
La necesidad estratégica de los argentinos frente al imperialismo británico en Malvinas y el Atlántico Sur

Juan Facundo Besson
“Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo,
no debes temer el resultado de cien batallas”
Sun Tzu, El arte de la guerra
Hay verdades que se imponen no por su novedad, sino por su permanencia. Una de ellas, acaso la más cruda y estratégica, fue escrita hace más de dos milenios por el general chino Sun Tzu y sigue latiendo con la fuerza de un principio ineludible: para resistir y vencer, es necesario conocer al enemigo. No como consigna retórica, ni como superstición militar, sino como mandato histórico. En este tiempo nuestro, donde las guerras ya no siempre se declaran pero nunca cesan, esa advertencia puede ser retomada. Y en el caso argentino, cobra una gravedad particular: no conocer al enemigo —al verdadero, al estructural, al imperial— es permitir su victoria antes, incluso, de que empiece la batalla.
Con las gestas de 1806, 1807 y la guerra del Paraná, como ejemplo de resistencias históricas frente al imperialismo británico, y contrastadas con el entreguismo posterior a Caseros. En 1806 y 1807, ante la invasión británica al Río de la Plata, fue la resistencia de criollos, negros, indios y españoles la que venció al ejército más poderoso de la época. Sin ejército regular, sin Estado aún constituido, pero con conciencia territorial y sentido de pertenencia, se expulsó al invasor en las calles de Buenos Aires y en los suburbios de Montevideo. Esa victoria fue la semilla de la emancipación: no solo porque mostró que el Imperio podía ser vencido, sino porque reveló que el enemigo estaba entre nosotros, buscando corromper y cooptar. Décadas más tarde, en 1845, fue la Confederación Argentina, bajo el mando de Juan Manuel de Rosas y con la valentía de Lucio Norberto Mansilla, la que volvió a enfrentar la prepotencia de las flotas británica y francesa en la Vuelta de Obligado y en Punta Quebracho. Aquella epopeya, aún a costa de pérdidas materiales, fue una victoria moral y estratégica. El mundo supo que el Río de la Plata no era un corredor libre para el saqueo colonial.
Sin embargo, llegó Caseros, y con Caseros la traición. La oligarquía terrateniente y los comerciantes portuarios, seducidos por la falsa promesa del libre comercio y por su identificación servil con los intereses británicos, selló una alianza de subordinación. Desde entonces, los vínculos con el Imperio ya no serían de resistencia, sino de dependencia. El modelo agroexportador, los ferrocarriles ingleses, la banca extranjera, las leyes aduaneras a medida del capital europeo: todo eso fue parte del mismo diseño. Una Argentina dividida entre quienes resistieron al Imperio y quienes se entregaron a él. Por eso, conocer al enemigo también implica conocer nuestra propia historia. No para repetirla, sino para interpretarla con mirada estratégica.
Malvinas no es un hecho aislado: es la continuidad de una disputa que comenzó hace más de dos siglos, y que seguirá mientras no seamos capaces de recuperar nuestra soberanía no solo territorial, sino epistémica, política, económica y cultural. El Reino Unido nunca dejó de ser lo que fue: un poder imperial. Lo que cambió fue nuestra capacidad de reconocernos como pueblo digno de enfrentar esa amenaza.
El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte no es un adversario pasajero ni un actor circunstancial. Desde hace más de dos siglos, ha sido el principal agente externo que, de manera sistemática y persistente, ha influido en la arquitectura geopolítica de América del Sur, con especial énfasis en el dominio del Atlántico Sur. La ocupación de las Islas Malvinas en 1833 fue solo un capítulo dentro de una estrategia más amplia, que articula intereses militares, económicos, científicos y diplomáticos, con el fin de controlar uno de los espacios más estratégicos del planeta. Malvinas, isla Ascensión, Tristán da Cunha, Santa Elena: no son solo puntos en el mapa, sino nodos clave de un sistema imperial de vigilancia y proyección de poder, que conecta el Atlántico con la Antártida, África con América del Sur, y la Commonwealth con la OTAN.
Frente a este proyecto colonial, el primer paso es, necesariamente, un acto de conciencia nacional: entender quién es el enemigo. Y no basta con conocer su nombre. Es imprescindible profundizar en sus doctrinas, sus instituciones, su lógica, su historia y su visión del mundo. El ethos británico es imperial, por su historia, por su doctrina y por su cultura del poder. No se trata de una nación que interviene por azar en los asuntos del exterior, sino de una élite formada para gobernar el mundo. Desde la educación de sus clases dirigentes en instituciones como Eton, Oxford o Cambridge, el pensamiento estratégico británico descansa sobre una concepción del poder como un orden divino y racional, donde el Imperio se justifica por una supuesta superioridad moral y civilizatoria. Esta narrativa, cimentada en la ética protestante del trabajo, la racionalidad instrumental y la expansión del mercado, oculta tras de sí siglos de violencia, despojo, colonialismo y dominación. Hoy, esta lógica se traduce en tratados, acuerdos bilaterales, inversiones extranjeras directas y una presencia diplomático-militar constante en puntos estratégicos del planeta.
En contraste, la Argentina solo ha producido un informe oficial serio sobre el conflicto de 1982: el Informe Rattenbach, que se limita a una lectura operativa y castrense del enfrentamiento. No existe en nuestra historia reciente un esfuerzo intelectual comparable al trabajo británico por conocer y dominar el Atlántico Sur. Peor aún, los acuerdos firmados en Madrid en 1990, disfrazados bajo el concepto de “realismo periférico”, institucionalizaron la rendición argentina tras la guerra, legitimando el statu quo imperial. Como advirtió Winston Churchill en 1938: “Firmamos una paz sin honor, y no tendremos ni paz ni honor”. La pax británica impuesta tras Malvinas abrió paso a un proyecto de devastación económica, desindustrialización planificada, endeudamiento perpetuo y control social. Ese “tratado” de Madrid fue el acta de entrega de la soberanía política, económica y cultural de nuestro país.
Desde entonces, el Reino Unido opera como una metrópoli que actúa en la periferia sin enfrentar una resistencia estratégica significativa. La explotación destructiva de los recursos naturales en nuestras aguas, la militarización del Atlántico Sur, la consolidación de Malvinas como un enclave de la OTAN, y el saqueo sistemático por parte de corporaciones transnacionales en complicidad con el poder financiero internacional, son solo algunos de los síntomas de una dominación más profunda. La verdadera derrota argentina no ocurrió en el campo de batalla, sino en el terreno del pensamiento estratégico y la práctica soberana.
Porque mientras el Reino Unido planifica, investiga, simula y actúa con base en un conocimiento estratégico acumulado —que abarca desde sus institutos como el Royal United Services Institute o el Chatham House, hasta sus oficinas diplomáticas y sus cuerpos de inteligencia—, la Argentina ha transitado largos tramos de su historia reciente entre la improvisación y el olvido, entre el repliegue simbólico y la entrega política. Esa es, tal vez, la principal asimetría entre ambas naciones: no solo la militar o la tecnológica, sino la epistemológica. Mientras la metrópoli produce saber para dominar, la periferia ha sido forzada a la ignorancia para someterse. En esa batalla de conocimiento, el enemigo nos lleva décadas de ventaja. Estudia el terreno, los recursos naturales, las rutas marítimas, las capacidades de defensa de los países ribereños, las debilidades políticas internas, los ciclos económicos y hasta los imaginarios colectivos de quienes habitan estos territorios. Su conocimiento es totalizante, instrumental, profundamente ideológico aunque se revista de tecnocracia. Y lo más preocupante: no encuentra en nuestro país una respuesta proporcional. Esa desproporción no es solo responsabilidad externa. Es también —y sobre todo— el resultado de una dirigencia que, con honrosas excepciones, ha oscilado entre el nacionalismo intermitente y el entreguismo estructural.
La guerra de 1982, por dolorosa que haya sido, fue también una bisagra. El Informe Rattenbach constituyó un esfuerzo serio por analizar los errores militares y políticos de aquella contienda, pero su alcance quedó limitado a una mirada castrense. No generó una escuela de pensamiento nacional capaz de responder al conocimiento imperial con conocimiento propio. Peor aún: en 1990, los Acuerdos de Madrid institucionalizaron la subordinación argentina. Bajo el paradigma del llamado “realismo periférico”, esos acuerdos no solo consolidaron la ocupación británica de Malvinas, sino que habilitaron una nueva ofensiva colonizadora —económica, simbólica, diplomática— en todo el Atlántico Sur. Desde entonces, el Reino Unido no ha hecho otra cosa que avanzar. Con el pretexto de la autodeterminación de los habitantes —construida sobre una población implantada— ha reforzado su presencia militar en las islas, ha explorado recursos hidrocarburíferos, ha proyectado rutas logísticas hacia la Antártida y ha sellado alianzas con otros actores extrarregionales. Todo ello con una racionalidad impecable, con planificación, con horizonte de largo plazo.
Mientras tanto, la Argentina ha padecido la desindustrialización, la fuga de cerebros, el endeudamiento serial y la demolición del pensamiento nacional. Como advirtió Winston Churchill en un contexto distinto, pero con una lucidez aplicable: “Nos ofrecieron elegir entre la deshonra y la guerra. Elegimos la deshonra, y tendremos la guerra.” La paz firmada en 1990 fue deshonrosa y no trajo soberanía. Solo trajo colonización silenciosa. En este contexto, la batalla por Malvinas no puede ser entendida como una causa nostálgica ni como un litigio de soberanía en el derecho internacional. Es una cuestión de supervivencia estratégica, de dignidad histórica y de proyecto de nación. Recuperar Malvinas no es solo una cuestión territorial: es, sobre todo, una cuestión epistemológica. Implica romper la dependencia intelectual, reconstruir una geopolítica propia, asumir una ética del conocimiento que no sea mera reacción ante el avance imperial, sino anticipación, planificación, producción sistemática de pensamiento crítico y estratégico. Conocer al enemigo, sí. Pero también conocernos a nosotros mismos: nuestras fortalezas, nuestras heridas, nuestras memorias, nuestras capacidades y nuestras posibilidades de articular una resistencia organizada y sostenida.
La Argentina tiene con qué. Tiene historia, tiene recursos, tiene cuadros técnicos, tiene tradiciones políticas emancipadoras. Lo que falta —y urge— es voluntad política, continuidad institucional y una visión estratégica que asuma que la soberanía no se defiende solo con discursos, ni con homenajes simbólicos, ni con posturas aisladas en foros internacionales. Se defiende con conocimiento. Con pensamiento. Con una diplomacia activa. Con una defensa soberana que no se reduzca al ejército, sino que incorpore a las universidades, a los científicos, a los trabajadores del mar, a los pueblos del sur, a los veteranos de guerra, a los jóvenes. Porque la guerra que se libra hoy no es con misiles, sino con información, con recursos, con tratados, con mapas, con radares, con investigaciones, con satélites, con decisiones. No se trata de repetir consignas ni de idealizar pasados gloriosos. Se trata de asumir, con madurez y determinación, que el Imperio nunca se ha retirado. Que sigue ahí, operando, planificando, vigilando. Y que solo un pueblo consciente, informado, organizado y comprometido con su destino podrá enfrentarlo. El primer paso de esa lucha es, como decía Sun Tzu, conocer al enemigo. Lo siguiente, es empezar a ganar.

Excelente!!! No falta nada más que seguir tratando de abrir cabezas… Gracias!!!
¡Buenísimo el artículo!
Tenemos una usina de conocimiento sobre el tema en Rosario:
Programa de Investigación y Extensión Universitaria Malvinas y Atlántico Sur del ISHIR-CONICET = Facultad de Humanidades y Artes de la UNR
Se puede consultar líneas de investigación y fondos documentales en
digitalizacion.ishir-conicet.gov.ar/0meka-s/s/MyAS/page/programa