«Te buscan», otro cuento inédito de Augusto Bianco

Carlos Alonso – Manos anónimas XI – (1984)
TE BUSCAN, UN CUENTO HASTA AHORA INÉDITO DE AUGUSTO BIANCO, FUNDADOR DE LA EDITORIAL ROMPAN FILA EDICIONES (1975-76) Y LA REVISTA EDUCOO, POR UNA EDUCACIÓN ALTERNATIVA (1984-1992) Y AUTOR DE PEQUEÑA HISTORIA DEL TRABAJO ILUSTRADA (1987); LA ESCUELA COSSETTINI, CUNA DE DEMOCRACIA (1996); TODO ESTO SERÁ TUYO (2005) Y PEQUEÑA HISTORIA DE TODOS NOSOTROS ILUSTRADA (2013). Este cuento, junto a La gran vía del norte, podría leerse como un díptico de la historia argentina reciente.

Te buscan

por Augusto Bianco

15 de Octubre del Cte.

Diario La Cruz del Sur

Bahía Blanca

S/D

Estimado Sr. Director,

                                    El domingo pasado, con motivo de la final del campeonato provincial de fútbol, hemos vivido en Urdampilleta acontecimientos de los cuales no se regresa. En mi carácter de cronista del diario local El Telúrico, he tenido el desgraciado privilegio de ser testigo de los mismos. Pero mi crónica (de la que adjunto copia), fue silenciada. Espero, Sr. Director, que Ud. sepa hacer con este material lo que su conciencia le dicte.

      Las fotos que acompaño (de libre disponibilidad) servirán para ratificar lo expuesto. Como se imaginará, por ahora, mi remitente es itinerante.

      Lo saluda atentamente

                                           Hermes T. Carbón

                                 Carnet de periodista Nº 11.719

Adjunto: seis páginas de crónica y ocho fotos, numeradas y firmadas.

Urdampilleta –FNGR–, 13 de Octubre del Cte.

Con estandarte y redoblante los aguadeños ingresan cantando por el viejo camino de tierra. El estadio está colmado: los locales, en las graderías de cemento; los visitantes, rebasando la pequeña tribuna de madera, se desparraman a espaldas del arco que da al cementerio. A las 16,05, luego de la exhibición de los pibes y mientras dos peones repasan a las apuradas algunas líneas de cal, ingresan los equipos. La banda arremete con el himno y el escenario se cierra.

      La primera inquietud surge cuando don Carmelo, Director Técnico de La Aguada, recusa a varios jugadores de Urdampilleta. El árbitro, Víctor Lapegna, de Claromecó, pasa lista y controla los documentos. Para él, todo está en regla. Don Carmelo insiste: “Acá hay gente que no es quien dice ser”.

      Moviéndome en medio del escándalo, consigo la real formación del equipo local (ver foto adjunta). Urdampilleta salió a la cancha con: Schott, Ladino y Toncoso; Lopérfido, Camacho y García Guadagna; Piña, Durañona, Cataño, Porcodio y Garrahan. No hace falta un gran conocimiento para saber que buena parte de estos hombres provienen de cuadros nacionales.

      Don Carmelo retira su equipo y el referí solicita por los parlantes la presencia del juez de paz. El anuncio merece una rechifla y aplausos, pero el juez no aparece. Lapegna se dirige entonces al micrófono y lee el artículo 28 del reglamento: “En caso que un equipo no se presente al llamado del árbitro o por cualquier motivo se negara a jugar, se le concederán dos minutos de prórroga, pasados los cuales, de no presentarse, perderá los puntos”.

      Presionado por sus muchachos, don Carmelo se aviene a asentar la denuncia en actas para el conocimiento del Tribunal de Faltas y presenta el equipo bajo protesto.

      A las 16,45, con ambos equipos igualados en el primer puesto, comienza la esperada final de la Copa Hudson.

      La delantera de La Aguada arranca atada por los nervios. Urdampilleta se adueña del medio campo. La hinchada visitante, que se había soltado con entusiasmo, pierde fuerza y a los diez minutos se encierra en un mutismo total. En el campo, sólo se escucha el fragor de los botines y el silbato. A los quince minutos, los visitantes ya han cedido varios córners. De pronto, cuando parecía reavivarse el aliento para La Aguada, en medio de un estrépito de trueno y mientras Urdampilleta iniciaba un nuevo avance, la tribuna visitante cruje en sus veintidós hileras de tablones, se inclina y se desmorona hacia atrás, aprisionando a cientos de personas en medio de una densa nube de polvo.

      Los jugadores de La Aguada salen disparados en auxilio de sus partidarios. Los de Urdampilleta continúan su avance y no paran hasta empujar la pelota a la red. El árbitro convalida. Casi de inmediato, la cuadrilla de la Federal, que suele acudir a estos encuentros desprovista del arma reglamentaria, comienza a disparar gases hacia la tribuna siniestrada. Anoto la hora: 17,03, y a la carrera, por entre el gentío, acudo al lugar del desastre. En medio del gas y los gemidos, con pañuelos mojados sobre la cara, se organiza el auxilio de los accidentados. Cada dos o tres minutos hay que salir de la zona en busca de aire y agua. La gente del pueblo colabora. Saca a los heridos en improvisadas camillas hechas con escaleras y cargándolos en chatas y camiones los trasladan al hospital.

      Cuando entre los tablones no queda más que un reguero de zapatos, ropas y banderas cruzo la cancha y regreso a la cabina de periodistas donde he quedado solo. Desde allí puedo observar algo que no había observado desde abajo: los partidarios de La Aguada son arriados por la Policía Federal rumbo al pueblo. Vuelvo sobre mis pasos e interrogo a un oficial. “Los heridos al hospital, los revoltosos al calabozo”, explica. Regreso a la cabina y continúo mis anotaciones: 17,03, derrumbe de la tribuna visitante: estaba serruchada en varias partes. Como prueba, este cronista conserva muestras de aserrín.

      Por los parlantes, llega la voz aflautada del intendente para informar que los contusos del “lamentable accidente” se reponen en el hospital y que en pocos minutos más se reanudará el encuentro. Indignados, los de La Aguada solicitan la suspensión. El hombre de Claromecó se dirige al micrófono, reclama atención, vuelve a recitar el artículo 28 y aclara: “El encuentro se jugará con tiempo de descuento”.

      Contrariando a don Carmelo los visitantes vuelven a la cancha. Los veo disputarse algunos limones y unas pocas botellas de agua que terminan volcándose sobre el rostro.

      A las 17,56 se reanuda el partido. El tablero indica: Urdampilleta 1; La Aguada 0.

      Otro es ahora el marco del encuentro. En la tribuna principal, un menguado gentío; en el sector visitante, unos pocos aguadeños deambulando sin rumbo entre las tablas quebradas o vociferando hacia la cancha como locos.

      Intuyo otro partido y no voy a equivocarme. En oleadas sucesivas, cambiando de frente en cada avance, La Aguada teje su bordado urgente. Y arrasa. En menos de cinco minutos, a los 21 y a los 25 de juego, primero Filipelli de cabeza y luego Tempone, que entra al arco con pelota y todo, ponen la bronca contra la red. María Lefteroff, la mejor alumna de la escuela, encargada de pasar las chapas con el score, pone el 1 a 2. El estadio late en un silencio de hielo. A los 29 y a los 34, los aguadeños convierten dos goles más, por obra de Hopen, combinando con Dorronzoro y Segura. El juego de La Aguada se hace tan medido y sin errores que hasta sus escasos partidarios dejan de gritar y se sientan a temblar como hojas sin animarse a un gesto o una palabra por miedo a romper el encanto. El ángel del fútbol ha bajado a la cancha y es tan patente su aleteo que todos los presentes quedan sumidos en un estado de recogimiento y estupor.

      En su deslumbre, Lapegna no puede evitar sancionar esos cuatro goles de naufragio. Luego, alertado por el arrebato de la barra local, comienza a extender una red de sanciones que tienen como único objeto desarbolar la inspiración visitante. Entre los 35 y los 42, el árbitro anula otros dos goles visitantes y termina por decretar el final del primer tiempo con tres minutos de antelación.

      Durante el intervalo, y mientras la banda se entretiene en la ejecución de marchas militares, advierto un constante flujo de espectadores hacia la salida, sobre todo, mujeres y niños.

      Quince minutos después, La Aguada no aparece. El equipo local está formado y el referí con el brazo en alto consulta el reloj. Miro hacia los vestuarios. Nadie… De golpe, por otro sector, a la carrera, uno tras otro ingresan los jugadores visitantes. Después sabré que debieron romper el vidrio del tragaluz del baño para poder salir. Pero el partido va a cambiar una vez más. La hinchada local, soliviantada en cánticos de asalto, se desplaza hacia delante. A medida que oscurece, abandonando las gradas, la cerrada línea humana avanza arrastrando sillas y bancos hasta el borde mismo del campo de juego y cada vez que los jugadores de La Aguada se desplazan por los laterales los espectadores los alcanzan con escupitajos, cascotes o golpes de talero. Los visitantes optan por volcar el juego al centro. No es difícil de imaginar que la consigan es durar cerrando la defensa. A los 20 minutos el juego se parece cada vez más a una cacería. De cada diez fauls de Urdampilleta el ecuánime de Claromecó tiene la bondad de cobrar uno. A los 26 y a los 29, Cafati y Tempone salen lesionados. A los 39, es el principio del fin. Por el centro, Filipelli recibe de Paz y rompiendo el libreto intenta una acción individual. Cruza la mitad de la cancha, elude a dos hombres, pero se acerca demasiado al lateral. Alguien del público intenta una zancadilla. Filipelli salta sobre la pierna, esquiva un empujón, gambetea al número 3 que se le viene encima, con una finta deja atrás al arquero y enfila un furibundo taponazo que no sólo llega a la red, sino que antes hace saltar en astillas los anteojos del cabo Matos de la Provincial, que en su desesperación por impedir el gol, ha entrado a la cancha con la intención de cubrir el arco. Fuera de sí por la carambola, el policía se lanza tras el lateral izquierdo, pero la 45, la gorra, las botas y el vino lo hacen demasiado pesado. Enfurecido, en medio de una lluvia de cascotes que vuelan por sobre su cabeza, el hombre desenvaina el arma y efectúa varios disparos sobre el jugador. Pero sin anteojos no ve bien, y si a esto se suma que Francisco Filipelli salta de aquí para allá como una rana haciendo pantomimas delante de los jugadores locales, se comprenderá por qué las balas del cabo van a dar sobre la humanidad de Camacho, Durañona y Lopérfido.

      Desde ambos costados de la cancha la hinchada local se derrumba sobre los visitantes. Estos, a su vez, se lanzan hacia sus escasos partidarios en busca de refugio y hasta chocan con los que acuden a defenderlos munidos de leños. En medio de la desigual gresca, vuelven a llover los gases, se nubla el campo de batalla y desde la burbuja de mi cabina me siento un extraterrestre y no veo más nada. Escucho tiros, gritos, reverberan fogonazos. Una voz en falsete reclama inútilmente calma por el micrófono.

      El viento deshilacha la cúpula de niebla. Diviso pequeñas fogatas y alrededor, varios enajenados revoleando banderas y camisetas de La Aguada tintas en sangre. El sol ha bajado. El paisaje es lunar. Cada tanto una voz sacude los parlantes: ¡Calma! ¡Regresen a sus puestos! Por las gradas, a mis pies, varios desconocidos armados con palos y pistolas, corren blandiendo sus gritos de guerra hasta romperse la garganta. En el campo, los que revolean los trofeos los han incendiado y hacen saltar chispas sobre sus cabezas sin rumbo. Por los laterales, el personal municipal procede a despejar el terreno.

     Se han encendido un par de luces mortecinas. Miro el reloj: las 19,39. Oscurece sobre el campo municipal de Urdampilleta, el mismo de las fiestas patrias, de los bailes de la primavera, de la coronación de la reina del trigo, de las competencias intercolegiales. El mismo pero otro. A cada instante espero despertar sabiendo que estoy despierto. Víctor Lapegna está otra vez allí en el círculo central con su pantaloncito y su camisa negra bien planchada y almidonada, convocando a los jugadores. Se ve que al hombre no le gustan las historias sin final.

      El partido va a continuar. De un lado, ocho jugadores, del otro, el vacío. Al pie de las graderías, un deshilachado racimo de ruinas humanas.

      Suena un silbato lúgubre y la pelota comienza a rodar en la penumbra. Por cronómetro, quedan cuatro minutos de juego, pero Urdampilleta emplea seis para hacer cuatro goles, con profusión de pases, chilenas y pelotas al toque, rabiosamente festejadas por los delirantes. María, que de milagro sigue sentada en su banquito junto al tablero, hace pasar los números y pone el 5 a 5. Un gol más y la copa es de Urdampilleta.

      Se encienden antorchas. Víctor Lapegna levanta el dedo y lo muestra a las fieras: “Falta un minuto”. Las fieras contestan con una estampida gutural. Ladino mueve para Troncoso, Troncoso para García Guadagna, García Guadagna para Porcodio, Porcodio otra vez para García Guadagna y éste para Ladino que de golpe inspirado, se lanza a toda máquina contra el equipo fantasma. En ese instante lo veo. Un hombre flaco, descalzo y en calzoncillos ingresa a la cancha. A pesar de la escasa luz reconozco a Lauría, el arquero de La Aguada. Como emergiendo de un sueño el hombre corre, se apodera de la pelota larga enviada por Ladino y la para. El rebaño hierve en gárgaras de sangre. El hombre en calzoncillos sonríe. El juego se detiene. Cada jugador clavado en su sitio. Lauría levanta la pelota y la hace picar repetidas veces sobre su empeine descalzo. Un solo estribillo brota como látigo del averno “Hijo de Puta”. El hombre por fin se decide. Sale disparado con la pelota al pie. Cubre veinte metros en medio del estupor general. Los de Urdampilleta comienzan a reaccionar. Lauría elude a un hombre; dos. Es el fuego sagrado. Es el ángel que vuelve. Está próximo al área chica. La tribuna se estremece en un gemido desgarrado. Dos hombres le dan alcance y le cierran el paso. El resto del equipo se lanza tras él. Tiene los segundos contados. Por elevación, hace pasar la pelota sobre la cabeza del defensor que tiene delante pero fuera del alcance del resto, y se lanza tras ella. El arco está cerca. En ese instante, un civil de bigote que está próximo al área chica extrae un revólver y caminando unos pasos por la línea lateral apunta. Todos gritan: ¡Tirale! Finalmente dispara, mientras Lauría, convertido en equipo unipersonal, semidesnudo y descalzo empalma con la zurda un tiro alto que el arquero rechaza con el puño. La pelota vuelve otra vez a sus pies, a los pies de Omar Lauría, indemne, solo frente al arco. La escena se congela. O tira Lauría, o tira el del revólver. El resto de equipo comprende que todo es inútil y se detiene. Tiran ambos. La bala alcanza la pierna lanzada y la pelota sale de todos modos despedida con violencia, directa a las manos del arquero. Pero la detonación lo sorprende, la pelota se le resbala de los dedos y mansa, inevitable, llega a la red. Un solo grito de dolor y alegría hace astillas el espacio que cae convertido en vidrio molido sobre el aquelarre.

      Aun retumba el eco del tiro. El árbitro mira el reloj y no se atreve. Da una pitada tímida que en el silencio suena como un trueno y se dirige a los vestuarios, primero caminando, luego a escape. La niña María Lefteroff no llega a tocar los números. Un brazo la aferra de la cintura y la lleva en el aire. Los focos se apagan. Bajo la luz de la luna que asoma entre los tablones quebrados la horda invade la cancha y se echa sobre el cuerpo caído de Lauría.

      Cuando recupero el dominio de mí mismo es noche cerrada. Entre escombros, desciendo al campo y salgo por un agujero de la alambrada. Mientras me dirijo al diario veo siempre lo mismo: los restos de Lauría arrastrados por el césped y arrojados a la caja de un camión junto a un amasijo informe.

      Mientras escribo, en la redacción desierta, el disco rayado con los gritos del hombre de pelo corto y bigote que comandaba la horda sigue girando en mi cabeza sin encontrar la salida.

     La Aguada vino a Urdampilleta con: Lauría, De Gregorio y Ríos, La Blunda, Cafati y Tempone, Filipelli, Villaflor, Dorronzoro, Segura y Hopen. ¿Dónde están ellos o sus cuerpos? ¿Quién es el civil de bigote? ¿Dónde está la niña María Lefteroff?

PD: A la salida del diario, pasada la medianoche, un colega me alcanza en la escalera, me entrega un sobre con los negativos y me advierte: “Arriba hay gente de la Federal. Leyeron las galeras. Te buscan.”

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