La pieza teatral Los cielos de la Diabla, de y por Vilma Echeverría, hace la diferencia proponiendo un juego que nos involucra
Por Andrés Maguna
Son las nueve de la noche de un sábado y Amanda se pone a baldear el largo patio de la casa chorizo en la que vive. Abstraída en su rutina doméstica a deshoras, con el pelo recogido y un delantal (en el que seca sus manos) sobre su escotado vestido rojo, emana un aura de estar en otro planeta mientras trabaja mecánicamente. Como queriendo decir: no soy yo, es mi cuerpo el que está en movimiento. No soy la Diabla, no soy Vilma Echeverría; y sin dudas tampoco soy vos, ni vos podrías ser yo.
Tras diez minutos de labor, Amanda termina de baldear el patio, toma un gran ramo de aromáticas hojas de eucaliptus y entra en la casa, entre unas personas que a oscuras están sentadas frente a un espacio, otro patio (este, simulado), iluminado eléctricamente.
Ella trata a esas personas (37, para ser exactos) como si fueran fantasmas conocidos con los que acostumbra dialogar, o monologar creyendo que alguien la escucha, que otro se interesa por lo que tiene para decir. Y en efecto tiene algo para contar, en principio que alguien la llamó por teléfono y dijo su nombre: “Amanda”, lo que la constituye (es la prueba de su existencia) en una persona, preguntando al público, a esa oscuridad poblada de fantasmas, o personas que juegan a ser fantasmas, si alguien escuchó bien cuál era su nombre. Una voz de mujer joven dice con voz clara y firme, desde la cuarta o quinta fila de butacas, desde esa oscuridad fantasmal: “Amanda”.
Entonces, de a poco, va entrando en confianza, confiesa que se la conoce como la Diabla, que tuvo sus días de gloria como la principal responsable del lavado y cuidado de las camisetas de la primera división masculina de fútbol del club Independiente, que el Pato Pastoriza la consideraba su oráculo principal respecto de la formación titular de su equipo, que luego de sus años en el Conurbano bonaerense volvió a su pueblo… Y entretanto también presenta a su compañero y confidente, un viejo secarropas recientemente restaurado que tiene a la derecha de donde está sentada, en el centro del patio simulado e iluminado.
Luego demuestra estar cómoda en su cuerpo y en la situación en la que está, e intercala en su monólogo preguntas al público fantasmal, que a veces responde (y en otras ella no espera las respuestas), y a su querido secarropas, que no hablará hasta cerca del final… Pero no quiero espoilear la cronométrica trama de Los cielos de la Diabla, pieza teatral escrita, dirigida, interpretada y producida por Vilma Echeverría que lleva cuatro años, desde su estreno, cosechando reconocimientos de sus pares y elogios del público y la crítica.
Vi a Vilma por primera vez en acción interpretativa en una de las muestras de escenas que se hacían en la vieja Escuela Nacional de Teatro, en la peatonal Córdoba al 1100, creo que en el año 96, o en el 97, y aunque sufro de trastornos mnémicos sí puedo afirmar que algo sobresale en el recuerdo fatigoso: ya en aquella oportunidad me había sorprendido su vibrante entrega, la fibra dramática latente que dominaba y encausaba para dar la potencia justa a su personaje, y ahora, casi 30 años después, sin haber vuelto a verla en escena en un teatro, me di cuenta de que sus dotes histriónicas permanecían intactas, y hasta pulidas, sumando a su laburo la experticia en la dramaturgia (los textos sobre los que armó Los cielos… son precisos en su simpleza y ajustados al milímetro para conmover y hacer reír, según el caso), la dirección y la producción general.
Durante poco más de 70 minutos, contando desde que empieza a baldear el patio, Amanda/la Diabla concita la voluntad de escucha de todos los presentes, desplegando sin apuros un canto elegíaco de la mujer argentina anónima y febril, la del pueblo o la de los conurbanos, que hace de la filosofía de entrecasa, de los lugares comunes, la base de un revisionismo de su pasado que no logra, sin embargo, desclavarla de un presente borroso, al borde del delirio monotemático, del que busca evadirse mirando hacia el cenit.
“El cielo es el mar de los pobres, decía mi padre”, nos cuenta en un momento (el cielo es una de sus referencias recurrentes), como al pasar, la Diabla, que tiene un espíritu juguetón y dicharachero, que busca agradar, hacer amigos y no está pidiendo casi nada, apenas que le sigamos el juego por un rato. Y lo hace amable, amistosamente. ¿Cómo no ser empáticos con ella?
En la profunda exploración de su personaje a lo largo de más de ocho años (cuando nació como un monólogo para el trabajo de investigación “Tapera. Monólogos del propio allá”, en 2015) Echeverría fue fundiéndole la dramaturgia, la dirección y la producción, solicitando, llegado el momento, y según el caso, la ayuda de colegas, hasta redondear ese lúdico producto escenográfico y testimonial llamado Los cielos de la Diabla.
Durante la función a la que pude asistir, el sábado 26 de agosto, en esa primorosa casa chorizo que es el Teatro de la Manzana, los 37 espectadores-testigos-fantasmas que estábamos allí fuimos cautivados por el discurso y las evoluciones espaciales de la Diabla, y recién al final, o luego del final, después de que la Diabla desaparece y se encienden las luces de la sala, devolviéndonos a la dimensión terrena (es decir, obligándonos a dejar de ser fantasmas), cuando aparece Vilma Echeverría agradeciendo con la cabeza y una breve sonrisa los cálidos y sostenidos aplausos, caemos en la cuenta de que algo cambió, algo pasó y caló hondo, algo que rompió el algoritmo que nos somete, como sociedad, a la sensación de inanidad, de ser muñecos de un destino ineluctable, ahogando, aplastando el deseo creativo y la pulsión vital de hacer el bien sin mirar a quien por medio de la generación del arte como agente transformador de la realidad.
Y sobre esto habló, porque “estaba así” (fueron sus palabras), Vilma, una vez que cesaron los aplausos y pudo poner en un breve discurso el significado de su agradecimiento a nuestra presencia en “tiempos difíciles” (en referencia al “delirante” resultado de las PASO) en los que resulta vital el apoyo, el sostenimiento, la resistencia (no usó ese vocablo, pero estaba implícito) de la libre expresión a través del juego teatral, del encuentro de las ideas y fantasías imaginativas en el otro que escribe, el otro que actúa, o dirige, o hace teatro de cualquier forma, a diferencia del que está todos los días atento a “la cosecha de soja o maíz”, especulando con los precios y las retenciones, creyéndose el centro del universo mientras espera los dólares que habrán de convalidar su supremacía.
Fueron unas sencillas y hermosas palabras luego de una entrega generosa y honesta. Suficiente para cambiarle el estado de ánimo lúgubre a quien lo tuviera, y para reafirmar la buena onda de quien la consiguiera. La Diabla y Vilma lo hicieron posible. ¿Qué mejor que seguirles la corriente?
FICHA
Título: “Los cielos de la Diabla”. Dramaturgia, dirección, actuación y producción general: Vilma Echeverría. Iluminación: Florencia Degli Uomini, Ciro Covacevich y Nacho Farías. Asistencia técnica y diseño gráfico: Ciro Covacevich. Realización escenográfica: Ivana Molina y Florencia Degli Uomini. Vestuario: Ivana Molina. Objetos escénicos: Fernando Martin. Composición musical: Vanesa Baccelliere. Fotografía: Gustavo Frittegotto, Julieta García y Viveka Feijoó Huzinich. Asesoramiento en dirección y dramaturgia: Elena Guillén y Gustavo Guirado.