Fantasma de mí*
Por Luis Saez**
A veces creo –o siento que creo– que me convierto en fantasma de mí. Cada vez dudo más (o sea, cada día estoy más convencido). O tal vez ése sea mi estado natural, y esta desgracia de cuerpo y alma sean el accidente, la (des) ilusión, el falso devenir.
No tiene fecha ni causa aparente. No es que si hago tal o cual cosa, o si ocurre tal otra, el prodigio se producirá. No se trata de invocaciones previas, no es por ahí. Simplemente ocurre. Me convierto en fantasma de mí mismo. Es decir, estoy pero no. Mis ojos presencian la escena, todo lo que ocurre en el lugar, pero los otros no se dan cuenta, o no me incluyen, como si no estuviera ahí. Por eso no me ven. Pero yo a ellos sí. Y entonces me entero de cosas. Pero no puedo intervenir. Y eso un poco me desespera. La otra noche la sorprendí a mi mujer hablando por teléfono con alguien. Me parece que algún (y/o alguna) aventura que tiene por ahí. Yo no podía escuchar, a pesar de que acerqué todo lo que pude el oído al aparato, pero ella en un momento lo tapó y empezó como a oler. Siempre tuvo buen olfato, y yo, incluso desde mi invisibilidad, llevaba una semana sin bañarme. Desde ese momento tuvo como una actitud de recelo. Hablaba en voz baja, como en susurro, y decía a cada rato que le parecía que tenían (ella y su amante) compañía. Así me llamaba. Casi treinta años después de casarnos, condescendía a llamarme “compañía”. Lo que me extraña es que no lo veo. Pero lo huelo, decía. Y se reían, los dos. Algo le respondían del otro lado de la línea que le causaba mucha gracia, porque se reía a carcajadas. De mí, evidentemente. Y yo, testigo de piedra de mi propia desgracia. Entonces desperté. Lo viví como un alivio. Estaba de nuevo en mi cuerpo. En una cama. Sentía una especie de paz, de sosiego. Me rodeaban amigos, seres queridos. Algunos, ya finados. Aparecía una enfermera, o una Doctora, en todo caso alguien con delantal, parecida a Evita. Mirá que va a ser Evita, con todo lo que tiene que hacer por el país, diría mi viejo. Porque estamos en los cincuenta. Yo todavía no nací. Y mi viejo trabaja en la textil Alfa y los fines de semana hace changas de albañil para terminarse la casita. Paredes sin revoque, techo de vigueta, callecitas de tierra y luz en las esquinas, y no en todas. Del trabajo a casa y de casa al trabajo, hay que pasar el invierno pero si quieren venir, que vengan, les presentaremos batalla. De alguna manera ahí, acostado en una cama con sábanas que llevan la inscripción “Fundación Eva Perón”, vuelvo a ser un poco fantasma de mí. Rodeado de fotos de lo nunca sido, chiches viejos, historietas de Columba y mascotas muertas. De pronto la cama ya no es cama. Se vuelve más estrecha, los bordes crecen y se convierten en una especie de nave o cápsula. Otra vez desfile de caras, gestos más o menos repetidos, previsibles adioses, despedidas. Me han echado encima una especie de manto, blanco, que no me deja mover. O es otra cosa la que me paraliza y yo no tengo mejor idea que culpar al sudario. Una mosca aterriza en mi nariz. Por un ojo entreabierto la espío y entreveo caras de resignada, convencional indiferencia. Quisiera levantarme, abandonar este cuerpo y ese olor a coche fúnebre, y escapar por una ventana y que afuera haya sol y gente que se mueva de un lado a otro como hormigas, hombre mortaja buscando almas donde echar raíz, lo más parecido a una despedida, y de golpe la voz del televisor gritando desde el comedor: “Piluso la lecheee”. Y la mosca sudario aterrizando sobre sus cuatro patitas insignificantes en el marco de una ventana, ahí, en la sala mortuoria de la cochería, y contemplando desde sus diez mil y pico de ojos el espectáculo magnífico de las coronas con flores rojas, helechos verdes y calas con pistilos de un naranja intenso, que invitan al festín de los olores, hasta que el diario doblado convierte a la mosca en una pequeña mancha-huella imperdonable, estampada para siempre en la cortina, mudo testigo de innumerables viajecitos al más allá, mientras el hombre de negro le dice a mi mujer que ya es hora, o algo así, y de pronto no queda nadie en la sala, sólo el de negro y yo, y mi grito ahogado, paralizado para siempre en el silencio, silencio como de pie descalzo, o de ropa planchada o de nido lleno de vacío o de último sol o de tumba de la gloria, montoncito de tierra y nada…
El hombre acerca su rostro al mío y sonríe, aliento a ajo y vino barato, mezcla con loción para después de afeitar. “Bueno amiguito”, me dice, “nos espera un largo viaje”. Y todo se vuelve oscuridad. Oscuridad y ruidos. Chirriantes de tornillos perforando madera y motor en marcha, y de vehículo que se desplaza por calles indiferentes, y de paladas, paladas de tierra, y algún llanto que no reconozco, y entonces por única vez mis labios alcanzan, apenas, sin testigos, a balbucear una pobre suma de sílabas, que se traducen en una única y pobre palabra: “gracias”. A nadie y sin porqué.
Lo demás es silencio. Estúpido rigor de reloj impune, a mansalva, sin agujas. Casa de la muerte le da la bienvenida. Y entonces sí, el prodigio, el verdadero. Soy una mosca. Mosca que abandona la nariz de un muerto y vuela, vuela, libre…
*Fantasma de mí fue publicado en el libro de cuentos Cartas huérfanas, Cooperativa Editorial El Zócalo.
**Luis Alberto Saez (Haedo, 1958) es dramaturgo, guionista y narrador. Escribió 47 obras de teatro, de las cuales se han estrenado unas treinta, diez de las cuales han merecido diversos premios y reconocimientos. Sus obras se presentan permanentemente en el interior del país y a lo largo de toda América Latina. Ha publicado cuatro volúmenes de teatro (editados por Corregidor, Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación, Cooperativa Editorial El Zócalo, y una edición digital publicada por el INT) y numerosos volúmenes compartidos con pares. Escribió el guión de la película Grietas (Otra sucia historia de amor) y el libro original de la pelicula Blindado, ambas dirigidas por Eduardo Meneghelli.