En una breve entrevista la Muerte se explica, o te explica, lo explica, nos explica.
Por Claudio Metticelli
Hace un par de días el editor de la Revista Belbo me llamó para encargarme una nota. Una de las difíciles. “Te quería encargar –me dijo- que entrevistes a la Muerte. Pensé en vos porque siempre hablás de coquetear con la Muerte, de bailar con la Muerte, de ir de paseo con la Muerte… Además no te va a costar mucho encontrarla. Está claro que anda por las cercanías”.
Le dije que sí enseguida, sin pensarlo dos veces. Me resultan irresistibles los grandes desafíos. Y puse manos a la obra: primero contacté a mi cardiólogo, el que hace 10 años me colocó un marcapasos, y lo convencí de que me asistiera durante un corto lapso, todo lo que fuera posible, de interrupción del aparatito que me mantiene funcionando el corazón.
En su clínica, entonces, tuvo lugar el encuentro, que no debía durar más de 45 segundos por cuestión de irrigación de no sé qué venas y arterias de la cabeza. Y por él supe que estuve muerto durante 42 segundos, que aproveché –tal era mi misión– para entablar el diálogo que transcribo a continuación:
–Me gustaría usar la primera pregunta para que diga libremente lo que quiera, si es que tiene algo para decir.
–Tendría palabras si tuviera boca para decirlas o dedos para escribirlas. Y si las tuviera no sabría qué decir, porque no tengo impulsos de comentar o describir nada, menos que nada, como ser la ausencia de sentimientos respecto de todo. Por eso nunca lo siento. Never sorry.
Y si me lo permites, me gustaría hablar de mí en cuarta o quinta personas, sin considerar la justeza de los tiempos verbales y descargando los adjetivos que se me cante cuando y como quiera.
–Me hizo acordar a John Cage, que una vez dijo: “No tengo nada para decir, y lo estoy diciendo”.
–Sí, conozco la frase, y lo conozco a Cage, el autor del silencio, que desde hace tiempo es mi música favorita. Y está acá, al lado mío.
–Y me llamó la atención lo de la cuarta y la quinta personas…
–La cuarta persona es el objeto, y la quinta puede ser nadie o alguien que no es o no está, pero nunca un ente, que no es ni una cosa ni la otra. Y claro que también pueden ser en plural, a los fines de difuminar las culpas o no.
–Por supuesto que no lo entiendo, pero me parece bien. O sea, me parece bien no entenderlo… ¿o debo decir “entenderla”? Preferiría evitar el “entenderle”.
–Digamameslon como en tantón las preferieres sem desempachar uns buchestido, que la pelota no se mancha sobre las piernas cortadas en teus meyorismos momentuados.
–Me suena a un catalán trucho mezclado con idioma maradoniano.
–Exactamente. Veo que me entendiste con claridad.
–¿La claridad le parece importante?
–Tanto como el silencio, que si no suena no ilumina ni oscurece, y hablándome al oído desde siempre y hasta nunca se disuelve y corporiza a la misma vez en esta niebla que soy y no tiene espejo, porque también es espejo, donde reflejarse. Eso sería, se doy cuenta, o doy cuenta: un reflejo de uno mismo sin conciencia pero creyendo que la tiene, la tengo, le tendrea.
–Creo entender. Usted es un reflejo del otro, los otros, que seríamos nosotros, que somos reflejos sin fuente de origen, es decir espejo en el cual reflejarnos…
–Los verbos creer y entender nunca deben ir juntos. O creés o entendés, pero ambas cosas juntas son progenitoras de paradojas, las asesinas de las creencias y los entendimientos.
–Asesinar, matar, perecer, morir, caducar, desaparecer ¿son verbos que pueden ir juntos?
–No soy linguisto ni lengua, nem filósofo ni sofá, pero sí una bola que sigue en movimiento sin necesidad de inercia, ni hambre de gloria, o ganas de que me recuerden, porque el recuerdo sí que mata, que hace perecer, caducar, desaparecer. La cuestión que me constituye, que en esencia despierto, cada mañana que puede ser noche, no va ni viene del futuro, que se la pasa en casa, mi casa, que no está en ninguna nube, entre los silloncitos donde el presente y el pasado juegan a tomar el té como si ser inglés o chino importara toda una plantación de cominos. O rábanos.
–¿Pero tiene deseos? Porque hasta un objeto puede desear algo.
–¡Tener y desear, otros dos verbos que no pueden ir juntos!
–Perdón. ¿Desea algo?
–Un café con leche, con más café que leche.
–Bueno, eso es algo. Sentido del humor no le falta.
–El sentido es un flecha y el humor un jugo. No soy milico pero tampoco el Dalai Lama, y por eso me gusta el café con leche.
–Le preparo uno, siempre que me vuelva a hablar en catalán maradoniano, en cuarta o quinta persona u objeto.
–No te prometo nada ni nadie ni ningún, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como dijo Ad Reinhardt.
–Se nota que lee bastante.
–¡Pero si te dije que los tengo acá al lado! A todos los que dicen que me llevé, y que no es verdad, porque vienen solitus desde hace un montón. Trillones de trillones de trillones hace trillones de años. Y el que opina quiere, y el que concede escucha, y entre todos cedemos el paso porque acá no corresponden las correspondencias.
–Me está confirmando que es la Muerte y asegura que nunca se llevó a nadie.
–Sería como acusar al mastodonte de llevarse los parásitos.
–Los mastodontes se extinguieron. ¿También están con usted?
–Mirate las manos y decime qué ves.
(Miro mis manos y veo dos enormes patas peludas, y también noto una pelambre sobre mis ojos y trompa que se bambolea como si fuera una prolongación de mi nariz. Pero una luz me ciega)
“¡Che, qué susto me pegaste! ¿Te sentís bien?”. Mi cardiólogo, con una linternita en la mano, espera mi respuesta mientras destruyo la posibilidad del enigma con una sonrisa que puede interpretarse como afirmación de alguna verdad.