Nuestro tiempo oportuno

Michel Foucault (1926-1984)

La parresía y la prudencia, de Aristóteles a Foucault: «¿actualmente qué se puede decir de un prudente que actúe en el ámbito político?»

Por Julio Cano

En la Grecia antigua, el tiempo oportuno (Kairós) se diferencia de la noción común de tiempo (Krónos). Kairós posee una larga historia vinculada a los misterios y a la tragedia más que a la filosofía; cuando Aristóteles lo emplea en el siglo IV a.C. ya tiene una complejidad considerable dadas las diversas capas de significación que fue adquiriendo. En cualquiera de sus acepciones, empero, Kairós significa “la ocasión favorable, el momento oportuno”.

Para profundizar este concepto conviene repasar otros de los que ya hemos hablado:

Mientras que la sabiduría (Sófos) refiere a lo eterno, la prudencia (Frónesis) refiere a los seres sometidos al cambio. Y las cosas referidas a la prudencia no son de modo que no cambien nunca. “Esto es útil hoy, pero no lo será mañana, útil para uno, pero no para el otro, útil en ciertas circunstancias pero no en otras” escribe Aristóteles en la Magna Moralia. Esto introduce en la ética aristotélica la dimensión de la temporalidad, porque los hechos morales son entendidos como procesos que ocurren en el tiempo; de ahí su énfasis por no caracterizarlos con definiciones abstractas o reglas.

Por otra parte: si sólo hay una manera de hacer el bien, hay muchas maneras para no hacerlo. Una de ellas consiste en hacer mucho antes, o mucho después, algo que se hubiera debido hacer después o antes.

El dominio de la moral no tiene nada de estable: los que actúan tienen que considerar en todos los casos cuándo es el tiempo oportuno. La consideración sobre esta oportunidad, entonces, varía permanentemente, lo que explica que no puedan establecerse reglas.

“El fin de las acciones es relativo a las circunstancias” (Ética a Nicómaco, capítulo 3) porque el objeto de la elección no es el Bien absoluto, sino el bien relativo a la situación, al momento presente.

Una consecuencia de ello es que la moralidad no puede basarse en la impotencia y el fracaso, por la razón fundamental de que esta no reside únicamente en la voluntad, sino en la acción. Y la acción debe tener presente lo imprevisto, aquello que puede modificar sensiblemente la intención previa, elaborada racionalmente. Hay que prestar atención, entonces, a esta presencia fuerte de la temporalidad, muy específica de la filosofía aristotélica y que, en esto, se aparta radicalmente de la corriente central (si es que existe) de la metafísica griega.

La imprevisibilidad del kairós: ni el estudio continuo, ni la práctica permanente, nos permiten alcanzarlo de manera definitiva, ya que siempre se sitúa mas allá de las posibilidades humanas que puedan encuadrarlo por completo. Esta situación acerca las reflexiones sobre el kairós a los temas más sombríos de la tragedia griega. En efecto, en este terreno los sucesos humanos se relatan manejados en gran medida por el azar y, como se sabe, es ahí (mucho más que en la filosofía) donde por excelencia se exponen las circunstancias azarosas. Sin embargo –y esto es importante en extremo– si los hombres están librados a sí mismos también están librados por ellos mismos, aun cuando la liberación conduzca a la muerte. Si ponemos como ejemplo a Edipo veremos cómo esto es mucho más palpable que en los textos de los filósofos. Y si la especulación filosófica es patrimonio de una minoría de hombres (varones), el teatro es democrático por excelencia. Por consiguiente, la tradición del tiempo oportuno le llega a Aristóteles por esta vía popular, digamos. Agreguemos que en esta cosmovisión los dioses están lejos, en el Olimpo. Existen, sí, e intervienen en los asuntos humanos, pero sin demasiado compromiso.

¿Actualmente qué se puede decir de un prudente que actúe en el ámbito político? No será alguien que refiera sus acciones a un modelo de comportamiento solamente pautado por reglas de conducta específicas, sino alguien capaz de manejarse con soltura en las distintas alternativas de la vida política tal como esta se presenta, a saber, con cambios permanentes (a menudo vertiginosos) y alternativas contradictorias. Si se tratara de alguien dogmático, atado a soluciones preformadas y rígidas, no podríamos considerarlo un actor prudente. Por el contrario, la acción prudente supone una fuerte capacidad de maniobra y de adaptación a las más diversas circunstancias. Para no caer en la hipocresía deberá ser capaz de tomar distancia de situaciones que se aproximen a una ruptura traumática. Así, un político dogmático difícilmente podrá ser prudente.

Como se ve, nos interesa especialmente analizar qué comportamiento prudente se vincula orgánicamente con el tiempo oportuno y llega a producir un acto político (llamémosle así) que resulte positivo, socialmente hablando.

Insistamos en que la deliberación no pertenece solamente al ámbito ético sino, asimismo, al político. La podríamos designar como “deliberación circunstancial”. Entonces: cómo valorar cuales son circunstancias oportunas y cuales no es tarea permanente del sujeto político prudente y en esto, como hemos señalado, no existen modelos ni reglas, sino la experiencia ganada en la práctica.

Empero, las respuestas que esgrima el político prudente nunca tendrán aceptación universal, nunca serán aceptadas unánimemente por todos los participantes en el espacio en que se debata. Serán admitidas únicamente por sus partidarios. De manera que serán propuestas acotadas al consenso con los propios.

Pero acotado no es sinónimo de parcial. Quien enuncie la verdad lo hará con toda la verdad por más que sea histórica y enunciada desde una voz (quién enuncie será tan fundamental como qué se enuncie). Volveremos sobre esto más adelante.

Otro elemento característico de las respuestas del prudente será el de manejarse utilizando propuestas con valor de verdad, relacionadas directamente con los poderes en juego en el momento de formularlas. La relación entre verdad y poder ha sido uno de los temas centrales de la reflexión de Michel Foucault y allí nos apoyamos para esta parte de la reflexión.

Foucault hace jugar en una relación dinámica y profunda tres elementos que, según él, no pueden ser inteligidos por separado: verdad, poder y subjetividad. Es decir, los sujetos (las subjetividades) presentes en momentos de la enunciación se van creando (textualmente) en vinculación orgánica e histórica con la enunciación de lo verdadero (la “veridicción”, como la llama Foucault) y las tensiones del poder.

Esto lleva a encarar la figura del político prudente y su tiempo histórico, su momento de enunciación, como procesos temporales, parciales, acotados. Digamos que existen en una historicidad específica.

Dijimos que la actitud del político prudente será la de enunciar toda la verdad, no la de veracidades parciales. Sabe que es su opinión y que no va a lograr un consenso universal. Por el contrario, hará emerger posiciones contrarias a la suya que no estaban presentes en el debate previo. Pero debe expresar lo que entienda como veraz, pase lo que pase. Se hará responsable de asumir el coraje de la verdad, como bien dice Foucault.

El ejemplo clásico de lo que estamos diciendo es el de Sócrates, que enfrenta un juicio político y moral en un régimen democrático como lo es el de la Atenas de su tiempo. En la Apología de Sócrates de Platón encontramos detallado su discurso, que sabe contrario a la opinión de los jueces y de buena parte de la ciudadanía. Igual expresa su verdad, toda su verdad.

En el texto de Aristóteles que estamos considerando, la Ética a Nicómaco, en el capítulo 4 encontramos un ejemplo de alguien que se maneja con la autenticidad de lo verosímil en su discurso. Es el magnánimo (que no necesariamente actúa en el terreno político):

“También es para el magnánimo una necesidad mostrar abiertamente tanto sus odios como sus amistades. Pues sólo se oculta quien tiene miedo. Y aquel se preocupa más por la verdad que por la opinión y habla y actúa a plena luz del día. Cuenta, en efecto, con su franqueza, porque poco caso hace de los disgustos que ésta podría ocasionarle” (Ética a Nicómaco, cap. 4, Madrid, Gredos, 1985).

En la Grecia clásica, decir toda la verdad sin medir las consecuencias se denomina “parresía”. En los últimos dos Cursos en el Colegio de Francia, Foucault se dedicó a su análisis con extremado detalle (Cursos de 1982–84 ). Vincularemos, a continuación, “prudencia” con “parresía”:

Como introducción digamos que la actual situación política, tanto en nuestros países del Plata como en muchos otros, marca una creciente importancia otorgada a elementos que no forman parte de la estructura democrática sino que, por el contrario, tratan de horadarla. Nos referimos especialmente a las fake news y a la posverdad. A saber: la mentira como criterio relevante en las argumentaciones y la relatividad otorgada a los discursos políticos que sustenten razones de peso a la hora de definir un tema. Algo así como un todo vale y no importa qué certezas se tengan, esgrimidos como argumentos tan legítimos y validos como lo son la verdad clara y distinta, y la diferencia cualitativa entre honestidad y corrupción.

Esta situación nos sirve de telón de fondo para reflexionar, con toda la gravedad que tiene (y que se patentiza en hechos recientes que muestran la incidencia de estos elementos antidemocráticos en los comportamientos de personas que pretenden ir mas allá de la convivencia habitual y reconocida y a los cuales tildamos, sin vueltas, de “fascistas”).

El decir la verdad, toda la verdad, sin vueltas y sin tapujos, se ha convertido, en estos días, en una actitud imprescindible. Lo mismo que la prudencia, con las características que hemos señalado en nuestros artículos. Por lo demás, estos tempestuosos tiempos se constituyen en nuestro tiempo providencial, en nuestro Kairós.

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