

Por Ignacio Adanero
Eran las 11 de la mañana del lejano y fatal invierno de 1870 cuando un oficial del ejército llamado Aleksei Wronsky se dirigió a la estación de trenes de Moscú para recibir a su madre que arribaba desde San Petersburgo. La estación de trenes moscovita, a diferencia de la estación ubicada en la capital imperial, no tenía la boca reducida donde una fila interminable de coches recibe el sinfín de pasajeros escupidos por los más de siete carriles que aterrizan en la humareda gris del andén lindero a la avenida Nevsky. Es distinta, no sólo por sus dimensiones sino por el andar o la cronicidad con que se da su peculiar distribución espacial. Probablemente, esa característica es lo que permitió una curiosidad en el momento que Wronsky se subió al vagón estacionado para identificar a su madre y ayudarla en el descenso. Cualquiera podría presuponer que el choque casual con Ana Karenina y su rostro rebosante de juventud de mujer casada es el dato determinante del amor fulgurante que marcará la fatalidad y el destino trágico de los dos protagonistas. Nosotros, sin embargo, preferimos ver que Tolstói efectúa una operación diferente respecto de la metáfora del amor: viene como de atrás, y viene como presentido en cierto aspecto por una rareza del escenario o de la coyuntura en la cual están inmersos los actores, un poco a sabiendas de lo que se viene pero sin poder pronunciarlo del todo en palabras. Así es como parece olfatear Ana Karenina la presencia del hombre amado en su descenso confuso del tren. Y así es como viene la Revolución Rusa o como vendrá el vagón que cargue a Vladimir Il´ich Lenin desde Berlín a San Petersburgo unos años después.
Vamos a efectuar una disección en el clásico de León Tolstói (1828-1910) y vamos a detenernos en un vector paralelo al eje principal desde donde se suele parar la crítica literaria. En la novela, accedemos a una hagiografía social de la Rusia pre-revolucionaria que contiene algunos detalles dignos de atención para cualquier análisis político contemporáneo, donde la muerte “anticipada” de Tolstói tiene la ventaja de legar una obra clásica y, sobre todo, una herramienta fidedigna para el estudio histórico de la Rusia pre-revolucionaria. Digámoslo de entrada y sin rodeos: Tolstói narra una historia de amor contrariada en medio de una crisis económica y política confusamente racionalizada por las clases dominantes del imperio ruso, las cuales buscan conjurar ese malestar mediante reformas políticas que promuevan la modernización estatal y la renovación burocrática, en un contexto de agudización de las tensiones entre campesinado y nobleza terrateniente por los bajos niveles de productividad agraria en comparación a los rendimientos europeos.
Estamos en el terreno teórico del posmarxismo, y en especial de Antonio Gramsci (1891-1937), porque la novela nos lleva de vuelta al análisis sobre la relación entre estructura y superestructura, donde al mundillo rodeante de los amantes del tren los persigue el derrotero de errores políticos de una clase social cuya dominación no termina de eclipsarse pero que teme los gérmenes de una formación social nueva o de relaciones de fuerza distintas. En Ana Karenina, el malestar de las clases dominantes aún no se palpita como desesperación, pero va dibujándose un contorno lo suficientemente claro de la frágil dominación zarista que permite inferir que, en la precipitación de la crisis de 1905, y definitivamente en 1917, había rasgos orgánicos determinantes para sobredeterminar una coyuntura política única. Le daremos color a esta hipótesis tomando como referencia tres personajes de la novela: el enamorado conde Wronsky, de profesión militar; el adulterado esposo Alexis Karenin, funcionario de altísima jerarquía estatal; y el propietario rural Constantino Levin, sobre quien habremos de detenernos especialmente.
Aunque restringido, se podría afirmar que en la alta sociedad de San Petersburgo había una especie de anillo de tres capas. La de los miembros de la alta burocracia y del gobierno, la del sector compuesto por condesas y nobles intelectuales (la llamada “conciencia social” del régimen); y un tercer grupo, el de los bailes, banquetes y reuniones elegantes donde se hacía la corte. A este tercer grupo de gente oficialmente descalificada por el régimen, pero cuya sociabilidad se desarrollaba en los mismos ámbitos, pertenecía Wronsky. Con él presuponemos estar ante otra historia de compromiso militar y político para un sujeto de su clase, pero la cosa es bien distinta. Tolstói nos habla de un conde cuyas habilidades en la caballería rusa o en la competencia militar se combinaban con una pasión por las carreras de caballos y por una extraña vida de galantería y seducción entre los salones de la alta sociedad; no sólo indecorosas para un individuo de pertenencia corporativa como él, sino impropias para un nivel de ingresos módicos como el de aquellos oficiales del ejército. La biografía de Wronsky es toda una elocuencia del estatus político del ejército ruso: encadenado a su amante luego del embarazo de Ana, decide renunciar a un ascenso militar para no tener que abandonar San Petersburgo. El poco sentido corporativo de la decisión y las escasas reprensiones en la oficialidad más allá de las imputaciones morales, son la capa visible de una institucionalidad que mostraba señales de notoria debilidad coercitiva. No había algo así como una burocracia o carrera militar centralizada en sus decisiones, y el mismo entorno de Wronsky nos va ofreciendo variados ejemplos de la sustentabilidad económicamente débil que marcaba la composición social del ejército: apostadores, inquilinos deudores, rentistas en algún negocio extraño; todos con poca atadura territorial y menos aún con espíritu de cuerpo. Estamos en el terreno donde Gramsci sugiere investigar si en un país existe un estrato social generalizado para el cual la carrera burocrática, civil o militar se figura como elemento importante de vida económica y afirmación política (estrato que él observaba afirmativamente en la burguesía rural media que acompañó las reformas agrarias de la Europa moderna). Y aunque el Wronsky consolidado en su relación de amante pareciera visualizar el destino político que encerraba su nueva condición de administrador o “propietario” de las tierras de Ana, la respuesta a la pista de Gramsci es tajantemente negativa para el caso ruso. Sobre el final de la novela, el intelectual Katavasof será testigo ocular de esta heterogeneidad y poca energía de dirección política identificable en los enrolados rusos que iban a combatir contra Turquía (los llamaba expedicionarios y se preguntaba qué podía esperarse de unos individuos cuyo bagaje militar tenía por base y factor principal la cantimplora con aguardiente).

Alexis Karenin, el esposo engañado, tampoco se exime de ese extravío o poca lucidez política que afectaba al grupo general de la oficialidad. Funcionario de rango directo en el gobierno zarista, Alexis pertenece al primer grupo del anillo petersburgués y es precisamente ese elemento el que habilita contornear un cuadro del estadio político de la casta burocrática. La influencia de Alexis era apenas sentida entre grupos de intelectuales locales, los cuales no poseían vínculos con las masas populares de las dos grandes ciudades y menos aún con los núcleos rurales aledaños. El burocratismo de Karenin le impedía ver que sus opiniones (como en el asunto de la inmigración polaca) no eran más que propuestas de leyes o reglamentos que en una primera instancia podían obtener el consenso del grupo de subalternos pero, en un segundo momento, ante el cambio de mando político, vería desgranarse tanto en su victoria como en el prestigio. El estado de salón que afectaba a la clase administrativa se acentuaba por la completa desconexión entre Karenin y su grupo (cada vez más reducido) respecto de las internas políticas de partidos en los distritos. Así, el rol de “estadista” u “hombre de Estado” era una mácula difundida entre el primer y segundo anillo de la casta petersburguesa, pero de escasísimos vínculos territoriales como para comandar políticamente el proceso de reformas imperantes. Desde que su esposa le había confesado su amor por otro hombre, las condiciones de expansión política de Karenin se habían reducido significativamente, llevando a su grupo a ejercer una diplomacia de elite pétrea y cerrada respecto de otros sectores pujantes u emergentes (lo que Gramsci llamaría una saturación del grupo dirigente). El corolario de esa cerrazón era el vetusto grupo etario que se nucleaba en torno a Karenin y el credo religioso antiburgués que le trajo la condesa Lidia (una de las varonesas amigas del nuevo círculo “iluminado”): el pietismo.
Con Constantino Levin, la cosa es aún más palpable. Amante de la caza y de la pesca (como todo propietario), el amo de Pakrofsky nos brinda momentos donde el contacto con los de su clase nos permite inferir el estado de situación del eje Surof–Yergusovo, lugar donde el dominio de la nobleza terrateniente había sentido las mellas de una etapa previa de emancipación. La cuestión era la merma en los rendimientos agrícolas desde que se había acabado la servidumbre y el productor debía enfrentarse a la incertidumbre de qué relación social de producción imperaría (si arrendamiento, aparcería, o jornaleros a sueldo), y qué estrategia político-económica promover (si reforma agraria, modernización paulatina de la maquinaria, o lisa y llanamente autoritarismo). De ese contexto, tenemos un diálogo memorable entre él y su hermano Sergio, cuando a Levin comenzaban a arreciarlo las preocupaciones porque la siega, que ahora se efectuaba en un solo día, comprometía su capital. Su hermano le señala la preocupación por lo mal que marchan las cosas en los distritos y le acusa por no participar políticamente en las juntas rurales, a lo que Levin contesta que participar en las juntas era de lo más impotente dada la escasa utilidad del Semstvo. Aduce argumentos de displicencia y aburrimiento propios a su llaneza de carácter, pero considera legítimo no tener que ocuparse de la asistencia médica o del acceso a la educación del pueblo. Levin dudaba seriamente de las ventajas de construir escuelas o de la educación entre los niños del campesinado, porque en su opinión no sólo eran un servicio innecesario para él y sus hijos, sino porque el campesino que sabía leer y escribir era infinitamente peor que el campesino analfabeto. Ante la estupefacción de su hermano Sergio, que observaba con preocupación cómo los hombres de su clase se desprendían de la política y de la gestación de un proyecto de dirección comunitaria que incluyera a la población subordinada (lo que Gramsci llamaría un consenso activo con las clases subalternas), Levin se refugiaba en argumentos de la filosofía utilitarista para defender que el único móvil de la acción humana profunda era la búsqueda de la felicidad personal.
La cuestión estaba clara. Levin les expresará al productor Sviajevsky y al hombre de bigotes que añoraba el látigo que el asunto era cómo encontrar una explotación racional de la tierra para el sistema vigente de relaciones entre el propietario y los nuevos trabajadores asalariados. El escenario mostraba el callejón inconducente en el que, tanto Levin como los de su grupo, veían entrar sus sueños de prosperidad económica. La alarma era decididamente orgánica: había una transformación objetiva y un grado de desarrollo nuevo en las fuerzas materiales de producción, pero estas nuevas condiciones mostraban las contradicciones ideológicas de las clases dominantes y en especial las decisiones erráticas en que se movían pendularmente esos diagnósticos: desde el progresismo por la reforma agraria, pasando por la admiración recelosa del avance europeo, hasta volver a implorar por el autoritarismo de los tiempos feudales. Así, la nobleza mostraba signos de solidaridad corporativa, pero develaba problemas para plantear la solidaridad en un sentido más vasto, y esa indecisión indicaba hasta qué punto no lograba constituirse como clase universal. El hecho de que ese grupo no logre instalarse como ideología o partido habla a las claras del estadio hegemónicamente frágil en que se hallaban las clases dominantes rusas (elocuente de ese desvarío, el divague filosófico y espiritista con que finaliza Levin).

Dijimos entonces que algo extraño había sucedido en el tren, y que esa extrañeza iba más allá del choque de Ana con Wronsky. Cierta sapiencia se presumía latente por parte de los protagonistas directos e indirectos involucrados en el descenso confuso del tren. Minutos después del cruce fulgurante, Ana miró detenidamente al operario de rostro cubierto de grasa y carbón que quitaba el hielo entre la segunda y tercera rueda del vagón que acaba de frenar en la estación cronométrica de Moscú. Era un presagio de la crisis de felicidad que advendría para su vida, pero también una alarma de la crisis de hegemonía que afectaba el pulso de las decadentes clases rusas. Porque nadie en toda esa distribución espacial de la estación halló una consigna para nominar la presencia desencajada del obrero. Porque, como diría Lenin, el tiempo de la revolución se daba entre el hiato donde lo orgánico adquiría toda su verdad a partir de lo aparentemente accidental. Y esa era la curiosidad con la que Tolstói, que por cierto se toma más de 300 páginas para mencionar la palabra comunismo, dejará entrever que algo venía como de atrás, marcando las huellas de un presente más abierto que nunca. Ese fue el vacío que intentamos mostrar a través de una disección arbitraria entre las tres biografías de Wronsky, Karenin y el aristócrata Levin. Ese vacío era presentido por Tolstói que, al igual que el Marx de 1870, colocaba la insurrección en el orden de la locura.

Muy bueno !!
Gracias Camila