Durante junio y julio del 2010 Piglia dictó en el Malba el ciclo de cuatro conferencias titulado “Nuevas tesis sobre el cuento”. Al final de cada reunión los asistentes le hacían preguntas, a las que Piglia respondía bosquejando con la voz brevísimos ensayos en el aire. En esta nota, debidamente contextualizada, una selección de estas idas y vueltas entre el autor y sus lectores.
Una ilusión de cercanía
Por Fidel Maguna
Dos años después de la muerte de Ricardo Piglia tuve el privilegio de asistir a cuatro clases suyas. Me explico: mi amigo Ciro Korol, a comienzos del 2019, encontró en un viejo MP3 las grabaciones que tomó de las cuatro conferencias que el escritor dictó durante 2010 en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba); unas siete horas de la voz de Piglia (quien volvía a vivir en Argentina después de más de 20 años radicado en Princeton) que escuchamos de un tirón a lo largo de una noche.
No tardamos en descubrir que asistíamos al discurso del mismo maestro oral que el gran público conoció en sus exitosos ciclos en la Televisión Pública, pero con algunas pequeñas diferencias que cabe destacar: el tema aludido en el Malba (el ciclo se llamó “Nuevas tesis sobre el cuento”) era tan amplio, estaba tan lleno de posibilidades, que hacía a Piglia incurrir en caminos tangenciales imposibles para los tiempos de la televisión, llevándolo y trayéndolo libremente por aspectos de su pensamiento que nosotros desconocíamos: se permitía hablar, entre otras cosas, de su relación con los sueños, hacer chistes, contar anécdotas y —tal vez lo más importante— entrar en discusiones sobre temas entonces incipientes y ahora centrales, como, por ejemplo, la relación de los escritores jóvenes con los nuevos medios de comunicación, sobre los relatos que circulan en las redes sociales o el lugar de la prensa escrita en la era digital.
Era el 2019, hacía dos años había muerto y ya se habían editado sus diarios: sin embargo, oyéndolo en los viejos y disfónicos parlantitos Genius de mi living, tuvimos la sensación de que se nos hacía más y más presente. Esa cercanía, alimentada por el aire intimista y apasionado del escritor que vuelve después de un largo viaje para contarnos lo que ha visto, nos hizo creer que en esos audios había un libro.
Cómo no: rápidamente pensamos en el Borges Oral y jugamos con la idea de hacer algo análogo, pero rápidamente, al comienzo de la segunda clase, encontramos el título perfecto para nuestro proyecto en ciernes:
—La cultura de masas —le oímos decir a Piglia— suele preguntarle siempre a los escritores: “¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?”. Como si la cultura de masas sólo imaginara que uno puede leer si está en una isla desierta. Y yo siempre contesto que me llevaría un manual para hacer botes. Eso me llevaría.
Desde entonces, y durante todo un año, trabajamos en Manual para hacer botes, “un libro de Piglia”, decíamos, con obstinado orgullo de editores inexpertos. Ciro se quedó con la parte de desgrabar, mientas que a mí me tocó revisar el crudo, corregir y hacer una primera edición, que después volvía a la computadora de Ciro para la edición final. Pasado un año teníamos un borrador medianamente digno, y se lo enviamos al agente de Piglia, quien nos respondió al par de días: reconocía amablemente el valor de nuestras horas invertidas y nos explicaba —con toda la razón del mundo— por qué era un texto impublicable: Ricardo Piglia dedicó el último tiempo de su vida a corregir y ordenar sus inéditos (“doce horas diarias, los siete días de la semana”, decía el agente), dejando bien claro qué debía publicarse y qué no. Gran parte del material que decidió no publicar, nos decía este prestigioso editor, fue donado por el propio Piglia a la Universidad de Princeton: si queríamos podíamos escribirle al bibliotecario de allá, sugería, en una de esas le interesaba nuestro proyecto. Eso sí: que el texto no circule bajo ningún formato, cerraba el agente.
Y claro: durante más de cincuenta años Piglia se dedicó a dar clases, seminarios, conferencias. ¿Cuántos libros, cuántos Piglias Orales podían existir? Cientos, seguramente.
La historia es un poco patética, sí, y la cuento porque, creo, tiene una pequeña moraleja: desde el muy justificado rechazo editorial, sin buscarlo ni esperarlo, este “libro” no sólo impublicable, sino también indifundible, de lectura restringida a dos personas, se transformó para mí en un recurrente material de consulta, y hasta hoy recurro al Manual cuando quiero saber la opinión de Piglia sobre tal o cual tema; me basta abrir el archivo Word, poner Control+F y teclear la palabra buscada, por ejemplo “lenguaje”, para encontrar una reflexión como esta:
Yo recuerdo –decía Piglia– siempre un libro muy fascinante de un sociolingüista norteamericano que se llama Labov. Los sociolingüistas, como ustedes saben, se ocupan de analizar el tipo de uso del lenguaje en la sociedad: cómo son los dialectos, cómo son las jergas, qué tipo de utilización del lenguaje funciona en clases sociales distintas. Y en un momento dado Labov quiso hacer una investigación sobre los negros de Harlem. Quiso ver qué tipo de particularidades del inglés de Nueva York funcionaba en el campo, en el marco del ghetto de Harlem en los años cincuenta. Y se decidió a hacer una investigación (siempre el problema que hay en ese tipo de investigaciones es que es difícil decirle a la gente: “Bueno, hablá, que voy a ver qué particularidades tiene tu manera de usar el lenguaje”). Entonces a Labov se le ocurrió una idea que terminó siendo extraordinaria, porque dijo: “Bueno, les voy a pedir que me cuenten el día en que su vida estuvo en peligro”. Y lo que surgió de ahí fue una masa de relatos tan extraordinarios (podemos imaginar ese conjunto de individuos que estaban en situaciones siempre un poco extremas). El libro se llama “The inner city”, La ciudad interna, digamos; ese es el título. Y lo que Labov hizo, en definitiva, es un libro sobre la narración. Dejó de lado su hipótesis inicial sobre cómo estaban ahí presentes cierto tipo de categorías de uso lingüístico y empezó a ver de qué manera se manejaba el suspenso, qué tipo de escena de peligro era la que surgía en esa situación, y muchas veces se encontró técnicas narrativas espontáneas que se asimilaban a las técnicas que podía usar Chéjov o que podían usar Tolstoi o Faulkner; es decir que en ese conjunto de relatos populares, de relatos espontáneos, de situaciones vividas, aparecían elementos de construcción que se podían asimilar a las tradiciones narrativas clásicas, como digo, de construcción del final del relato: cómo se anticipaba o se ocultaba el final del relato, cómo se manejaban los datos que se querían poner.
En fin, volviendo a la moraleja: probablemente los náufragos éramos nosotros. Por eso el título, Manual para hacer botes, estaba lejos de ser un “título perfecto” como habíamos creído: no era una metáfora, sino una realidad de qué buscábamos nosotros en Ricardo Piglia. Y la búsqueda propia, en el arte de editar la voz de otro, no cuenta para nada.
En lo que a mí respecta, asistir a estas clases póstumas, leer y estudiar este “manual”, me despertó, entre otras cosas, la necesidad de poner la oreja (tomando muy vagamente el ejemplo del amigo Labov) en los relatos que a simple vista parecen abandonados; una enseñanza que, curiosamente, me dio pie para esta nota: al final de cada una de las cuatro clases, Piglia preguntaba: “¿Preguntas?”, lo que generaba, invariablemente, un abanico de preguntas de los escritores nóveles que buscaban fórmulas para construir sus botes o bien, como el Chavo del 8, querían retener al profesor un rato más, estirar la charla, seguir en ese lugar en el que se sabían escuchados.
Ese material, ese ida y vuelta, al principio lo consideramos insignificante, prescindible. Pero ahora, tres años después, nos damos cuenta de que estábamos equivocados. La conversación de Piglia con sus alumnos, a quienes él veía y trataba como colegas, también es uno de esos lugares abandonados en donde la lengua está viva, y en donde Piglia confirma una de las tesis de Piglia: un buen lector se transforma en el autor del texto que está leyendo.
A continuación, sin más, compartimos una selección de algunas de las muchas preguntas de los asistentes, con las respectivas respuestas del maestro; esta “entrevista coral”, realizada por mujeres y hombres cuyos nombres desconocemos. A diferencia del imposible y acaso inútil Manual para hacer botes, creemos que la propiedad intelectual sobre estas palabras les pertenece tanto al autor que responde como a los lectores que preguntan:
Entrevista anónima y coral a Ricardo Piglia
– ¿Qué diferencia hay entre un testimonio y un cuento?
–Yo creo que esa es una cuestión que plantea el ensayo de Benjamin (El narrador); creo que él tiene la cuestión de la narración como tiempo largo y de la novela como etapa, y después tiene otra idea muy importante y muy actual, que es la tensión y el contraste entre narración e información. Él dice: “El predominio de la información nos está arruinando la capacidad de narrar”. Y la distinción entre narración e información es muy importante, y es muy importante en esta época. Es muy distinto enterarse por información de lo que pasó en Auschwitz a leer el libro de Primo Levi.
Es muy distinta la experiencia del modo en que nosotros recibimos la información; estamos en un mundo donde la información nos está sofocando. El tipo de experiencia que supone recibir un relato donde se incorpora a la experiencia –mientras que la información está siempre allá– siempre la vamos a ver como algo que está fuera de nosotros.
Por lo tanto, me parece que lo que podríamos llamar “la narración”, más allá de si se trata de una novela, de un testimonio, etcétera, está conectada con esta capacidad de lo que yo les decía al principio: si logra incorporarnos a nosotros, cuando estoy en un sueño, cuando nosotros tenemos que ver, y el que narra nos hace ver qué tiene que ver, eso se convierte en una experiencia; mientras que la información nunca se va a convertir en una experiencia, y muchas veces la oposición experiencia-inexperiencia se trata de resolver con el exceso de información.
Estamos siempre con la sensación de estar mal informados, cuando lo que tenemos que pensar es si realmente tenemos experiencias, si tenemos experiencias de la realidad, si tenemos experiencias de la política, si tenemos experiencias de los sentimientos. Y desde luego la literatura es una de las formas; no voy a decir que la literatura es la única. Producir esas experiencias es parte de la vida de cada uno. Entonces me parece que el efecto que produce el texto de Levi está conectado con esa historia singular, que no tiene para nada la forma de la información.
–Me quedé pensando en esto de que el problema central de la narración es la causalidad. Para mi hay una cuestión, hay una oposición, entre la causalidad y la explicación.
–La explicación, entendiendo por explicación “aclarar lo que el cuento está narrando”, es siempre algo que habría que evitar. Desde luego que podríamos encontrar muchísimos ejemplos de grandes relatos, por ejemplo de Borges mismo, que están llenos de explicaciones y son fantásticos, extraordinarios, pero en principio podríamos decir que hay una contradicción entre la narración, porque la narración, podríamos decir, nos da a juzgar un hecho, a juzgar moralmente, a juzgar emocionalmente, mientras que la información nos da la realidad ante su forma ya juzgada; la información nos da la realidad ya juzgada, viene ya con la explicación implícita, este movimiento entre lo que se dice, lo que se cuenta, lo que se explica.
No vayan a pensar que esas pequeñas hipótesis que yo puse ahí aclaran todos los relatos. No, son unas pequeñas hipótesis, y desde luego no todos los cuentos del mundo obedecen a esa lógica. Yo estaba pensando en lo de Chéjov, y seguramente hay otras alternativas para discutir el género. En el caso de este relato tan breve de Calvino (La leyenda de Carlomagno), me parece que hay algo que va por abajo, eso que va por abajo que puede ser lo que no está explicado y que se explica después con el anillo. Es una explicación que sencillamente remite a un momento mágico, pero hay algo intrigante, y además está contada con una velocidad y con una especie de sensación impávida. Situaciones bastantes perversas que circulan ahí y que están contadas con total naturalidad.
–Usted historiaba cómo la televisión había ocupado el lugar del cine y el cine el de la novela, y mientras tanto el cuento persistió, ¿cree que tiene que ver con esto que mencionaba de la necesidad de los niños, encantadora y despierta, por construir cuentos?
–Es muy importante la relación entre la infancia y la escena de la madre o el padre que lee un relato antes de dormir; el pedido de cuento de los chicos es una cosa muy emocionante. Como sabemos, los cuentos infantiles son experiencias morales, experiencias del aprendizaje de la frustración, son por un lado encantatorios y, por otro lado, los chicos hacen ahí una especie de experiencia imaginaria de lo que después van a encontrar en la realidad, con todos esos monstruos y todas esas situaciones. Así que me parece que quizá ahí habría un núcleo que es indemne, que sobrevive a todos los modos en que después el chico va y mira tele, o juega con los jueguitos. Me parece que sí, eso persiste.
–Es una pregunta sobre El decálogo del perfecto cuentista de Quiroga y esto último que nos señaló de construcción, en torno a no decir lo central.
–Cualquiera puede corregir una página ideal, pero nadie puede escribirla, entonces es muy fácil sacar “frío” y poner un adjetivo que no haga rima con la otra palabra. Pero lo que me parece que que quiere decir ahí Quiroga, es que la propia trama define el tono. La propia trama define el registro estilístico, y el registro estilístico no es una cuestión de palabras sino una cuestión de tono, es decir: qué relación tiene el narrador con la historia que está contando. Si la está contando con naturalidad, si la está contando con una forma distanciada, ¿no? Es decir el estilo en la narración está sometido también, en cierto modo, al funcionamiento de la historia. Y yo prefiero hablar de tono en el sentido de la temperatura del relato, en un sentido musical del ritmo, más que de una versión un poco escolar de lo que sería un estilo. “Estilo”, habitualmente, se suele asociar con algunas fórmulas conocidas: que no hay que repetir las palabras, que hay que evitar los adverbios terminados en “mente”, hay que tener cuidado con las rimas que se producen involuntarias. Me parece que a eso estaba apuntando, si lo entiendo bien, Quiroga.
–Me gustaría que ampliaras un poco eso que planteaste del debate actual de la ficción, en el sentido de que hay cierta exigencia de que retorne a elementos de la realidad.
–Sí, me parece un tema importante, me parece que tiene que ver con debates literarios y culturales muy intensos, interesantísimos, con textos y circulaciones de textos en juego. Yo había traído, pensando en estas cuestiones, una cita de un ensayo del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, que es un ensayista muy sutil. Él escribió en los años sesenta un ensayo que se llama Elementos para una teoría de los medios de comunicación, donde dice algo que a mí me parece muy importante; esto lo decía en el año 1971: “Los medios han eliminado una de las categorías de la estética tradicional, la de ficción. La oposición ficción-no ficción ha quedado paralizada”, con esto lo que sencillamente digo, es: me parece que la cuestión de la incertidumbre con respecto a si todo es ficción o si debemos salir de la ficción para buscar lo real, es una problemática de los medios y que muchos filósofos actuales, no argentinos (Derrida y algunos filósofos que han trabajado mucho con esta idea de la ficcionalización generalizada), me parece a mí que no han tenido en cuenta que ese espacio de la ficción generalizada es el espacio de los medios.
De lo que debemos estar seguros es de las zonas donde no todo es ficción. Uno podría decir que la historiografía podría estar contaminada con elementos inventados o de ficción. Pero me parece que los hechos reales existen. Hay como una especie de escepticismo respecto de que no habría verdad, no habría realidad, y lo que habría sería este juego de ficciones, de universos discursivos, que tendrían cada uno su propia legitimidad. Y yo no estoy de acuerdo con eso, creo que eso puede ser aceptado, como bien dice Enzensberger, en otro contexto, en el espacio de los medios. Es en el espacio de los medios donde se produce esa incertidumbre, esto es muy nítido: en ese espacio el movimiento ha terminado por disolver la distinción.
Pero me parece que la literatura tendría que ser un lugar donde esa distinción debiera hacerse notar, como un enfrentamiento a esa especie de sentido común generalizado. Esa sería una respuesta a la cuestión en Argentina: no todo es ficción. No debemos pensar que todo es ficción y debemos ver cómo se construye la categoría de verdad, cómo se construye la categoría de realidad y dónde estarían los núcleos de esa verdad y de esa realidad, más allá de las miradas escépticas, o más o menos cínicas, que consideran que todo es igual.
La otra es la tendencia de muchos escritores jóvenes, actuales, a ligar lo que están escribiendo con lo real. Es un intento de responder a esa especie de espacio que han creado los medios, entrar a él como si la discusión fuera ahí, estuviera con los medios, que aceptan o no aceptan, entonces, cómo se construyen esos efectos de realidad. Si nosotros vemos el relato de Cortázar Diario para un cuento, podríamos ver ahí cómo Cortázar quiere que leamos ese relato como un relato real, porque pone ahí unos elementos de su propia vida, habla de Bioy Casares, de Onetti; cómo se produce ese efecto realidad sería la segunda cuestión que habría que preguntarse.
No sé si habré alcanzado a responder la pregunta, pero esas son las cuestiones que me preocupan, o me parecen interesantes para conversar. Quizá podemos usar la próxima reunión para avanzar un poco más en esa dirección. Entonces, en definitiva, yo diría que el espacio de la ficción, y por lo tanto no sólo los medios tradicionales a los cuales se refiere Enzensberger, sino el espacio de la web, el espacio de Internet, donde los mundos virtuales y las realidades virtuales se han expandido, y desde luego con efectos muchas veces benéfico para determinado tipo de cuestiones, han creado un espacio muy particular y han permitido rediscutir esa relación entre realidad y ficción.
Pero me parece que tenemos que mantener el debate en el interior de ese espacio y no considerar que lo que pasa en ese espacio pasa en toda la realidad. Ese sería para mí, un poco, el punto.
–Pensaba en La balada del álamo Carolina, que tiene un entretejido entre las distintas historias que hace que de algún modo nunca concluyan. ¿Qué piensa sobre eso?
–Por un lado, para decirlo así, tomando la cuestión que está muy bien planteada, en el fondo me parece que ese era el efecto que yo intentaba producir: una reflexión que no se cierra y que genera una serie de cuestiones que están abiertas y que serían imposibles de cerrar, como este tipo de discusión sobre qué es un relato, cómo funciona un relato. Incluso el título que yo le di a este ciclo es también un juego con la idea de que hay una tesis, unas tesis que cambia y se va entrelazando y modificando. Pero me parece que la narración es un fluido y uno tendría que pensar de esa manera.
Eso por un lado. Por otro lado, que me parece que lo único que hemos podido hacer es ver como nudos de relatos que permiten pensar redes más amplias de relatos parecidos. Podríamos encadenar todos los relatos de fantasmas de Cortázar, ¿no?, y ver cómo terminan, qué tipo de relaciones se establecen entre ellos. Podríamos empezar ahora una segunda parte, que es crear otro tipo de redes entre los relatos. A mí me parece que lo más importante es suscitar el interés por la lectura de los textos, ciertas intrigas que de pronto hacen que uno tenga que releer un texto, unos relatos, buscando algún tipo de cuestión que no sea solamente el sentido inmediato de la lectura.
De ninguna manera tienen que ver estas conversaciones como recetas de nada, nada que ver con ninguna idea sobre cómo se tendría que hacer. Sencillamente son maneras de ver en el texto distintos modos de resolver las tensiones narrativas. Me parece que me faltaba llamar la atención sobre aquellos que hacen un poco al revés y no piensan en la trama, sino que se ponen a escribir y dejan que lo que sale les vaya pidiendo lo que luego estaban tratando de narrar. Esto es lo que me parece que le sucede a Faulkner. Si bien él tiene siempre algunas obsesiones muy personales, es un escritor al cual la prosa en realidad le construye la historia. Entonces ese era el sentido de la carta de Thomas Wolfe, hay ahí una expresión que está muy bien: “Están los que sacan y los que ponen, yo soy de los que ponen”. Mientras que nosotros estábamos viendo más bien aquellos que dicen “no, esto no hay que narrarlo, esto hay que sacarlo”; estructura pura del relato. Quizá Wolfe no es lo que se considera tradicionalmente un cuentista, más bien es un narrador que produce un material narrativo más allá de la idea de la forma.
–Me acordaba del cuento El cautivo de Borges, y me parecía que condensaba varias de las cuestiones que vos estuviste mencionando: un narrador que se pregunta, que interviene varias veces en el texto.
–Bueno, yo creo que Borges conocía muy bien la problemática y que hizo muy bien la idea de este narrador que no conoce lo que está narrando, que vacila; eso no se ve a primera vista, porque como Borges está lleno de erudición, que circula por los textos, da la sensación de que es un narrador muy sabio, pero no es un narrador sabio en relación con la historia.
–De hecho, muchas veces en sus textos, aparece: “acaso este recuerdo ha sido…”
–Muchas veces el narrador está ahí puesto en una posición de intentar descifrar eso que está sucediendo. El cautivo es también un relato breve que está en El hacedor, de un chico blanco cautivo de los indios, que llega a Junín y está allí, convertido en una especie de pequeño indígena, y de pronto ve la casa donde vivía cuando era chico, entra, va a un lugar donde ha guardado algo, un cuchillo de mango de astas, le viene como un recuerdo, una epifanía de algo que estaba evidentemente borrado de su vida, que era un recuerdo de infancia, de un lugar donde él había guardado un cuchillito, cuando era chico.
–Y la madre nunca limpió la cocina… ¡lo bien que hizo en no limpiarla nunca!
–Bueno, ese es el problema que tienen siempre los relatos, que uno tiene que tratar de que la gente no piense “pero cómo ese cuchillo estuvo siempre ahí sin que nadie lo sacara”. Porque si no tiene que poner algo que es imposible: “la madre no limpiaba la cocina, y le había quedado la idea de que su hijo había estado ahí, y no quería que entonces esa cocina fuera alterada”. Lo que no quiere decir, él tampoco lo dice. Porque “la crónica ha perdido la circunstancias, y no quiero inventar lo que no sé”; es decir que cuando Borges quiere eludir la certeza de algo, la elude maravillosamente.
Y después Borges hace también una cosa que hace Onetti y que hace Faulkner, por ejemplo en ¡Absalón, absalón!, que es un extraordinario libro de Faulkner: ahí hay una conversación entre Quentin Compson y su compañero de pieza en la universidad, donde hablan del Sur, sobre qué es el Sur, y entonces Quentin le está contando la historia de una familia llena de recovecos y en un momento dado el que está recibiendo la historia, el interlocutor, el que no la conoce, empieza él a contar, y dice: “Ah, pero entonces debe haber sido…” y empieza él a contar cosas que no conoce y que sencillamente imagina cómo podrían ser, que es un poco lo mismo que hace Onetti en Los adioses, con el almacenero que de pronto empieza a imaginar qué es lo que ese hombre está haciendo cuando sale y pasa por delante.
Borges suele hacer también eso. Muchas veces, cuando está contando una historia, empieza de pronto a salirse de los hechos y a imaginar cómo tendrían que ser los acontecimientos. Es decir: un narrador que está contando algo que no conoce, pero que muy visiblemente imagina cómo tendrían que ser los hechos. Y ese pasaje es siempre muy sutil, porque el riesgo es que el lector pierda la creencia en el relato, ¿no?
Bueno, como final me parece perfecto.
Un placer haber sido -al menos por un momento- autor de éste increíble texto que acabo de leer¡
Hallazgo matinal que alumbra el día y seguirá por muchos días con sus noches: reflexionar sobre las clases de Piglia, un privilegio. Gracias.
Reblogueó esto en ella vio-grafía.