El 22 de junio de 1941 las Fuerzas Armadas del Tercer Reich invaden la Unión Soviética en el mayor ataque en simultáneo de la historia de la humanidad. Este es el relato del veterano Mijail Denisovich Grichenko, uno de los actores que resistieron a los nazis.
Por Ciro Korol
Lenin vive solo en el barrio de Telecentrul, ubicado en la capital de Moldavia. Se hace llamar Grichenko. El trolebús número 8 me deja en la esquina del mercado de su barrio. Desde ahí son doscientos metros hasta su casa. O bien podés ir hasta el final del recorrido del trolebús y desandar otros doscientos metros para llegar el número 23 de la calle Decebal. Recomiendo la primera opción porque de ese modo podrás comprarle vino y tortas en el mercado; eso es lo que le gusta.
Yo había ido al Centro de veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ubicado en la calle Mihail Eminescu número 12, en la ciudad de Chisinau. Allí me atendió un señor que se encargaba de las cuestiones administrativas, y sin pedirme demasiadas explicaciones me abrió unas carpetas en las que estaban todos los nombres de veteranos y veteranas de la ciudad. Habría en total más de doscientos, pero el empleado administrativo me anotó sólo unos diez nombres. Me dijo que el resto estaban muertos o muy mal de salud o que no tenían muchas historias que contar. Me dio los teléfonos y las direcciones.
Fui llamando a uno tras otro, pero menos de la mitad accedieron a ser entrevistados, tal vez por miedo a los frecuentes asaltos que reciben los veteranos. Resulta que sus medallas se revenden en el mercado negro y muchos que sobrevivieron a Stalingrado o a la campaña oriental terminan perdiendo sus baluartes en ese cuerpo a cuerpo inescrupuloso. Los poquísimos turistas que visitan el país muchas veces se llevan una medalla de la Segunda Guerra como un pintoresco souvenir soviético sin detenerse a imaginar el modo en que esa pieza llegó al mercado, sin ver en el brillo del bronce la rabia o el temor en los ojos de un veterano amordazado, la prisa de los asaltantes por arrancar las medallas de honor cocidas cincuenta años atrás.
Se ve que mi voz al teléfono le inspiró confianza porque enseguida me dijo que sí. Cuando lo llamé sentí su voz vigorosa y campechana al otro lado de la línea, me trató de un modo muy fraternal, tuve la impresión de que estaba esperando mi llamada. Me dijo que esa semana tenía que visitar al dentista, pero que la próxima podría ir a su casa y me contaría su historia.
Su casa está llena de esculturas de madera que él mismo talló. Es un departamento de dos habitaciones con cocina y baño independiente, ubicado en uno de los muchos edificios comunales que hay en su barrio. En la puerta que da al palier de su piso tiene pegada una calcomanía con la frase «Yo llegué hasta Berlín».
Apenas me abre la puerta muestra orgulloso unos retratos colgados en las paredes del pasillo: se lo ve en sus años mozos, exactamente como lo hemos visto todos a Vladimir Illich Lenin, cuando todavía lucía la calvicie rodeada por una corona azabache, la chivita pitagórica y la mirada penetrante como un disparo.
Ahora usa unos anteojos que dan la sensación de que nos mira a través de una lupa, o desde adentro de una pecera. Ahora tiene el pelo blanco, usa un bastón rústico de abedul y se ríe a carcajadas mientras recuerda su glorioso pasado.
Adentro de su casa hay que moverse con cuidado porque está atiborrada de recuerdos. Las paredes repletas de esculturas, fotografías y libros. En el balcón vidriado que da al sur tiene un pequeño invernadero que desborda y entra en la habitación. Su esposa solía ocuparse de las plantas, me explica.
—Mi katiusha se fue hace ocho años —dice con los ojos llenos de luz. En una de las paredes hay un enorme retrato de ella.
A cada rato repite:
—Yo agradezco a Dios la vida que tuve. Soy como todos, sí, pero un poco diferente.
La mayoría de los veteranos que viven en Chisinau no nacieron allí. Emigraron después de concluida la Segunda Guerra Mundial como parte de un plan diseñado en Moscú que tenía por finalidad poblar la República Socialista de Moldavia de una intelectualidad fiel a los ideales del Partido. Moldavia fue integrada a la URSS en 1945, inmediatamente después de ser liberada del régimen germano-fascista.
A partir de ese año, Moscú envío desde distintos rincones de la Unión a miembros del partido, ingenieros agrónomos, pilotos aeronáuticos, bailarinas de ballet, profesores de literatura, comisarios del pueblo y actores de teatro.
Grichenko llegó de ese modo a instalarse en «la huerta de la URSS», la República Socialista de Moldavia.
Grichenko era originario de una pequeña aldea cercana a la histórica ciudad de Kazán, ubicada a quinientos kilómetros de Moscú. A los 18 años marchó a la capital para estudiar ingeniería. Enseguida supo que no era lo suyo y empezó a formarse como actor en la Escuela que dirigían Stanislavski y Meyerhold.
Llevaba dos años en la carrera teatral cuando los alemanes invadieron su país. Grichenko tuvo que dejar sus clases de actuación para agarrar la pala y junto a otros miles de compatriotas construir las enormes zanjas que protegieron a la capital soviética del avance de los tanques germano-fascistas en el otoño de 1941.
Apenas pudo regresó a la aldea a visitar a su madre. Se encontraba allí cuando escuchó por la radio regional su nombre en la lista de los citados al cuerpo de Infantería.
—Mamá era una mujer muy de campo, así que cuando recibí la noticia del llamado a las filas, me preparó una vianda como si fuera a ir de excursión. Recuerdo que me dio un gran botellón con más de dos litros de leche. Estuve primero en el frente en Varsovia, y después liberamos también la República Checa. De ahí me destinaron a Yugoslavia.
La habitación en la que estamos es el living y también su dormitorio. Hay una mesa redonda llena de objetos, junto a la cual estamos sentados. En la pared hay muchos rostros y figuras abstractas talladas en la madera. Junto a la imagen de Jesús está la de Karl Marx, al lado un duende y más arriba León Tolstoi. Cualquiera de las piezas podría estar en un museo.
Me confiesa que una vez vino un señor, un millonario, que quería comprarle todas las obras de ebanistería que él había tallado. Le ofreció un montón de dinero. Grichenko me mira con esos ojos desmesurados y menciona una cifra que hubiera hecho titubear a cualquiera.
—Pero qué voy a hacer con toda esa plata, a los billetes no los puedo colgar en las paredes y ver su belleza. Estas obras, en cambio, me acompañan y cuando las miro veo la belleza y recuerdo dónde y cómo estaba cuando las tallé.
La habitación en la que nos encontramos es una de esas habitaciones en la que uno podría estar mucho tiempo encontrando siempre detalles que se había pasado por alto. Se trata de la antítesis del minimalismo.
Entre las cosas que hay sobre la mesa me fijo en una bola de vidrio del tamaño de una manzana. La agarro. Adentro se ven edificios. No parece tratarse de una ciudad rusa, ni mucho menos Moldava. En letras estilo gótico lleva el nombre de un burgo alemán. La agito y ahora nieva en esa miniatura alemana. Ese gesto fue como accionar el picaporte de una puerta secreta.
—En el frente yugoslavo fui herido de gravedad. Ya estaba inconsciente cuando me trasladaron al hospital de campaña. Había perdido una gran cantidad de sangre. Agonizaba y los médicos habían descartado la posibilidad de salvarme. Mi factor sanguíneo es cero positivo (el menos común de todos). No había nadie que tuviera ese factor. Era sólo cuestión de ver en cuántas horas me moría.
Pero justo aquel día comenzó a trabajar una enfermera nueva en el hospital de campaña. La llevaron a la sala donde estaba yo y resultó que esa muchacha tenía el mismo factor, fijate vos. Recuerdo que cuando abrí los ojos por primera vez ella todavía estaba ahí, acostada en la camilla al lado de la mía. Tenía que guardar reposo debido a la sangre que le habían extraído. Yo le sonreí desde mi cama y le agradecí, pero ella me acalló diciendo que debía quedarme tranquilo. Al rato volvió a sus actividades y se ocupó de hacerme unos masajes para que recuperase la movilidad. Sentir sus manos era como recibir una transfusión de primavera.
Ella había nacido en Belgrado pero su familia era rusa. Eran de los rusos que se habían trasladado allí en tiempos de los zares. Hablaba con un poco de acento, nunca perdió su acento, a mi me encantaba su pronunciación. Hablaba el ruso como los personajes de las novelas de Lev Nicolaeivich Tolstoi.
Unos meses después ya me había recuperado y volvieron a convocarme al frente. Marché con las divisiones que entraron a Alemania desde el Sur. Liberamos Viena y seguimos hacía Berlín.
Con ella nos reencontramos unos días antes del fin de la guerra. Dios quiso que estuviésemos juntos el 9 de mayo de 1945 en Berlín. Mientras nuestros soldados plantaban la bandera soviética en el edificio de la Reichstag, nosotros andábamos con las tropas victoriosas por las calles de la ciudad. Berlín estaba completamente destruida. Las bombas habían devastado las casas. Estábamos muy felices. La guerra había terminado. Mientras caminábamos tropecé con esa pequeña bola de cristal. Me pareció un objeto hermoso. Fijate qué lindas cosas que pueden hacer los alemanes.
Agitó la bola y empezó a nevar otra vez en la pequeña urbe. No puedo evitar pensar que más allá de alguna ocasional nevada, esa minúscula ciudad sobrevivió imperturbable tantos acontecimientos, mientras las grandes ciudades se desmoronaban a su alrededor. Pero Grichenko me suelta de mis pensamientos contándome el final de su historia de amor y de guerra.
—Nosotros dos estábamos doblemente felices. Entramos en varias casas y revolvimos los cajones hasta que encontramos dos anillos. El 9 de mayo de 1945 nos casamos allí mismo, en Berlín. La guerra había terminado, comenzábamos una nueva vida.
Volvimos a Moscú a principios del año siguiente. Fue triste la alegría de volver al teatro. La guerra se había llevado a muchos de los compañeros de la escuela.
Pero el público tenía una gran necesidad de historias. Había sido terrible lo que se había vivido. Todas las familias tenían un muerto. Enseguida ella también consiguió papeles y comenzó su carrera como actriz. Yo obtuve el papel de Vladimir Illich Lenin y lo desempeñé en Moscú durante cinco años, con gran éxito. Mi Katiusha hacía el papel de la esposa de Lenin.
Después nos trasladamos aquí. Lo único que sabíamos de Moldavia era que había buen vino y que hacía calor. Si yo hubiera sido miembro del Partido me hubieran dejado en Moscú. Pero yo nunca quise hacerme del Partido, yo sabía cómo eran ellos. Así que nos vinimos a Chisinau. Y bueno, durante cuarenta años fui Lenin en el Teatro Popular Antón Chéjov. Cuando comenzó la Perestroika, la obra dejó de exhibirse y al poco tiempo me jubilé.
El viejo Grichenko se va a la cocina y vuelve un momento después con una botella de vino dulce. Brindamos por este encuentro entre Argentina y Rusia, dice.
—Ah, eres de Rosario… de donde es el Che Guevara. —Se queda pensando y me mira con sus ojos enormes—. Me hubiera gustado ser el Che Guevara, era un hombre muy valiente. Un auténtico hombre, como Cristo. Yo hace poco me bauticé, en mi cumpleaños de noventa. Claro, porque cuando yo era un niño no estaba permitido bautizarse. Así que me bauticé a los noventa… Ya te dije: yo soy como todos, pero diferente.