
La obra «Henry Woodgate», recién estrenada en el Cultural de Abajo, les recuerda a quienes quieran enterarse que el teatro rosarino insumiso no se rinde.

Por Andrés Maguna
Teatro rosarino independiente. Sala teatral independiente. Realizadores y elenco del teatro rosarino independiente. Crítica teatral rosarina e independiente. Nuestro tiempo (este presente de agosto del 2022 en una ciudad del interior) independiente del tiempo en su falsa linealidad universal. De esto tratará esta nota, en otro vano intento de abarcar algo (teatral, rosarino, independiente, crítico) de lo inabarcable.
A las nueve de la noche del viernes 5 de agosto una fila de 60 personas va ingresando a la sala Cultural de Abajo para asistir al estreno de Henry Woodgate. El último en entrar, queriendo pasar lo más desapercibido posible, es un crítico invitado especialmente. Se trata de un tipo de unos 60 años, ancho, pasado de peso, portando un casco de moto, que concurre a la función con la sana expectativa de hacer su trabajo sobre una materia que le gusta y le sienta bien: el teatro independiente de su ciudad. Tiene buenos presentimientos. Desde que fue invitado por dos de las realizadoras (le dijeron que estaban interesadas en “su mirada”) fue creciendo su buena disposición, la que terminó de acentuarse cuando le salió al paso Natalia Pautasso, la directora de la obra, para saludarlo e indicarle que había una butaca, “de donde se veía bien todo el escenario”, reservada para él.
Luego de levantar un cartelito de papel blanco con la palabra RESERVADO impresa y centrada con prolijidad, el crítico se sienta y observa al público, y lo cuenta: 65 personas, incluyéndose. El ambiente es animado. El crítico se da cuenta enseguida de que todos los presentes, excepto él, son partícipes, en mayor o menor grado, de la esencia del acontecimiento teatral. Familiares, amigos, compañeros, un poco más que conocidos entre sí. Un grupo social bien delimitado, reunido por una buena onda, con la disposición unánime de comensales hambrientos sentados a una mesa en la que pronto habrán de servirse platos exquisitos.
A las 21.15 comienza la acción, que se extenderá durante unos 65 minutos, y tres actrices y un actor en escena empiezan a construir la representación de una ficción, un relato, ante la subyugada atención de los espectadores. El crítico percibe esa entrega que llaman complicidad entre los que se quieren y están haciendo algo juntos, en este caso un hecho teatral.
El argumento es simple: durante el año 1986 el fantasma del fundador de un pueblo del interior de Santa Fe, Henry Woodgate, comienza a manifestarse con insistencia ante tres mujeres de mediana edad atravesadas, cada una, por una problemática particular e íntima.
Hay una máquina de humo que en el comienzo lanza un soplo justo cuando pasa entre las penumbras del “detrás de escena” el fantasma de Henry Woodgate (en la piel del actor Juan Pablo Biselli), el que habrá de atosigar con incoherentes reclamos a María, Bety y Ana Elena, quienes sin ser amigas íntimas hacen causa común para enfrentarlo, a la vez que cada una de ellas lidia con sus propios fantasmas afectivos personales.

María Florencia Sanfilippo (Ana Elena), Vanina Píccoli (María) y María Laura Silva (Bety), las tres intérpretes de las mujeres aliadas contra la amenaza del más allá, van llevando las acciones cada una con un registro performático de su personaje bien diferenciado, y evolucionan, ellas y el fantasma, en un dispositivo escénico que incluye apenas un sillón de un cuerpo, dos lámparas, dos teléfonos de la época, tres mesas pequeñas, un par de sillas y unos cuantos objetos menores. Por momentos las acciones exceden el escenario y permiten una ingeniosa utilización de las luminarias.
El público sigue el relato sin dificultad, y en varios pasajes muchos comienzan a reír, llegando a la carcajada grupal en momentos clave.
Sin embargo, el crítico no ríe, no le causa gracia la comicidad implícita en el libreto, ni las gestualidades situacionales. Tampoco se pregunta de qué ríen los demás, porque lo sabe bien. Los demás no son críticos, son espectadores que concurrieron a prestarse al juego, a pasarla bien, a confraternizar y a verse en ese espejo de la vida tan directo y contemporáneo que ofrece el teatro.
El crítico hace su trabajo y evalúa el aprovechamiento de los recursos por parte de los realizadores e intérpretes, trata de identificar el conflicto que late con más fuerza y sostiene la tensión, somete a una valoración literaria y formal los textos, todo lo que se dice, hace foco en las actuaciones para entender cómo se desempeña la dirección actoral, rastrea en todos los elementos presentes (concretos y empíricos, o no) para especular sobre la intencionalidad de la obra y las voluntades creativas que colaboran sinérgicamente para tal fin: montar una obra, convocar al otro, los otros, mostrarla en un salto al vacío que busca gratificar y recibir aplausos. Porque esa es la locura del teatro. El crítico la conoce y no puede dejar de lamentarse, una vez más, de la contradicción del ejercicio de su oficio, ese que le impide un disfrute sin remilgos en aras de ejercer una equidistancia muchas veces amarga.
Por suerte yo, que también soy un fantasma, pude asistir a la puesta en escena de Henry Woodgate con sus espectadores y su crítico invitado, y entrar en las cabezas de todos los presentes, entendiendo así las emociones del actor y las actrices, de los realizadores entre el público (y del público entre los realizadores), y del crítico teatral independiente, quien al terminar la función es el único que se retira de sala, convertida en una fiesta de la que no puede participar porque su trabajo, su razón de ser, la fuente de su placer, está en otro lado, en un lugar impreciso y difuso, entre la imperiosa, e insana, búsqueda de verdades quiméricas y los mandatos atávicos de origen desconocido.
Siendo yo un ente abstracto, puedo gozar con los hacedores de ficciones, subirme al trencito de colores lleno de gente que se esfuerza por ser feliz, y recrearme con las lucubraciones intelectuales de los críticos. Y puedo (y lo hago) señalarme las falencias y errores del guión, del montaje, de las actuaciones, en contraste con los aciertos, los momentos logrados. Así, en el caso de Henry…, voy comprobando que el conflicto principal (el fantasma versus las mujeres) va perdiendo intensidad, que los subconflictos (los dramas personales de las tres mujeres) no terminan de definir su punto específico, y que algunas de las escenas se suceden de modo forzado, mientras que otras fluyen como por arte de magia. En cuanto a las actuaciones, cuando son solos, o dúos, los cuatro en escena despliegan ajustadas y válidas caracterizaciones de cada personaje, pero en las escenas grupales se desdibujan, pierden fuerza, o esta fuerza es desmesurada desde alguna de las partes en interacción (el fantasma se zarpa inopinadamente en su enojo, los gritos de Bety en un inusitado susto), y el simplismo logrado solo confluye en el pintoresquismo de la inocencia deliberada. De esta manera puedo vislumbrar que la dirección trabajó en equipo durante el proceso creativo, por lo que la obra se fue armando bajo varias curadurías simultáneas, aprovechando las ventajas de la horizontalidad colectiva en detrimento de los beneficios de la línea rectora que puede aportar un capitán de barco que se hace cargo de todas las decisiones finales.
También puedo dar fe de que Henry Woodgate se mantiene fiel a las mejores tradiciones del teatro insumiso y libre de ataduras, y que la sala Cultural de Abajo sigue dando cobijo al teatro independiente rosarino, con sus realizadores y público de carne y hueso, sus espectros y sus críticos. Me alegra, además, comprobar que Rosario continúa siendo una ciudad donde el teatro siempre está naciendo de nuevo. Como nosotros, sus fantasmas.
Ficha técnica:
Dirección y dramaturgia: Natalia Pautasso. Actuaciones: Juan Pablo Biselli, Vanina Píccoli, María Florencia Sanfilippo y María Laura Silva. Asistencia de dirección: Úrsula Díaz. Voces en off: Juan Pablo Yevoli, Adrián Giampani y el propio Biselli. Diseño sonoro: Vanesa Baccelliere. Vestuario: Ramiro Sorrequieta. Escenografía y diseño lumínico: Ignacio Almeyda. Fotografía: Eduardo Bodiño. Diseño y realización de tapicería: Darío Kozak. Producción: Natalia Zatta y Flor Sanfilippo.
La obra se presenta todos los viernes de agosto en la sala Cultural de Abajo.
