Crónica en la calle, cuando se dice que la calle ya no existe.
por miguel erre
Son las 8 de la noche y hace frío en la Plaza Pringles. Como sucede a diario, después de la masiva defección vespertina por parte de palomas y demás aves pernoctantes en los árboles de la plaza, la mayoría de los bancos de madera lucen veteados de blanco. Es curiosa la propiedad cromática de la roña: la misma substancia sobre una superficie clara se presenta, más que gris, oscura. Y sobre oscuras superficies, más que gris, blanca. Indiferentes (así la cuadrilla de limpieza que manguerea la plaza una vez al día, a la mañana) esparcidos por los asientos del pasaje central de la plaza, personas con bolsas de nylon, mochilas, alguna frazada, sacones largos brillantes de mugre. Yo estoy a un costado, casi frente a la entrada lateral de la remozada Biblioteca Argentina; allí donde algún otro día, cerca de las 7 am, mientras estaba por entrar a la biblioteca, un auto chirrió al frenar y su conductor, la cara roja hinchada de whisky y el rictus de hormigón del que viene puesto de merca, baja la ventanilla y me pregunta: – ¿Es un bar, una cantina? ¿Está abierto? Me quedo riendo después de responderle, observando la diagramación, a dos colores, del letrero gigante al que aludía:
BI AR
BLIOTE GEN
CA TINA
Pero ahora son las 8 de la noche y un grupito de cuatro personas irrumpe en la plaza. Arrastran un carrito con una conservadora de proporciones considerables. Van acercándose a quienes están sentados y les ofrecen comida caliente. Los volveré a cruzar (hacen el trayecto de Plaza Montenegro a la Plaza San Martín) pero entonces estarán ávidos de entregar comida a quien fuere, como si no tuvieran tanta demanda y les sobrara, como si necesitaran justificar su tarea. No esta noche en la Plaza Pringles, donde uno del grupito se va acercando con una bandeja humeante y unos metros antes de llegar al banco en el que estoy, vuelve sobre sus pasos. Yo estaba con mi sacón negro (ya agrisado) más querido, raído, rotoso más que raído, pero quizá fue que (lo veía) no giré mi rostro hacia él mientras se acercaba, y tomé un trago de whisky de mi petaca y fumé una larga pitada con las uñas pintadas de negro, lo que lo persuadió de ofrecerme la bandeja.
De todas maneras yo estaba provisto de comida: al comienzo de la pandemia, una amiga, que por corto tiempo les hizo diseño gráfico, me había pasado un dato: “Migue, andá hoy al D7 a las 13 hs. Que van a dar viandas a diario. Pasame tus datos y te anoto”. Así que un lunes de abril estoy a las 13 en la puerta del D7: Hay siete u ocho en la fila: un par de viejas tetonas y barrigonas, un putito veinteañero, y unas pibas mas pintarrajeadas que CFK. Una de ellas se acerca, calzas y chaqueta de jean que le llega al ombligo desnudo, y con una sonrisa tan destartalada como la mía me dice: –¿Cómo te llamás? –Miguel Ángel. –Ah, Miguel. –No, Miguel Ángel, le respondo riendo. –Hablaste conmigo anoche guapo. –No, no, a mí me anotó una amiga que labura aquí. –Sos trabajador, ¿no? –Mirá, soy bastante vago, pero la verdad que ahora no encontraría laburo aunque quisiera. –Sos trabajador sexual te pregunto. –Con este escuálido cuerpo me moriría de hambre, le respondo riendo. Ahí le cambia la cara y me dice que si quiero me quede hasta que le repartan a todos a ver si sobra alguna vianda, porque ella es la presidenta de AMMAR y esta entrega es sólo para trabajadores sexuales.
Atónito me comunico con mi amiga quien a su vez contacta alguien del D7 quien me asegura que todo bien y que me van a entregar vianda. A la semana siguiente, la entrega de viandas deja de ser en el D7 y se traslada a la casa de la vieja tetona que estaba en la fila, por barrio Azcuénaga.
Es hermoso recorrer a mediodía el trayecto desde el centro (vivo a una cuadra de la Biar BlioTegen Catina) hasta la casa de bloques pelados de Zeballos al 4500. El sol en declive, las hojas de los árboles cayendo con la gracia con la que no cae la caca de las palomas en la Plaza Pringles, las calles raleadas de autos y de personas. Originalmente en el D7 me habían preguntado: “¿Vianda para cuántas personas?” Dos, mentí. Así que, como entregaban para mediodía y noche, volvía con 4 viandas y 10 mandarinas.
Al igual que Forrest Whitaker en El camino del samurai, la peli de Jarmusch, vivo en un altillo en la terraza de un edificio de 2 pisos. Es la parte de la terraza que corresponde a uno de los 4 deptos, el de mi amigo Fabio. Así que mediodía y noche nos juntamos a comer. Algunas veces la regentora de AMMAR me dice: “Agradecele a las putas porque a vos esto no te corresponde”. Yo permanezco mirándola fijo, respondiéndole en silencio mientras meto las viandas en mi bolsito. Después de algunos meses en que estábamos haciendo fila, las putas, las putas jubiladas, el putito taxiboy y yo, esperando la camioneta gris plateada de la UNR desde donde un par de pibes acicalados y hermosos bajaban la canasta con las viandas, se anunció que era la última entrega, por restricciones presupuestarias.
Ahora ya pasó un año de todo esto y estamos como en una fase uno trucha. Los músicos y artistas y laburantes de la cultura, a la intemperie de nuevo. Organizados en grupos de WhatsApp y asambleas de Zoom desesperantes. La municipalidad haciendo relevamientos para posibles subsidios paliativos que nunca se efectúan. La entrega miserable de (Cajita Feliz) la mensual Caja de la Desdicha: 1 kg de arroz, 1 kg de polenta, una lata de arvejas, una cajita de pulpa (agua) de tomates, un paquete de fideos, 1 kg de harina, 1 kg de azúcar. Recuerdo el relevamiento municipal del año pasado en Distrito Centro, una pendeja atrás de la pc: –Hola qué tal, buen día, ¿cómo estás?” (Yo). –¿Sabe leer y escribir? (Ella). –Mejor que vos sin duda (yo).
La fase uno, de alguna manera tenía el encanto de lo inédito: había una fascinación al observar o caminar por calles del centro un viernes a las 5 de la tarde sin que hubiera tráfico de vehículos o personas. Pero ahora el aire viciado del encierro tiene un olor rancio, la noche es un cementerio de deseos, y la jornada un promontorio de miseria y frustración.
Desde Cultura de provincia anuncian un paliativo económico, por única vez, de 10 mil pesos que naufragan ante pedidos de facturación, personería jurídica, en fin, burocracia in extremis, salvo para lo sectores con capacidad de lobby (lobos aullando en la noche somos nosotros –Nosotros soy yo, Thomas Bernhard dixit–); la jauría de lobos carroñeros sí que saca su tajada.
Alguna vez hubo una bohemia, muchachos; arrinconada, cercenada, tamizada, desangrada pero, aún exangüe, goteaba por los desflecados bordes del tejido.
Hoy, en la noche, no somos más que arácnidos espectrales, sombras dibujando en el vértigo de la nada, imaginando los hilos, la trama de una tela que no existe.