se coló entre los renglones de los manuales escolares, se disfrazó de “reconciliación democrática”, se metió en la programación televisiva de los 90, vestida de Tinelli, pizza y champagne. La fórmula era sencilla: para que entre la democracia como marca registrada, había que sacar a Malvinas de la memoria. O dejarla, pero envuelta en lágrimas, con la bandera arrugada en el fondo del armario, para desempolvarla una vez al año, entre discursos de cartón y marchas en loop.
Así, poco a poco, fuimos internalizando que la guerra fue “una locura”, “un manotazo de ahogado”, “un delirio de militares borrachos” —y de paso, nos olvidamos del colonialismo, del despojo, de la autodeterminación impuesta con base aérea OTAN de respaldo, de la población trasplantada y administrada como rebaño. Lo importante era que no se notara el reclamo. Que el reclamo no molestara. Que la incomodidad no interfiriera con las negociaciones por el calamar. O con la imagen internacional del país: ese fetiche con el que ciertos diplomáticos y analistas se excitan más que con la foto de Rivadavia y Mitre en sus despachos.
¿Se puede perder una guerra y luego adoptar el discurso del enemigo con devoción de converso? En Argentina no sólo se puede: se celebra. Se escribe. Se aplaude. Se enseña en la universidad con fotocopias importadas y bibliografía con ISBN londinense. Se proyecta en festivales financiados por fundaciones que tienen nombre de lord y logo institucional de los leoncitos juguetones. Desmalvinizar fue —y sigue siendo— la forma en que algunos sectores encontraron su lugar en el mundo: no como ciudadanos de una Nación con heridas abiertas, sino como notarios de la derrota. No como hijos de combatientes, sino como escribas del invasor.
Rouquié lo dijo sin despeinarse: “Para consolidar la democracia, era necesario desmalvinizar”. Y ahí lo tenés: un politólogo galo dando cátedra sobre cómo una democracia se construye negando sus muertos, enterrando su territorio ocupado, y silenciando a sus veteranos como si fueran espectros de un pasado mal editado. En el país de la endofobia ilustrada, todo lo que venga con acento extranjero y pie de página en francés se convierte en verdad revelada.
Mientras tanto, la base de Mount Pleasant sigue allí, sólida, operativa, rodeada de alambrados y radares. Pero acá nos invitan a pensar que la soberanía se ejerce con tuits, con buena onda, con “relaciones maduras”, con acuerdos pesqueros en zonas que, casualmente, los mapas británicos siguen pintando de rojo. El colmo de la ficción es que nos vendieron la normalización como si fuera soberanía, y muchos lo compraron, felices de haber accedido, por fin, a la civilización. ¿No querían ser parte del mundo? Bueno, acá tienen: el mundo les pone una base militar en su patio trasero, y ustedes aplauden porque se lo anuncian en inglés con subtítulos.
Pero el gran triunfo de la desmalvinización no fue diplomático. Fue simbólico. Fue cultural. Fue hacerle creer a una generación entera que hablar de Malvinas era ser “nacionalista rancio”, “facho encubierto” o —peor aún— “represor”. Así se construyó la pedagogía del ridículo: convertir la causa nacional en objeto de burla, en meme. En chiste de comediante con suéter escote en V, pared de ladrillo en su retaguardia y tono snob. Hasta que un día, la palabra “soberanía” empezó a sonar como una excentricidad, y la bandera dejó de ser un símbolo para volverse decorado de acto escolar.
Pero no todo puede ser domesticado. Porque a pesar del cerco, del blindaje mediático, del mainstream del olvido, hay algo que no pudieron desactivar: la dignidad persistente, silenciosa, subterránea. Malvinas, como toda causa justa, tiene eso: cuando parece que está por extinguirse, se reactiva. Cuando el relato oficial la da por muerta, vuelve a nacer en los márgenes. En los cuerpos que marchan sin prensa. En los jóvenes y los que peinan canas que la nombran sin tapujos. En las investigaciones que se hacen sin subsidio pero con sentimiento malvinero. En las escuelas públicas donde los veteranos cuentan lo que no está en los manuales. En los documentales caseros, en los podcasts militantes de malvineros que llevan las islas marcadas en la piel, en las canciones que no suenan en la radio.
Porque sí: algo se está moviendo. No en los pasillos del poder ni en los pappers diplomáticos, sino en esa Argentina subterránea que no renuncia. En esa juventud que ya no compra el relato del “conflicto lejano” ni se traga el cuento de la “guerra justa de los ingleses”. En esos pibes que hacen murales en los barrios o arman un equipo de fútbol del barrio con las Malvinas y el Diego en la casaca, en los trapos de sindicatos e hinchadas de fútbol, que nombran las islas sin bajar la voz, que discuten sobre recursos naturales, sobre autodeterminación dirigida, sobre ocupación colonial con base militar de la OTAN incluida, que discuten con los que quieren justificar la postración que hoy vivimos con la actual administración semicolonial. En los que se dan cuenta que Malvinas no es sólo una historia de 1982: es una pregunta permanente a un modelo de Patria justa, libre y soberana.
La Patria, decían, es el otro. Pero también es lo que se defiende cuando el otro no está, porque somos todos. Es lo que se sostiene cuando todos los discursos oficiales invitan a soltar. Es lo que no se negocia aunque parezca invendible. Es lo que se vuelve bandera cuando las banderas escasean. Es lo que sigue respirando, incluso cuando el aire está contaminado de cinismo.
Así que no, no hay final para Malvinas. Ni resignación posible. Porque aunque nos sigan vendiendo que la nueva espiritualidad es ver si coincidimos con los signos zodiacales del algoritmo, que la libertad es poder elegir entre cien sabores de delivery o maratonear las mil comedias románticas yankis, y que la soberanía es una palabra antigua que espanta a los inversores, todavía hay argentinos que no se rinden. Que no negocian memoria por protocolo. Que no cambian dignidad por likes. Que no renuncian a la historia por miedo a incomodar.
Y en esos argentinos —sinceros, imperfectos, impacientes— hay una esperanza más fuerte que cualquier think tank. Una esperanza que no se maquilla ni se excusa. Una esperanza que no pide permiso. Porque saben que la patria no es una consigna, ni una propiedad del Estado, ni una estatua: es una decisión cotidiana, es filosofía de vida. Y hoy, más que nunca, esa decisión se llama Malvinas.

1 La PeaceLove Foundation es una organización sin fines de lucro que promueve la salud mental a través del arte y la expresión creativa. Ofrece talleres y programas para ayudar a las personas a compartir sus emociones y fortalecer su bienestar emocional en un entorno seguro y comunitario.
2 Ver articulo https://riobelbo.com/2025/04/21/una-voz-bajo-bandera-ajena/
3 En 2025, la pesca en las Islas Malvinas sigue siendo una expresión concreta de la ocupación colonial británica, violando la soberanía argentina y la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. Desde 1987, el Reino Unido otorga licencias pesqueras ilegítimas en aguas disputadas, explotando especies clave como el Illex argentinus y la merluza negra, sin respetar normas de sostenibilidad. A ello se suma un nuevo proyecto de salmonicultura impulsado por firmas británicas y danesas, que amenaza la biodiversidad subantártica y contradice el principio precautorio y la Convención sobre la Diversidad Biológica. Estas acciones refuerzan una estrategia de control colonial basada en la apropiación de recursos naturales.
4 Durante el año 2025, el Reino Unido intensificó de manera inédita su presencia militar en las Islas Malvinas mediante la realización de cuatro ejercicios bélicos, alcanzando un récord desde el fin de la guerra en 1982. Uno de los más destacados fue el ejercicio “Cabo Kukri III”, liderado por la Sección 2 del Regimiento Real de Fusileros Gurkhas, que incluyó simulacros de combate con fuego real y de fogueo, despliegue de drones, operaciones conjuntas con la Real Fuerza Aérea (RAF), y maniobras tácticas en áreas de difícil acceso como Monte Harriet. Las actividades también contemplaron un inédito operativo de reabastecimiento aéreo de más de 21 toneladas de suministros, y prácticas de búsqueda y rescate (SAR) en Monte Vernet, lo que refuerza la capacidad operativa británica en un enclave estratégico del Atlántico Sur. Todo este despliegue evidencia una estrategia británica orientada a consolidar su ocupación militar del territorio argentino y proyectar su poder hacia la Antártida, mientras el gobierno argentino actual guarda un llamativo silencio ante la creciente militarización del archipiélago (Agenda Malvinas, 2025).
5 Mientras los millennials hacen fila virtual para comprarse el último celular chino con cámara de 108 megapíxeles a precio de remate, celebran con emojis la genial medida del gobierno de Milei de bajar aranceles y liquidar impuestos, sin tener la más mínima idea de que, con cada scroll, están ayudando a desmantelar la industria fueguina, destruir miles de empleos y vaciar un enclave estratégico en el Atlántico Sur. Total, ¿quién necesita soberanía o una política industrial si el smartphone llega más barato por Mercado Libre? Tierra del Fuego, esa provincia remota que alguna vez fue pensada como bastión de presencia nacional en la región, ahora se convierte en daño colateral del libre mercado globalizado. Pero tranquilos, que todo sea por tener TikTok más fluido y selfies en HD, aunque sea a costa de convertir el sur argentino en zona franca de intereses ajenos.
6 El Centro de Ex Soldados Combatientes de Malvinas de Rosario elaboran y distribuyen 350 viandas diarias para personas en situación de calle durante el Operativo Invierno.
7 Ver: https://www.cultura.gob.ar/agenda/dos-rosas-por-la-paz-en-el-museo-de-arte-decorativo/ y https://www.infobae.com/sociedad/solidaridad/2019/03/19/dos-rosas-por-la-paz-la-obra-colectiva-hecha-con-balas-de-malvinas-sigue-promoviendo-la-solidaridad-entre-los-pueblos-del-mundo/
8 El happening es una forma de expresión artística nacida en los años 50 y 60 que combina elementos del teatro, las artes visuales y la performance. Se caracteriza por ser una acción artística espontánea, participativa y efímera, en la que no hay una narración lineal ni un público pasivo. En el *happening*, la obra sucede en el momento y suele invitar a los espectadores a involucrarse activamente, borrando las fronteras entre arte y vida.
9 El programa Erasmus es una iniciativa de la Unión Europea que promueve el intercambio académico, cultural y profesional entre estudiantes, docentes y personal universitario de los países miembros. Creado en 1987, busca fomentar la movilidad, la cooperación internacional y el sentido de ciudadanía europea mediante estancias educativas en el extranjero.
Bibliografía
Agenda Malvinas. (2025, marzo 21). Cabo Kukri III: El mayor despliegue militar británico en Malvinas en 43 años.https://www.agendamalvinas.com.ar/nota/7452-cabo-kukri-iii-el-mayor-despliegue-militar-britanico-en-malvinas-en-43-anos/
Algranti, L. (2017). Entrevista personal con Lola Arias, 12 de septiembre. Citada en Campo minado: memorias de guerra en escena. Universidad Nacional de San Martín.
BBC Mundo. (2017). Malvinas: los panfletos con los que el Reino Unido intentó desmoralizar a los soldados argentinos.https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-39143014
Dufour, E., Trejo, C., & Vassallo, M. S. (2020, 5 de mayo). Piedra libre para “Campo minado”, teatro de guerra y en guerra. CLAE. https://estrategia.la/2020/05/05/piedra-libre-para-campo-minado-teatro-de-guerra-y-en-guerra/
Infobae. (2017). Los panfletos británicos con los que se intentó desmoralizar a los soldados argentinos en Malvinas.https://www.infobae.com/politica/2017/03/01/los-panfletos-britanicos-con-los-que-se-intento-desmoralizar-a-los-soldados-argentinos-en-malvinas/
Kon, D. (1982). Los chicos de la guerra. Buenos Aires: Legasa.
Macri, M. (2015, abril 2). Discurso por el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas.