Construir un cobijo

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Apuntes sobre la obra Contradesaparecido, de Gustavo Germano y Vanina De Monte, expuesta en el Museo de la Memoria de Rosario

Por Rubén Chababo

La vida de los hombres es como la sombra de un pájaro en vuelo / cuando queremos verla, ya ha desaparecido.

Talmud

Desde 2006 Gustavo Germano se abocó a la construcción de una obra que tiene al vacío en el centro mismo de su propuesta visual. El vacío como un gran Omphalos en torno al cual giran todos los sentidos de las imágenes detrás de la que sale en búsqueda.

Su primer trabajo, Ausencias, consistió en la reunión de una serie de pares fotográficos que permitían visualizar el modo en el que la violencia de Estado había impactado en los núcleos afectivo-familiares argentinos en el período 1976-1983. El procedimiento consistía en el cotejo de dos imágenes: una obtenida en los días en los que aún la muerte no sobrevolaba la vida cotidiana de los protagonistas; la segunda, treinta años más tarde, cuando la muerte ya había impactado con fuerza, arrebatándolo todo o casi todo a su paso. Un tiempo después esa obra se fue ampliando y a las historias argentinas se le fueron sumando otras, esta vez pertenecientes a ciudadanos de países de la región sudamericana víctimas del Plan Cóndor, una organización criminal, de carácter gubernamental, dedicada a colaborar entre diferentes dictaduras, con el fin de hacer efectivo el programa de persecución y exterminio de militantes políticos de izquierda.

En los años en los que Ausencias en su versión latinoamericana iba sumando historias e imágenes, el proyecto visual de Germano dio un paso más en su intento de plasmar la fuerza de la violencia estatal sobre la vida de las personas, esta vez con un proyecto visual que hacía centro en el destino de los exiliados republicanos diseminados en la amplia geografía del mundo a raíz del triunfo del franquismo. Así como en Ausencias la cámara salió en búsqueda del vacío, en Distancias lo hizo para tratar de exhibir aquel hiato, tantas veces invisible, que se constituye entre la vida vivida bajo el cielo propio y la vida padecida o sobrellevada en el destierro impuesto. Distancias va de Moscú a Ciudad de México, pasando por Rosario y Santiago de Chile, tratando de construir, a través de los rostros, de las marcas en esos rostros, el mapa de un exilio, como todo exilio, trágico y agobiante.

Gustavo Germano lleva inscripta la historia de la violencia política en su propia biografía familiar. En diciembre de 1976, a pocos meses de iniciada la última dictadura militar en la Argentina, su hermano Eduardo, un militante popular, fue asesinado y desaparecido sin que su familia pudiera conocer, al igual que le sucedió a la gran mayoría de familiares de víctimas del terrorismo de Estado, su destino final. La desaparición de Eduardo dislocó para siempre la estructura familiar, obligando a ese pequeño grupo de personas a encarar su búsqueda en medio de un clima de altísima hostilidad social y política. Podría decirse que la relación que Gustavo establecerá años más tarde con el tema de la violencia, al ubicarla en el centro de su obra visual, puede ser entendida como una forma de conjuro, un modo de sobrellevar y a la vez intentar comprender la dimensión aciaga de lo sucedido. Contradesaparecido, la tercera de sus obras, pensada y diseñada junto a su pareja, Vanina De Monte, y que se exhibe por primera vez en las salas del Museo de la Memoria de la ciudad de Rosario es, o puede ser vista, como una de las muchas etapas de esa labor de conjuro.

A diferencia de las dos series anteriores (Ausencias y Distancias), Contradesaparecido elige otra forma para contar la historia del ausente. El recurso esta vez es el archivo, un inmenso caudal de información acumulado y condensado en papeles burocráticos, cartas personales, esquelas, recortes de prensa, fotografías de álbumes familiares que “guardan”, por así decirlo, la memoria del paso del ausente por este mundo. Un paso increíblemente breve, casi fugaz: lo que la muestra exhibe es la intensidad de una vida que se apagó a los 18 años de edad —en el momento exacto del pasaje de la adolescencia a la juventud— y que coincide con el año 1976, el primer año del golpe militar. Esta intensidad, “atada” a lo breve de la vida vivida, queda plasmada de manera asombrosa en una de las piezas de la muestra, más exactamente en un póster en el que de un lado se aprecia un relato visual (las imágenes que componen la misma muestra) y, del otro, la breve vida del desaparecido, que cabe en tan solo once líneas, seguida y quintuplicada en extensión por la cronología del arduo trabajo que ha llevado reconstruir, a lo largo de cuatro décadas, el devenir de esa ausencia.

El desaparecido es un interrogante abierto que lacera el alma de los afectos más cercanos, que puede llegar a enloquecer a quienes son sometidos a sufrir la condena por la incógnita de su destino. La pregunta por su suerte, por su salud, por saber si el ausente está vivo o muerto, se transforma, con el paso del tiempo, en una llaga desesperada que solo calma la intensidad de su ardor cuando alguna respuesta llega para confirmar el destino final de aquel que es buscado. Contradesaparecido narra, entre otras cosas, el trasiego, la búsqueda, el deambular por una ciudad, por un país, en busca de un cuerpo arrebatado y el efecto o impacto que esa ausencia ha tenido en los seres queridos, su peso espectral. Si en Ausencias ese impacto estaba indiciado en el vacío, si en Distancias la fuerza aniquiladora del destierro era posible de ser leída o advertida en las arrugas de los rostros envejecidos por años de vida fuera de la patria, en Contradesaparecido ese impacto, esa violencia, esa marca, se lee en las fotografías desplegadas del hogar familiar vacío y ya desmantelado luego de la muerte de la madre, en los retratos familiares en los que destella la infancia, pero más, mucho más, en la infinita serie de papeles y documentos que van señalando el derrotero de una búsqueda desesperada: una nota anónima que dice de la probable muerte, trámites judiciales, imágenes de la sociedad movilizada, lugares de la ciudad donde el ser querido fue visto por última vez, un asiento en un parque, una esquina donde funcionó un Centro Clandestino de Detención, informes del Museo en los cuales se logró conocer que ese cuerpo anheladamente buscado estaba depositado en un sitio preciso de un cementerio de esa misma ciudad (más exactamente en una sepultura adonde los anónimos, los pobres, los desahuciados, son descartados como deshecho del mundo). Allí fue donde fue arrojado, luego de ser asesinado, cuarenta años atrás, Eduardo Germano.

El archivo desplegado en las salas del Museo tiene dos lugares en los que concentra su fuerza (esto es arbitrario, claro, y cada visitante puede elegir/ sentir otros lugares como zona de anclaje de su mirada o de su experiencia al emprender la recorrida). Uno de esos lugares o zonas donde se pulsa esa tensión es el ingreso, donde una imagen en gran tamaño de Eduardo niño recibe al visitante. Sus ojos miran con el asombro o la inocencia con que miran los niños cuando son fotografiados. El niño no sabe, no puede imaginar la corta distancia que habrá entre la captura de ese instante y el del adiós final. En ese niño, como en todo niño, todo es mañana, augurio de un futuro inconmensurable.

La imagen del niño está a pocos pasos de un pequeño cuarto situado a la derecha de la sala, un cuarto cubierto —desde el suelo al techo— de expedientes judiciales que dan testimonio del sostenido proceso de búsqueda de Eduardo. Ese niño, que en el ingreso recibe al visitante, es al que la burocracia estatal terminó transformando en una sintaxis gris, haciendo, del cuerpo buscado, sello, tinta, firma, jerga, número, trámite. En definitiva: fría burocracia del procedimiento judicial. La permanencia en ese espacio abruma, por el exceso de escritura y por lo indescifrable de la información. El cuerpo del visitante queda sepultado bajo la espesura blanca de una escritura que, uno sabe o intuye, narra el camino de una búsqueda desesperada por oficinas y pasillos estatales.

El otro lugar donde se tensa la atmósfera expositiva, con la fuerza de un arco en su máximo grado de apertura, es la sala central, con sus dos paneles enfrentados: de un lado, el anónimo mecanografiado que fue recibido por los familiares en los días posteriores a la desaparición de Eduardo; del otro lado, en perfecta equidistancia a ese mensaje, una gigantografía de los huesos hallados, lo que ha quedado, los fragmentos de ese cuerpo niño joven, encontrado más de tres décadas después de su desaparición y asesinato, en medio de la tierra húmeda de una sepultura del cementerio La Piedad de Rosario, entremezclados con los huesos de otros ciudadanos anónimos.

Entremedio, el relato de la búsqueda, pero también el de la vida trunca, nunca alcanzada a vivir plenamente, del desaparecido en la vida desesperada de sus familiares, porque el ausente —eso confirmamos ante la visión de este archivo— no ha dejado nunca de habitar, como interrogante, como nostalgia, en la vida misma de sus deudos.

Entre el anónimo y la imagen de los huesos está el país que parió y acunó la masacre y que puede ser entrevisto en la trama de solidaridades y olvidos, en los avances y retrocesos en el arduo camino que lleva a esa familia hasta los portales de la justicia.

En un texto fundamental para entender el lugar que ocupan los muertos en la cultura, Vinciane Despret atesora, entre tantas otras, dos ideas que bien dialogan con el sentido de esta obra. Una de ellas dice que cuando a un ser le falta vida, otro puede prodigársela. La otra afirma que el diálogo con los muertos no debe en ningún caso romperse antes de que éstos entreguen lo que está enterrado, en ellos, de futuro.

Así, Contradesaparecido, puede ser vista como esa sostenida conversación que Gustavo Germano ha insistido en mantener con su hermano ausente en una clave que va más allá de la función reparatoria del dolor, y que se traduce en una profecía que busca expresarse en tiempo presente: esos huesos no nos están hablando solo del pasado, sino de la continuidad y la persistencia de la violencia sobre el cuerpo de los indómitos azuzada sin descanso por los Estados.

Si hay algo que fue enterrado junto a esos huesos, y que la obra de Gustavo Germano exhuma, es la certidumbre de que esa calamidad, que hizo centro trágicamente en el destino de su familia, no ha cesado, sino que continúa, y se expande haciendo metástasis sobre el continente, como si nunca hubieran sido escuchados los llantos o las advertencias acerca de lo que significa la violencia de la desaparición de personas. He allí uno de los posibles mensajes de Contradesaparecido. El otro, acaso más luminoso, es la exhibición de una voluntad inextinguible de hacer que el muerto no sea olvidado, el empeño por hacer perdurar algo de su memoria en aquellos que no fueron sus contemporáneos.

Contradesaparecido es la historia de la paciente exhumación de un cuerpo oculto, sustraído a los ojos y al tacto de sus seres queridos, la historia de la negación de un ritual que nunca, jamás, debiera habérsele negado a ellos ni a nadie.

Contradesaparecido es la historia de un crimen de Estado, pero también la del amoroso cobijo que Gustavo Germano construye y le tributa a su hermano ausente, en la misma ciudad en la que la violencia puso fin a la vida de aquel joven niño, el mismo niño que sigue mirando con inocencia, desde aquella fotografía antigua que recibe al visitante, el mundo en el que vivimos.

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