Un joven nacido en el dos mil, «hijo de la educación pública», escucha en Spinetta un llamado de la Historia
Por Gianfranco Casaccia
El otro día salí de la facultad para comprar un alfajor en el descanso entre clase y clase (soy estudiante de la carrera de letras en universidad pública). Elegí un Capitán del Espacio, y un amigo que me acompañaba me cantó una frase, aludiendo al muñequito que estaba en la etiqueta: “ahí va el capitán Beto”. Yo sabía que era una alusión a la canción El anillo del capitán Beto, de cuando Spinetta en Invisible, pero nunca la había escuchado realmente, así que a la tarde me subí al colectivo para ir desde la universidad al trabajo y en los auriculares puse la canción. Un acorde rarísimo, como los que el flaco hace, me saludó y la frase “Ahí va el capitán Beto, por el espacio” me invitó a pasar y ponerme cómodo. Instantáneamente mis influencias sajonas trajeron al Major Tom de Space Oddity y supuse que estaba oyendo simplemente un tema que bebía de la inspiración de la carrera espacial, tal como Bowie lo había hecho. Esperaba que a continuación, tal como el Major Tom, el capitán Beto fuese un héroe perfecto, que sale en los periódicos y la gente lo idolatra al punto de querer saber hasta qué ropas vestía.
Pero un gancho me atrapó y me transportó a ese estado de trance en el que los poemas nos ponen cuando los escuchamos con demasiada atención. “Ayer colectivero, hoy amo entre los amos, del aire”. Miré al colectivero que manejaba el 129 que me llevaba, con su camisa celeste y sus lentes de sol y la empatía que la muerte del Major Tom nunca me había despertado ya estaba en mí, colmándome completamente. Me imaginé a aquel colectivero, manejando una nave de fibra, alejándose 15 años de la tierra, con su anillo extraño. Después del primer interludio, escuché una frase hermosa: “La foto de Carlitos, sobre el comando… y un banderín de River Plate, y la triste estampita de un santo”. Esbocé una sonrisa cuando vi el banderín de Rosario Central colgado del espejo retrovisor de mi 129. Pero el viaje en el cosmos que mi mente figuraba se sintió diferente cuando Spinetta susurró: “¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo, si nadie viene hasta aquí a cebarme unos amargos como en mi viejo umbral?”. Y la fantasía del viaje espacial, de repente, se desdibujó. Había algo más en esa canción. Y mi disfrute inocente se esfumó para poner toda mi atención en la letra, sobreanalizando, sin lugar a dudas, lo que decía. “¿Por qué habré venido hasta aquí si no puedo más de soledad…?”
¿Y si el viaje del capitán Beto no es como el de Major Tom, hacia el espacio, buscando gloria, sino el viaje de un argentino al exterior buscando una vida mejor? ¿Y si ese espacio exterior en realidad era un espacio no-argentino? Enseguida la historia del capitán Beto tenía otro tinte. Miré la envoltura del Capitán del Espacio que había guardado en mi bolsillo, buscando ver algún rasgo que me permitiera decantarme por otra opción. “Su anillo lo inmuniza de los peligros, pero no lo protege de la tristeza”. Pensé: ¿será un exiliado? La canción salió en 1976, así que bien podía serlo… pero decidí optar por otra lectura, arbitrariamente, como leemos los poetas, sin rigurosidad, solo siguiendo sentimientos. “Ahí va el capitán Beto, el errante”. Beto se había ido del país, golpeado por la crisis económica, buscando en el extranjero una vida mejor. De repente la canción, lejos de ese tono heroico, comenzó a ser bien amarga “¿Dónde habrá una ciudad en la que alguien silbe un tango?” Yo soy un joven nacido en el dos mil; salvo una pequeña parte en mi infancia y temprana adolescencia, toda mi vida fue vivir en crisis económicas, en “no alcanza”, en “es caro”. Y no solo la mía, creo que la de una gran parte de la población fue así. Y más de una vez pensé: “¿Y si mando todo a la mierda y me voy a Europa?” Tengo la ciudadanía, tengo un estudio universitario casi completo, podría enseñar español, y no tengo muchos motivos que me obliguen a quedarme acá. Pero la respuesta nunca fue un sí.
Sin embargo, Spinetta logró hablarme directamente, logró explicarme por qué no hacerlo. Logró decirme directamente a la cara, mientras me miraba el alma, qué estaba pasando en mí. Si yo me transformo en el capitán Beto, ayer profe de lengua, hoy amo entre los amos del aire, me va a pasar exactamente eso. Voy a sentir exactamente lo que él menciona. ¿Dónde podré encontrar un lugar al que llamar cielo si nadie viene a cebarme unos amargos? Las palabras fueron las más acertadas que pudieran existir. Por eso nunca hacía caso a ese llamado cipayito de irme a enseñar español al extranjero. Justamente, porque soy hijo de esta tierra, y, sobre todo, soy un hijo afortunado, un hijo afortunado que se pudo educar en la escuela pública primero y la universidad pública después. Un hijo afortunado que más de una vez fue atendido en la salud pública, y más de una vez favorecido por la política de subvenciones y de asistencia social de este país. Mi destino no era ser un Major Tom, un héroe que tiene su hogar en las estrellas, y es alabado por su misión. Lo sentí en ese instante con certeza. Mi destino era ser Beto, no el capitán Beto, sino Beto el colectivero, Gian el profe, y tomar unos amargos y silbar un tango. Es decir, ser feliz. Y gracias a esa canción de Spinetta confirmé que al tomar la elección de irme, si alguna vez se me presentaba, iba a terminar igual que la vida del capitán Beto. “Si esto sigue así como así, ni una triste sombra quedará”.
Supe que mi lucha era acá. Si mi país me dio la educación que hoy me permite enseñar, escribir, leer y aprender, mi responsabilidad es quedarme acá, mi responsabilidad es enseñarle todo lo que pueda a mis alumnos para hacer de este país un país mejor, escribir todo lo que pueda para que cuando alguien, cualquiera, lo lea, pueda recibir un sentimiento especial, y sobre todo, cebarle a alguien unos amargos en mi viejo umbral.