La obra A la vasta criatura apodó Golem y su realizador, Matías Martínez, pulsan cuerdas teatrales atávicas en una indagación sobre los comienzos del hombre que obliga a pensar
Por Andrés Maguna
Vamos desde el vamos, porque fuimos a ver la apuesta más ambiciosa o generosa de Matías Martínez, que a esta altura de su recorrido constituye uno de los nervios más punzantes que tensan la escena teatral de la ciudad nuestra, Rosario. Iremos desde la incómoda dureza de las butacas del teatro La Comedia hasta la libación del fresco aire frío de la nocturna esquina de Mitre y la cortada Ricardone, ya libres de un dispositivo dramático que puede convertir 95 minutos en 287, o en 15 segundos, y que puede decir lo que otro dijo no diciendo nada que resulte inteligible, sumiendo en la perplejidad al espectador, de forma deliberada, con aquello que casualmente, sin intención o tal vez con ella, pero no de manera expresa, expresa lo que no quiere expresar pero sí, o lo que quiere expresar pero no. Y dice cosas importantes, sí, o al menos una cosa importante, sin importar que para descubrirla primero haya que ver y escuchar para luego pensar, pensar como reflexionar y mucho.
Puede parecer incomprensible, y lo es porque debe serlo. La obra, llamada A la vasta criatura apodó Golem, fruto de la valiosamente desquiciada mente del dramaturgo Matías Martínez, no ahonda porque dilata, y estira todo lo posible, el sentido del sinsentido de lo que somos como especie, como seres dotados de vida en un origen tan difuso, ambiguo y sujeto a la libre interpretación como lo son las palabras del Antiguo Testamento, y que, siempre según Martínez en A la vasta…, desde que el primogénito de Adán y Eva, Caín, mató por celos a su único hermano, Abelito, hicimos del homicidio una costumbre a gran escala, que sin embargo no logró equiparar la costumbre del amor, así que por más que nos matemos casi maquinalmente siempre serán más los nacimientos de las uniones pasionales que los crímenes pasionales (razón de la explosión demográfica). Porque todos los crímenes son pasionales y por celos, como todos los homicidios son fratricidios en tanto todos somos hermanos al ser descendientes del asesino Caín, que al parecer comenzó la superpoblación del planeta con los hijos que tuvo con una de sus hermanas, y de los otros hijos de Adán y Eva, como Set, Awa y Azura, en el incestódromo que armaron cuando fueron expulsados del Edén. Pero la Biblia no es la historia oficial, y la historia oficial es la Gran Mentira, como todos sabemos, así que quien quiera puede hacer la suya propia. ¿Por qué no Martínez?
En esta versión del origen según Martínez no venimos del polvo sino de la arena, de la que nos hizo brotar un demiurgo de pacotilla, mezcla de payaso chino y caricatura de ama de casa, con la cara y el cuerpo del graciosísimo actor Martín Fumiato vestido como un Papa venido a menos. Parece ser que al principio ya éramos hombres y mujeres, más de dos: los hombres estábamos pelados, todos semidesnudos, no sabíamos hablar y nos costaba mucho saber cómo movernos; pero el demiurgo, con un lenguaje inentendible, con la ayuda de un Golem igualito al de la película de 1920 (dirigida por Carl Boese y Paul Wegener), nos fue guiando de una manera errática y tal vez caprichosa hacia quién sabe dónde terminaría la cosa, porque no terminó, y por eso nos convertimos en lo hoy se llama “mayoría”, “la masa” compuesta por el ser humano promedio, si es que lo hay. Y cómo todos llevamos el gen bíblico de Caín, todos somos asesinos y matamos y nos matamos y morimos y nos dejamos morir de millones de maneras, viviendo así, de generación en generación, sobre una tierra en la que fuimos amontonando trillones y trillones de cadáveres familiares.
Acá entonces, al terminar el primer acto en La Comedia, que bien podría llamarse El Drama, o La Tragedia (pero esa es otra historia bíblica), aparece Néstor Perlongher, con su monolítica obra, Cadáveres, en la voz del propio director/demiurgo Martínez, que sale al proscenio delante del telón caído y entona con voz firme eso de: “Bajo las matas/ En los pajonales/ Sobre los puentes/ En los canales/ Hay Cadáveres”, que es el comienzo del icónico poema, y lo lee completo, tardando en la tarea el mismo tiempo (unos 18 minutos y medio) que empleó Perlongher cuando con su propia voz lo registró en cassette en 1989, entre el momento en que lo escribió (en un viaje en ómnibus hacia su exilio en Brasil en 1982) y su muerte, en 1992, cuando tuvo la oportunidad de ser él mismo un cadáver, dejando un texto que sigue vivo, valga la paradoja, porque se exhuma a menudo.
La cuestión de los tiempos puede resultar significativa y significante: a los 45 minutos del primer acto se sumaron los 18 minutos y medio del entreacto (mientras Martínez leía se escuchaban detrás ruidos de arrastre de escenografía sobre arena), con lo que cabía esperar un segundo acto más breve, que lo fue, pues duró alrededor de 32 minutos (la suma de la función del viernes 27 de mayo da 95 minutos y medio), teniendo en cuenta previsiones compasivas para con los cuerpos imposibles de acomodar en la incomodísimas butacas de La Tragedia. Y todo ello para hacernos caer en la cuenta de que desde la creación, hace incontables miles de años, hasta el presente del poema de Perlongher, y el nuestro, 40 años después, el mundo se convierte día a día en un sitio cada vez más careta al modo del Borges más meloso y cacofónico, el que escribió el poema El Golem, que en su parte nodal dice: “(El cabalista que ofició de numen/ a la vasta criatura apodó Golem;/ estas verdades las refiere Scholem/ en un docto lugar de su volumen.)// El rabí le explicaba el universo/ «esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga.»/ y logró, al cabo de años, que el perverso/ barriera bien o mal la sinagoga.// Tal vez hubo un error en la grafía/ o en la articulación del Sacro Nombre;/ a pesar de tan alta hechicería,/ no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.” (Dicho sea de paso: cuando se menciona el poema suele citarse que Bioy Casares, el amigovio de Borges, lo consideraba “el mejor” del genio de nuestro gran Genio de las letras).
En fin, afín, el segundo acto sigue la línea del primero, con las criaturas, los aprendices de hombre, tratando de aprender a hablar, uno de los cuales intenta el recitado de Jabberwocky, celebérrimo poema de Lewis Carroll que comienza así: “Twas bryllyg, and ye slythy toves/ Did gyre and gymble/ in ye wabe:/ All mimsy were ye borogoves;/ And ye mome raths outgrabe.”, y el cual, pese a ser considerado “como uno de los mejores poemas sin sentido escritos en inglés”, tiene doce famosos intentos de traducciones al castellano, a lo largo de 70 años, en versiones todas muy distintas entre sí, al punto de merecer estudios semánticos y de todo tipo, comparativos, que ocupan en aumento constante voluminosos volúmenes…
Pero a las abigarradas frondas de las superiores ramas nos fuimos, entre tanta arena, tanta máquina de humo, pantallas digitales, objetos escénicos, innumerables luces y juegos de luces, un teclado con su tecladista poniendo música en vivo, artilugios escenográficos, tanto actor ensayando estudiados movimientos, tantas lenguas incomprendidas, tanto simbolizante símbolo, que la cabeza no resiste y subyugada se entrega a una mansa estupefacción de un público transportado a la dimensión surgida de la voracidad de lecturas (Borges, Perlongher, Carroll) de Martínez volcada en aquella batidora donde macera y amasa el corpus de su obra. Pero al final, ¡oh, al final!, sale el sol y los negros nubarrones que oscurecen todas las visiones se apartan para mostrarnos que en raros e impensados resquicios de la realidad hay tiempo y espacio para que ocurran los momentos inolvidables, los instantes felices y fugaces de la existencia de nosotros, las vastas criaturas apodadas Golem (según Martínez, claro).
Matías Martínez, ya convertido en el Manuel Belgrano de “nuestro teatro” o el “teatro nuestro”, como suele nombrarse el teatro de Rosario, viene trabajando las tablas “de acá” desde los noventa, cuando con el grupo La Piara comenzaron a sacudir algunas modorras conformistas y conservadoras. Precisamente participan en A la vasta…, además de Martínez, cuatro de los integrantes de aquella La Piara, o sea un grupo de compañeros y camaradas que hace treinta años se siguen juntando para emprender laburos en el arte de no repetirse, de no conformarse: el citado Fumiato, Federico Fernández Salafia, Luciano Matricardi y Matías Tamburri, a quienes en esta ocasión se suman en escena Magdalena Perone, Graciana Tucat y Guillermo Peñalves. Y más allá de lo ajustado de las actuaciones (se nota la intervención de Cristina Prates en el entrenamiento físico), de los superensayados alardes vocales de algunos de ellos, se percibe un ensamble coreográfico que sostiene la maquinaria delirante de la puesta en escena, en un equilibrio que sin embargo deja con ganas de que se posibilite el humor, lo que no ocurre porque tal vez así está planeado, o no ocurrió en la función del viernes, o porque rara vez ocurre, con cierto público, quién sabe por qué… Como sea, A la vasta… le faltan ventanas al humor (o las que hay quizá no consiguen abrirse), y ese tal vez sea su defecto más grave.
Desde la defensa, diremos que Martínez y sus actores, su equipo, se enfrentan con la misma dificultad de todos los realizadores teatrales de la ciudad: la ausencia de crítica. Porque en Rosario desapareció la crítica teatral (nadie se explica por qué, ni intenta hacerlo) y todas las valiosas exploraciones, todos los sabrosos platos ofrecidos, se consumen de la misma manera, sin diferenciar texturas, ni sabores, ni aromas, ni nada. Todo se deglute ante una sola exigencia: tragado el bocado se debe decir “qué rico”, o “estaba bueno”, o “me gustó”.
El quinto sabor de la experiencia teatral, ya sea en el escenario o en las butacas, a Rosario no llegó. Porque la crítica no se construye con un crítico que asiste a una función, se sienta entre el público y se dice: “a ver qué tal lo han hecho”. La crítica teatral es un ente independiente tan fantástico y conflictivo como el teatro mismo. Una liberación identificativa contradictoria y rara. Maravillosa cuando se le entra y purificadora cuando se la prueba. Y recurriendo una vez más a Ad Reindhart se puede afirmar que no es crítica lo que no critica, que sí lo es lo que critica, porque en definitiva no es teatro lo que no es teatro y sí lo es lo que lo es. Simple y claro: lo que vale la pena vale la pena y lo que hace bien hace bien. ¿Por qué no enfrentarnos al espejo y decírnoslo de frente manteca?
Entón: ¡Vaya al teatro! ¡Viva el teatro! Y que viva la crítica, donde nada es lo que parece porque así debe ser, para que podamos vernos sin los condicionantes del discurso aplanador del totalitario sistema.
Ahora sí, quedando en claro que nada puede sacarse en limpio de esta crítica sobre A la vasta criatura apodó Golem, podemos empezar a analizar en justa medida y complejidad la obra de Matías Martínez, quien antes de esta obra, en el 2015, puso en marcha otra, de carácter excepcional, titulada Representación nocturna del Marqués de Segrebondi (sobre el cuento de Osvaldo Lamborghini El niño proletario), que hace poco pudo verse en contadas funciones en el Galpón 17, y que junto con A la vasta… debieron esperar los dos años de sequía teatral por la pandemia para volver a ver la luz del escenario en la cara de los espectadores… Y así llegamos donde llegamos queriendo ir más allá o más acá, en el punto en el que no hay marcha atrás porque el telón de las proyecciones se alza cuando el de telas cae.
FICHA ARTÍSTICA
Actúan: Magdalena Perone, Graciana Tucat, Guillermo Peñalves, Martín Fumiato, Luciano Matricardi y Federico Fernández Salafia. Sintetizador: Matías Tamburri. Piano: Horacio Castillo. Vestuario y caracterización: Ramiro Sorrequieta. Asistencia vestuario y maquillaje: Florencia Brid. Construcción peluca Golem: Ulises Freyre. Escenografía y esculturas: Cristian Grignolio. Entrenamiento físico y movimiento: Cristina Prates. Diseño e iluminación: Diego Quilici. Sonorización: Guillermo Peñalves. Canciones: Magdalena Perone. Proyecciones y subtitulados: Martín Fumiato. Diseño gráfico: Federico Tomé. Fotografías: Guillermo Turín Bootello. Filmación: Antonio Dayub. Supervisión de montaje: Federico Fernández Salafia. Producción ejecutiva: Mariano del Grande. Dramaturgia, dirección y puesta en escena: Matías Martínez.