Buen teatro de texto que se deja ver y leer

La representación escénica de un texto de Federico Ferroggiaro, “Los amigos del silencio”, repara en la rompiente de dramas subterráneos, al igual que había hecho en su novela histórica “El miedo vino después”

Por Andrés Maguna

Son las diez de la mañana del martes diez de octubre del veinte veintitrés. Acabo de sentarme frente al monitor para intentar que mis manos escriban una crítica acerca de una puesta en escena que presencié el domingo ocho a las ocho de noche en La Sonrisa de Beckett, sala a la que asistí por primera vez. A través de la ventana veo cómo un fuerte viento norte sacude las copas de los fresnos y los plátanos. Unas nubes veloces tapan y destapan la luz solar. El calendario lunar con recomendaciones sobre prácticas de cultivo dice que lo mejor para hoy es “no hacer nada”. Y como escribir puede considerarse un modo de cultivar palabras debería ajustarme a las prevenciones calendarias. Pero andá a decírselo a mis dedos, que necesitan sí o sí ponerse a cincelar sobre el teclado la dura y áspera materia del lenguaje.

La obra que fui a ver se titula Los amigos del silencio y su dramaturgia la escribió Federico Ferroggiaro, a quien conocí hace poco a través de la lectura de su novela de ficción histórica El miedo vino después (UNR Editora, 2023).

Situándonos entonces en el momento de aquel domingo (a las 20 empezaba la obra y a las 21 comenzaba el segundo debate presidencial, y se desataba a esas horas la locura bélica en la Franja de Gaza), encontraremos la plaza Sarmiento de la ciudad de Rosario como un refugio de amabilidad cansina frente al cual, sobre la vereda de Entre Ríos, entre negocios con las persianas bajas, permanece abierta una puerta de vidrio, que da a un pasillo, sobre la cual hay una cartel de madera pintada: una mujer apoyada en sus manos en el marco de una ventana mira a un ave libando una flor. Abajo, en el borde de vidrio de la puerta, reza: La Sonrisa de Beckett.

Recorro el pasillo hasta el hall de ingreso a la sala, en el que hay varias personas esperando, y en el escritorio de la recepción retiro mi entrada. Faltan cinco minutos, calculo, y salgo a fumarme un Liverpool mentolado a la vereda. Miro la cansina placidez de la plaza y me pongo a pensar en el dramaturgo irlandés, autor de Esperando a Godot y otras tantas joyas, y en cuál será la sonrisa de la que habla el nombre del teatro, y descubro que hay un tipo canoso apoyado contra la pared a la derecha de la puerta, también fumando, también pensativo mirando hacia la plaza (pero más hacia el horizonte nimbado en lo alto). “Este bien podría ser un Beckett nuestro”, me digo al mirarlo más detenidamente, justo cuando descubro que se trata de Ferroggiaro (lo tenía visto de fotos).

—¿Ferroggiaro? Soy Maguna —le digo mientras le extiendo la derecha.

—Ah, hola. No te reconocí —me dice amablemente (yo sé que soy un nombre sin rostro, o que tengo una cara que no se corresponde con su nombre).

Charlamos breve, hasta terminar nuestros cigarrillos, y ya dieron entrada a la sala. Me senté al lado del autor de la obra que estaba por ver, entre los 48 espectadores que casi colmábamos la capacidad del lugar, y le pregunté si ya la había visto. “Las ocho veces que se hizo el año pasado, y estas dos… Bueno, esta es la segunda acá. Así que van a ser diez veces”, me dijo, y luego callamos porque empezaba la obra.

La síntesis argumental es sencilla: tres parejas heterosexuales de amigos se juntan a cenar en la casa de los dos que mejor están económicamente, porque él, el macho alfa proveedor de dinero, es dueño de una financiera a la que le va muy bien. En el transcurso de esa velada el dueño de casa, Ezequiel (Walter Crisafulli), les cuenta a sus dos amigos, Iván (Jota Oronel) y Fernando (Martín Salomón), mientras las mujeres están en la cocina (ni se las oye) y ellos en la sala tomando latas y latas de cerveza, que está muy preocupado porque una joven empleada suya, de la financiera, lo denunció por abuso sexual, y él jura que es inocente, que no hubo ningún tipo de abuso, y que esto que le pasa se debe a que es “demasiado buen tipo”. Luego el atribulado se va a la cocina, a ver “qué hacen” las mujeres, y los dos que se quedan solos reflexionan sobre el pasado de Ezequiel, que siempre fue de propasarse con damas y señoritas, que ya había demostrado en incontables ocasiones su carácter de obseso sexual, de sujeto que no se sujeta ante atracciones mórbidas que no sabe reprimir.

Luego regresa a la sala Ezequiel, acompañado de su esposa, Verónica (Nerina Caramuto), avisando que la comida está lista. Salen todos de escena, se apagan las luces (fundido a negro), y tras unos segundos se encienden, apareciendo en la misma sala las tres parejas, los seis personajes que encontraron autor, algunos con una copa de vino, con vino, en la mano. Se sientan en un sillón y cuatro sillas, por yuntas, y conversan mientras Ezequiel saca un whisky de los buenos, aunque en las copas todavía haya vino e Iván siga bebiendo cerveza de lata.

El tema del alcohol puede parecer circunstancial, pero se nota marcadamente que los seis “llegan” a la sala, tras el corte, bastante achispados, unos más, otros menos, por lo bebido durante la instancia gastronómica, lo chupado con el morfi. El tema deriva de los recuerdos divertidos de un fin de semana en la quinta de Funes de Ezequiel y Verónica hacia revelaciones inquietantes que hace Laura (Bárbara Spinozzi Carreras), la mujer de Iván, respecto de Ezequiel, a quien acusa de “acosador”, y en el marco de que Verónica había contado que “estaban pasando un mal momento” por la acusación que pesaba sobre su esposo. Mientras que Fernando y su cónyuge, Juli (Rossana Santander), empiezan a dar a entender que no convalidan la inocencia de Ezequiel.

El drama irá in crescendo, whisky va, cerveza viene, hasta un final implosivo y sorprendente, pasando por un par de flashbacks que serían, junto con el final, los tres “chiches” netamente teatrales, porque toda la puesta es austera, incluidos los textos y las actuaciones.

Los actores, a todas luces no profesionales, utilizan fielmente el lenguaje coloquial impuesto por Ferroggiaro, y representan a personajes hechos sobre personas que “actúan” un personaje (como casi todos hacemos, al menos en algunas situaciones), de la misma manera que Ezequiel se muestra como una persona que vive su realidad de negación de lo que realmente es, un materialista abusador, justificándose empecinadamente como un personaje que juega en el equipo del bien.

Resulta evidente que Los amigos del silencio se propone como una “obra de autor”, pasando a segundo plano el tratamiento formal-teatral del conflicto central, que no es otro que el referido a la espinosa cuestión de la violencia sexual que enturbia el buen desarrollo de las relaciones interpersonales, sean laborales o familiares.

El autor, Ferroggiaro, no busca lucimientos líricos ni hace gala de ningún tipo de intelectualismo, no se engola, ni engloba conceptos, elige una simple receta de “pan y queso” para armar su relato, corriendo el riesgo de que sus criaturas y sus aconteceres terminen resultando anodinos, y la trama pueda parecer, en un principio, aburrida.

Pero al igual que me había pasado con El miedo vino después, que, resumiendo, me pareció una novela que “se deja leer”, con Los amigos… me pareció que es una obra de teatro que “se deja ver”. Además, y no es poca cosa, en ambos casos hay una invitación al pensar, a la reflexión sobre lo que nos pasó y nos pasa a nivel social, en problemáticas que arden sin otra posibilidad que la de abordarlas con lo que se tiene a mano, en este caso, el de Ferroggiaro, a través de una novela, a través de un texto dramático.

Cuando nos dirigíamos a sentarnos, antes del comienzo de la puesta, el autor, inocente e inconsciente, me preguntó qué me había parecido el libro, y apenas pude decirle que me había gustado, teniendo en cuenta que lo había leído a continuación, en mi turno diario de lectura matinal (lo que leo al desayunar), de El villorio, de Faulkner, que me había fascinado; y que si bien no me había maravillado con El miedo vino después (no al nivel Faulkner) sí me había atrapado lo suficiente para terminarlo al cabo de diez días seguidos de lectura. No pude decirle (no tuvimos tiempo) que me había sido muy aleccionador respecto de hechos históricos sobre los que sabía poco y nada. Porque la novela cuenta la historia de un joven que terminó la secundaria y piensa seguir la carrera de periodismo, por lo cual, siguiendo el consejo de una tía, se encuentra con un viejo periodista retirado que recuerda (y de ese recuerdo se nutre toda la novela) la cobertura e investigación que hizo, con un compañero, y enviados por una revista, de la llamada “Masacre de los cinco cooperativistas de Armstrong”, ocurrida el 23 de enero de 1974 en el kilómetro 674 de la Ruta 9, cerca de Río Segundo, cuando agentes del Comando Radioeléctrico de la ciudad de Córdoba les dispararon y luego, acercándose al auto, remataron a los cinco inocentes heridos e indefensos.

Al igual que con el guion de la obra de teatro, en su novela Ferroggiaro no se gasta en florituras, y se detiene minucioso en la reconstrucción del momento histórico a través de la semblanza caracterológica de sus personajes protagónicos. Gente común y corriente de la mediana edad, en la obra, y algunos involucrados (periodistas, policías, víctimas) en los luctuosos hechos de 1974, cuando en Córdoba se gestaba el Navarrazo y no se sabía qué pasaba por la cabeza de Perón, que ya estaba por partir al más allá.

No hay tampoco, en la escritura de Ferroggiaro (al menos, en estos dos ejemplos expuestos), paradoja moralizante ni manipulación liminar esbozada con fines que no sean los de la literalidad simple y cruda. Parece no ocuparse de cuestiones ideológicas, ni de acusar, ni de denunciar, para, en cambio, plantear, poner en evidencia, con bajo perfil, temas de difícil procesamiento. Su modo de hacerlo, su discurso, está al alcance de cualquiera. Como si dijera: “Esto es lo que pasó, esto es lo que pasa, cada quien sabrá qué posición tomar en su fuero interno. No quiero imponer ni comunicar un mensaje. La ficción es el barro con el que, humildemente, trabajan mis manos. Y lo hacen artesanalmente, sin pretender la obra maestra”.

Ficha de la obra:

Título: “Los amigos del silencio”. Actúan: Walter Crisafulli, Nerina Caramuto, Rossana Santander, Jota Oronel,  Bárbara Spinozzi Carreras y Martín salomón. Dirección: Guillermo Petrini. Asistencia: Vicky Cristiano. Dramaturgia: Federico Ferroggiaro. Producción: Grupo La Teta Nostra. Sala: La Sonrisa de Beckett.

Ficha del libro:

“El miedo vino después”, 232 páginas, UNR Editora, Rosario, 2022

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