Cuando las imágenes olvidan

De Adiós a la memoria (Nicolás Prividera)

Sobre Adiós a la memoria, documental de Nicolás Prividera

Por Lucía Sbardella

Pai, afasta de mim esse cálice

Chico Buarque, “Cálice”

Estamos como el

amor que se echa a perder

violando todo lo que amamos

para vivir

para vivir

Charly García, “Total interferencia”

En Adiós a la memoria (2020) Héctor Prividera padece un deterioro cognitivo que lo aleja de sus recuerdos. Tal vez porque forzó tanto la memoria, lo acosa la paradoja más grande de su vida: olvidar su propio olvido. Las anotaciones de su “cuaderno para no olvidar” son sólo palabras vacías. En las libretas se leen canciones, nombres de películas y libros. Todo tipo de nombres propios, pero sólo uno se repite cada tanto: Marta Sierra. El nombre de su esposa, militante desaparecida en la última dictadura militar en Argentina. Héctor insiste con preguntas, intentando recordar: “¿Quién es Marta Sierra?”.

La vida de Héctor nos revela algo más allá de su experiencia personal: la vida de un país. Vivió y respiró el aire político de los años 60, y la fantasía colectiva de una revolución. Conoció el terror de la dictadura, el silencio y la soledad del “discreto desencanto de la burguesía” por el que compareció después. Con él acaba una parte del testimonio vivo de la historia argentina, y es allí donde las palabras de Halbwachs toman fuerza cuando nos recuerda que, por medio de la memoria, aprehendemos un pasado que ya no existe, pero que permanece vivo a través de quienes lo sobrevivieron. Tanto que podríamos trazar una línea temporal entre la edad de Héctor y algunos hechos de la historia nacional sobre los que se columpia la memoria y el olvido. Y así, sopesar el olvido de Héctor, en términos de una amnesia colectiva del pasado reciente argentino.

De Adiós a la memoria (Nicolás Prividera)

(Quisiera abrir un largo paréntesis. El 24 de marzo de 1976 se instaló el régimen militar en Argentina. Ese mismo día, el gobierno de facto dictaba un paquete de medidas que buscaban, por una parte, otorgarle una fachada legal a la conducción y coordinación de la lucha “antisubversiva” y, por otra, delinear el régimen orgánico del terrorismo de Estado a través del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. Así es como se establecieron zonas de operatividad en todo el territorio nacional, lo que permitió demostrar el funcionamiento deliberado y meticuloso del sistema represivo que rigió en el país hasta 1983. Las fuerzas militares no sólo tuvieron a su total disposición los recursos —materiales y simbólicos— del Estado, sino que elaboraron un prolijo esquema de persecución, robo, detención, tortura y desaparición de personas a lo largo y ancho de Argentina. En 1985, el emblemático Juicio a las Juntas dejó constancia de que los desaparecidos y sobrevivientes de la dictadura, por más “subversivos” y “peligrosos” que fuesen, no tuvieron el derecho a una defensa en juicio y debido proceso, como sí, en cambio, tendrían sus verdugos. Al día de hoy, muchos de ellos cumplen su condena, otros murieron, algunos hasta siguen en juicio y otros tantos siguen sin ser juzgados. Pero a todos los une el mismo pacto de silencio que perdura hasta el presente a pesar de la insistencia de los movimientos de derechos humanos. Pareciera una redundancia histórica reiterar algunos de estos hechos, y más aún teniendo como antecedente el rechazo contundente a la “teoría de los dos demonios” que, en su momento, integró el prólogo del informe del Nunca Más, que equiparaba la violencia estatal y guerrillera —cuando, para ese entonces, la guerrilla ya se encontraba prácticamente diezmada. Sin embargo, últimamente, las obviedades no están de más. Y si no están de más es porque hoy vemos resurgir, con vehemencia, narrativas que legitiman al terrorismo de Estado.

Hacia el final de la película, el narrador —Nicolás Prividera, hijo de Héctor— nos dice: “Mientras el padre se hundía en su desmemoria, el país era dominado, una vez más, por el sueño de desprenderse del pasado”. Mientras tanto, vemos algunas postales del olvido: obreros levantando las baldosas pintadas en la ronda de las Abuelas de Plaza de Mayo, y manifestaciones que reivindican la dictadura militar. Es cierto que el acrecentamiento de los sectores revisionistas y negacionistas en el país puede rastrearse a fines de 2015. Si hiciéramos una reconstrucción de algunos hechos y expresiones públicas de funcionarios, hallaríamos el embrión de una relativización generalizada de la violencia política durante la década del 70[1]. Hubo recortes al presupuesto de la Secretaría de Derechos Humanos, una reducción de los juicios de lesa humanidad, y se otorgaron beneficios a los condenados, pero el corolario de este tipo de discursos llegó con el fallo “2×1” de la Corte Suprema, que permitió reducir la pena de Luis Muiña, condenado por delitos de lesa humanidad —que poco después se revirtió por una ley—. Cierro paréntesis).

En una película anterior (M, 2007), lo vemos a Nicolás Prividera con un atuendo detectivesco recorriendo distintas locaciones: desde instituciones de derechos humanos, casas de amigos hasta la escuela en donde trabajó su mamá, Marta Sierra. Filmando se encuentra con testigos, elabora hipótesis y reconstruye una crónica de su desaparición. En Adiós a la memoria, el que responde a las preguntas de Nicolás es el padre. Y una de las cosas que llaman la atención es cómo lo presenta: Nicolás no dice mi padre, sino el padre. La narración en tercera persona entabla una distancia con lo narrado y los protagonistas de la historia. El espacio entre lo narrado y la acción de narrar permite colocarse a sí mismo como sujeto que es narrado, y la sustitución de su lugar por el de biografías similares, porque posiblemente haya “otros Nicolás” y “otros Héctor”.

Elegí dos canciones en el epígrafe. Una de ellas es “Cálice” de Chico Buarque y Gilberto Gil, y la otra es “Total interferencia” de Charly García. Conocemos bien a los tres artistas por su trayectoria musical pero también porque integraron la contracultura en épocas de la dictadura. Buarque y Gil en Brasil, García en Argentina. La canción argentina se lanzó en 1984; la brasileña, en 1978. Aunque en ese año nacía la democracia en Argentina, y en Brasil se mantenía el régimen iniciado en 1964, para aquel entonces la dictadura se encontraba casi desarticulada.

Charly dice: “Estamos como / el amor que se echa perder / violando todo lo que amamos / para vivir” y, algunas estrofas más tarde, aclara aún más la (aparentemente) imposible convivencia entre el amor y la violencia: “violamos todo lo que amamos para vivir”. En la canción brasileña, la pronunciación de la palabra en portugués “cálice” toma sentido porque suena como “cale-se” (lo que en español sería “cállese”). Los artistas Gilberto Gil y Chico Buarque dicen: “Pai, afasta de mim esse cálice”, como si se tratase de un hijo negando el silencio que el padre le ofrenda. Cuando escuché la canción, lo primero que pensé fue que el hijo se niega al silencio del padre con las palabras que aprendió de éste. Luego, recordé que Nicolás aprendió a filmar con la cámara del padre.

De Adiós a la memoria (Nicolás Prividera)

La primera película de Prividera fue hace más de 15 años, cuando filmaba M en 2007, y continuaba con Tierra de los padres, en 2011. Las fechas son importantes cuando hablamos de memoria. Nos ayudan a medir el tiempo, y reflexionar sobre cómo gestiona el trauma una sociedad. En Argentina, el comienzo de siglo patentó nuestra identidad con una serie de políticas de memoria. Tanto que entre Maradona y las Madres de Plaza de Mayo se conjuga la iconicidad argentina, juntando las dos caras de los 70: el fútbol y la dictadura; la fiesta y el terror.

Su segunda película, Tierra de los padres (2011), revisita doscientos años de historia nacional a través de la lectura de textos que datan del siglo XIX en adelante. El lugar que elige para la “cita” literaria es, nada más y nada menos, que el cementerio de Recoleta: el mausoleo que alberga los restos fundacionales de la Patria y la aristocracia argentina. El trabajo de Prividera parece dejar en claro que una película sobre el pasado es, ante todo, una relectura del presente. Es hasta una redundancia decir “tierra de los padres” si rescatamos la etimología de “padre”en tanto “patria”(pater), aunque una redundancia necesaria para conocer lo que moviliza al director. Con certeza, notamos que le interesan algunos temas: la memoria, la historia, el padre y la madre.

En este film, los “padres” de la historia consiguen hablar en la voz de sus contemporáneos. En Adiós a la memoria, el hijo es quien toma la palabra, y su padre, el silencio. Pero sería injusta una interpretación tan rigurosa cuando la historia nos pide matices. ¿No es acaso la pérdida de memoria del padre el síntoma de una censura autoinfligida para vivir (como dice Charly)? Uno de los atributos de esta película es que nos sitúa en el centro de profundas contradicciones. Después de todo, ¿seríamos capaces de reclamarle algo al padre?, ¿deberíamos juzgarlo por su silencio?, ¿por la sumisión? Por una parte, vemos que la historia hizo de las suyas con Héctor, y un ojo malicioso hasta podría decir que la historia se vengó con lo que más quiso, y a la vez, con lo que más sufrió: su memoria. Pero tampoco podríamos decir que quien eligió el silencio y la distancia de las discusiones políticas de su tiempo resultó ileso y victorioso. ¿Qué otra cosa peor que el desamparo de una ilusión colectiva?

De M (Nicolás Prividera)

La película está casi hecha con las imágenes que filmó el padre. Estas imágenes tienen un interés narrativo. No son tomas casuales simplemente. El padre espera contar una historia. Tal vez por esta razón, luego de que la madre desaparezca, el padre continúa filmando sólo un tiempo más. Aunque esta vez, sustituyendo la imagen de la madre por la imagen de la tía. Al poco tiempo, el padre se dará cuenta de que las imágenes no sustituyen, porque las imágenes también están hechas de presencia. Es imposible ocultar el vacío de la madre en las películas caseras. Entonces dejará de filmar.

No hay una relación directa entre padre e hijo sin la mediación de la imagen y, claro está, tampoco en su relación con la madre. El hijo construye una memoria de la madre a través de las películas del padre porque “no tiene recuerdos anteriores al secuestro”. Haciendo películas no sólo reconstruye el pasado de la madre, y la conoce. También construye el pasado de su madre, que no es otro que el suyo, y el de su padre. ¿Nos sorprendería, entonces, que ese niño, en su adultez, se dedique a hacer películas?

Las películas de Prividera nos invitan a ir más allá de las imágenes, pero quedándonos en ellas. Si elaboráramos una trayectoria de las imágenes, sabríamos que no es posible diluir la relación cine/vida. Se me viene a la cabeza aquella película maravillosa de Eric Pauwels, La segunda noche (hecha también en 2016, año con el que empieza la primera imagen de Adiós a la memoria). El nombre del film francés refiere a la primera separación de un bebé del cuerpo de su madre. En ese momento, inicia el desprendimiento que a lo largo de su vida se abre, se profundiza y se estanca cuando la madre muere. Cuando la madre de Pauwels muere.

En vez de preguntarnos en cuánto tiempo cierra una herida, después de la segunda noche, sería mejor aquella otra: ¿Cuánto tiempo tarda en hacerse una herida? Y porque una herida puede demorar toda una vida, al final, Pauwels nos revela lo que podría ser su “hipótesis poética”: filmar una película para (intentar) volver al origen. Volver al seno materno. Volver a la madre.

El hábito de tomar imágenes no es lo único que el hijo hereda del padre. Además del parecido físico entre ambos, los dos escriben en libretas. El año del golpe militar, el padre escribió un diario cifrado para la memoria de sus hijos que, tiempo después, resulta incomprensible hasta para sí mismo. El hijo toma sus notas sobre la película que filmará sobre la memoria del padre. Mucho se puede decir sobre las variadas formas de la escritura en relación con la personalidad de su autor. Existen las escrituras apretadas, complicadas, vulgares, precipitadas, extrañas o raras. El rasgo, el trazo, el perfil, el grueso o el contorno de la letra debido a la presión de la mano sobre el papel puede indicar impaciencia, cólera, agitación o embrollo; inteligencia, benevolencia o rectitud.

De Adiós a la memoria (Nicolás Prividera)

Antiguamente existían las salas llamadas “Scriptorium”, donde los copistas (también conocidos como “los iluminadores”, “los correctores” o “los colaboradores”) pasaban horas copiando los códices y manuscritos. Otras veces escribiendo originales. Los copistas decían que era un trabajo con todo el cuerpo, aunque sólo tres dedos escribieran. Los escribas trabajaban en condiciones precarias: sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, apoyando el papiro en una de ellas. Gracias a los copistas medievales conocemos los textos antiguos, aunque su devoción por la escritura fue un menester pesado y fatigoso. Nada muy alejado de lo que Clarice Lispector diría siglos después:

Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba.

En las notas de Héctor es como si el olvido se comiese las palabras. En las últimas, escribe menos. Deja espacios huecos. Contradiciendo a Lispector, diríamos que el padre “cada vez se entiende menos”.


[1] A poco de asumir en 2016, el Secretario de Derechos Humanos recibió en su despacho a Victoria Villarruel (actual vicepresidenta de Argentina) como presidente del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), quien manifestó su conformidad con el recibimiento del funcionario diciendo que era la “primera vez en treinta años de democracia que un funcionario nacional recibe a la ONG de las víctimas del terrorismo” (Página/12, 15/01/2016).

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