Poder y percepción en el sujeto moderno

Heidegger, en el camino

Por Julio Cano

La Época Moderna está dominada por el problema del conocimiento entendido como relación entre sujeto cognoscente y objeto conocido, en donde tal vinculación no es orgánica sino externa. Entre sujeto y mundo hay vinculaciones que pueden ser descritas, sin caer en un error, como mecánicas, ya que la yuxtaposición de sustancias (pensamiento y extensión) no vehiculiza una superación de su exterioridad recíproca.

Si bien el contexto de este procesamiento cognoscente es adjudicado frecuentemente a la ciencia y a su poderosa incidencia, es más bien la técnica la que influye directamente sobre el pensamiento moderno a la hora de establecer estatutos metafísicos al conocimiento humano y a lo conocido del mundo. Como dice Heidegger: “Uno de los fenómenos esenciales de la Época Moderna es su ciencia. La técnica mecanizada es otro fenómeno de idéntica importancia y rango. Pero no se debe caer en el error de considerar que esta última es una mera aplicación, en la práctica, de la moderna ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada es, por sí misma, una transformación autónoma de la práctica, hasta el punto de que es ésta la que exige el uso de la ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada sigue siendo hasta ahora el resultado más visible de la esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la metafísica moderna.” ( En “La época de la imagen del mundo”, incluido en Caminos de bosque, Heidegger, 1995).

La fundación de la metafísica moderna transcurre a la par de la fundación de una metafísica de la técnica que reifica los objetos dándoles estatuto ontológico no solo en un grado que no poseían en la metafísica anterior (de directa influencia aristotélica) sino en un grado cualitativamente distinto, esto es, en otro nivel. La Modernidad constituye al objeto como medida del mundo y como objeto mensurable simultáneamente. Por lo mismo, es la época de constitución del sujeto. La esencia del hombre se transforma desde el momento en que este se convierte en sujeto. Sujeto, subjectum, es la traducción latina de hypokéimenon; sub jectum, aquello que reúne todo sobre sí. Y que, si es el primer y auténtico subjectum, se convierte en aquella cosa, en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente. 

El modo de ser y la verdad de los entes mundanos reposa sobre el sujeto. La clase de los entes, lo ente, lo entitativo, pasa a ser modificado metafísicamente, dado que ya no es puesto por Dios sino por el sujeto. Lo ente en su totalidad se entiende de tal manera que solo es y solo puede ser desde el momento en que es puesto por el hombre, quien representa y produce entitativamente. Quien representa: la re-presentación, la idea del ente en el sujeto, tercer elemento de la relación de conocimiento, es puesta por el sujeto. Representar es poner ante sí y traer a sí. Pero esto, como bien lo ha indicado Foucault, supone una representación al modo teatral, ya que desde el momento en que el hombre se sitúa de este modo, se coloca a sí mismo en una escena, en el centro de la escena, en el ámbito manifiesto de lo representado pública y genéricamente (Foucault: 1999). Así es, ya que la representación no es sagrada, como en la Edad Media, sino secular. Al secularizarse la relación de conocimiento, el sujeto que conoce ocupando el centro de la escena, es el fenómeno público por excelencia. Y todo su actuar es una escenificación, una puesta en escena en coordenadas cartesianas. 

Ese sujeto actuante hace que el ente a conocer llegue a la estabilidad como objeto, recibiendo el sello del ser (su legitimación ontológica) solo por gracia del conocedor, el sujeto actuante. Actuante en términos escénicos, teatrales con toda la carga de artificio que subtiende. Por consiguiente, el fenómeno fundamental de la modernidad es la conquista del mundo como sumatoria de imágenes. Y también lo es la centralidad creciente del sujeto que, al otorgar estatuto ontológico a los entes que va conociendo (reconociendo), se va instituyendo como centro de poder. Tal centralidad aumenta cuando aumenta correlativamente la transformación del mundo, una transformación, como sabemos, procesada por la tecnología.

Ahora, en el proceso histórico de la modernidad se llega a un momento en el cual la filosofía debe analizar la representación desde sus condiciones de posibilidad. Para ello, debe esperar los resultados de la física newtoniana, hacia mediados del siglo XVIII, y en esa espera conceptual, en esa demora, se cataliza la maduración de la metafísica, hasta alcanzar esa culminación que es la filosofía kantiana, profundamente influida por la física de nuevo tipo de su tiempo, la filosofía natural newtoniana.

En el capítulo séptimo de Las palabras y las cosas, Foucault afirma que el orden moderno del saber define el conocimiento como una representación de la representación. Si la episteme clásica había roto con la idea de que las palabras reproducen el orden del mundo, postulando en cambio el conocimiento como un sistema de signos que representa las cosas y les dispensa un sentido y un orden, la episteme moderna va mucho más allá: no sólo le otorga a la representación la posibilidad de representar objetos (como sucede en la filosofía cartesiana) sino también la posibilidad de representarse a sí misma, es decir, de hacer visibles los principios que determinan el acto mismo del conocimiento en este panorama. Es especialmente Kant quien abre las puertas a esta nueva configuración del saber, al plantear que existen unas condiciones formales del conocimiento que no están vinculadas al ámbito de la experiencia, de los textos o de los discursos, sino a la estructura cognitiva de un sujeto trascendental.

Aparece, entonces, la figura de la reflexión moderna, del retorno de la conciencia a sí misma para buscar allí los fundamentos últimos de la verdad del sujeto y de su conocer. De este modo, la episteme moderna crea una serie de figuras (la conciencia, el sujeto, el Hombre, la Persona Humana) que, sobre el modelo de la autorrepresentación, establecen la base de las así llamadas Ciencias Humanas. La crítica de Foucault apunta a mostrar una paradoja flagrante: el acto narcisista de autotrascendentalización. Para representarse a sí mismo como finitud, el sujeto empírico debe proyectarse a sí mismo como sujeto trascendental, es decir, debe volverse irrepresentable, no puede ser ya una representación, puesta-ahí, y esto lo torna ciego ante su propia empiricidad. De donde –sigue argumentando Foucault– la investigación moderna acerca del “Hombre” solo parece posible en un orden del saber que proyecte la empiricidad del sujeto hacia un nivel trascendental. Pero eso vuelve absolutamente intrasparentes a sus condiciones empíricas (el sujeto que piensa como varón caucásico, centroeuropeo, heterosexual, cristiano, y demás) y la opacidad completa de ver en ellas las condiciones auténticamente a priori de la subjetividad. Este mecanismo (nunca mejor empleada la palabra) lleva al sujeto empírico a observarse a sí mismo mediante su autoconstitución como sujeto trascendental ciego a sí mismo y a sus condiciones de existencia y de conocimiento.

La ilusión de poder observar la realidad propia y la del mundo desde un sitio privilegiado de observación –el del ojo de Dios– torna ciega la propia observación cuando esta adviene al nivel trascendental. La Modernidad sostiene, así, la existencia de una perspectiva universal de observación y de un lugar privilegiado de enunciación. Hoy nos aparecen ambos como autocreaciones epocales.

La crisis de tal autopercepción trascendental sobrevendrá en el siglo XX con las implicaciones filosóficas derivadas de los avances en la física cuántica. Otra vez, como sucedió en la modernidad con la física de Newton, será desde el propio campo de la ciencia desde donde partirán las modificaciones epistemológicas.

El concepto de sujeto trascendental es una genuina creación de la Época Moderna. La distancia que se crea entre sujeto cognoscente y objeto conocido también se incluirá como aporte conceptual moderno. Las relaciones del sujeto trascendental moderno con el mundo implican un modo de experimentar, una manera de ver y una categoría de valores que, todos ellos, pueden ser integrados en lo que podemos llamar percepción moderna.

Esta concepción del espacio epistemológico es la que entrará en crisis hacia la primera mitad del siglo pasado, cuando los científicos se encuentren con aporías no resolubles con los modelos tradicionales aportados por el análisis. Será una situación crítica absolutamente removedora, ya no sólo para los modelos a emplear sino para los propios científicos implicados en la experimentación.

Dos modos de la percepción

Las investigaciones sobre la percepción han estado centradas de modo dominante en torno a sus aspectos psicológicos dejando al margen formas de abordarla que presupongan un estudio interdisciplinario. Solo recientemente se han comenzado a tener en cuenta seriamente los aportes provenientes de otras tiendas distintas a las del campo psi que posibilitan un encare mas atento a las interrelaciones (Bateson:1991; Maturana y Varela:1996; Wilber:1989). Este cambio no se ha producido sin enormes dificultades e incomprensiones e, incluso, hay que admitir que su análisis aún contiene grandes zonas de incertidumbre. Teniendo en cuenta estas limitaciones, digamos que el estudio de la percepción actualmente ha desbordado las definiciones tradicionales que la hacían aparecer como captación del mundo exterior por parte de un sujeto, captación que supone un grado continuo de complejidad no reducible a pretendidos elementos atómicos constituyentes y que llevan a admitir una experiencia que engloba todos los sentidos.

Hay que advertir que, en la definición de percepción tradicionalmente empleada, se intenta relacionar dos ámbitos, dos esferas que se vinculan a través de procesos dados en uno de esos ámbitos y no en ambos al mismo tiempo. Se procesan, pues, cambios, en el sujeto que aprehende. Para que esto suceda, debe separarse al ente que aprehende, configurándose un dualismo entre lo aprehendido y el sujeto aprehensor. 

Una determinada manera de relacionarse, es decir, de conocer, implica un modelo del mundo, un diseño teórico que se patentiza como mapa del territorio, que nunca es cualquier geografía, cualquier topografía o cualquier urbanismo: los mundos posibles para los humanos son siempre paisajes percibidos y moldeados, aldeas o polis en contextos que, aunque tiendan a adquirir generalidad por intermediación de la teoría, sea esta científica o filosófica, son siempre provincianos en el sentido de perspectivos, modelos entre múltiples modelos, percepciones que no pueden liberarse de su perspectiva porque ella le es constitutiva.

Habíamos señalado más arriba que, en la modernidad, el sujeto que conoce y que, al conocer, reconoce y estatuye al objeto conocido, establece una singular y precisa distancia, que no existía en los términos con que anteriormente se trabajaba el fenómeno ( anteriormente quiere decir sobre todo posturas epistemológicas derivadas de Platón y Aristóteles). Tal distancia es cualitativa y ,de consiguiente, no es recíproca , puesto que no se puede hablar de dialéctica en la creación de la imagen moderna dado que el sujeto es centro activo con exclusividad. Esa ardua – y por momentos refinada – elaboración permitió nada menos que la creación de los modelos (de imágenes como modelos) que derivaron en la progresiva constitución de una topografía del mundo diseñada en términos matemáticos. Pero al mismo tiempo, tal distancia separa al hombre de la naturaleza, otorgándole un puesto de observación privilegiado que -ahora sabemos- es autoelaborado y que aísla al sujeto del orden natural. La metafísica moderna, casi sin excepciones, estatuye un dualismo no sólo cognoscitivo sino metafísico: el hombre no es resultado del mundo natural, desde que posee razón, mejor dicho, un alma racional.

Y ello implica la pertenencia del hombre moderno no a la creación (no es una mera creatura) sino a la creación comprendida desde las coordenadas de su razón. Existe, pues, una mediación entre el hombre y los entes del mundo y tal mediación es la razón. La distancia de la metafísica moderna es estatuida por mediación de la razón, que ahonda de esta manera el dualismo platónico–cristiano, núcleo duro de la tradición filosófica de occidente.

Estas ideas han adquirido tal fuerza a lo largo del desarrollo del pensamiento occidental moderno que resulta muy difícil liberarse de su dominio dogmático. Uno de los pecados modernos es entonces el de la certidumbre, entendida aquí como certidumbre de la percepción del mundo. 

El universo trascendental se ha instalado en las reflexiones acerca del conocimiento, la percepción y nuestra concomitante relación con el mundo con una poderosa sugestión, tanta, que ha debido esperarse largo tiempo, concretamente hasta la llamada revolución cuántica en la física, para que tales certidumbres comenzaran a tambalear en sus propios cimientos.

“Nosotros tendemos a vivir un mundo de certidumbre, de solidez perceptual indisputada, donde nuestras convicciones prueban que las cosas sólo son de la manera que las vemos y que lo que nos parece cierto no puede tener otra alternativa. Es nuestra situación cotidiana, nuestra condición cultural, nuestro modo corriente de ser humanos. Pues bien, al estudiar de cerca el fenómeno del conocimiento y nuestras acciones surgidas de él, se revela que toda experiencia cognoscitiva involucra al que conoce de una manera personal, enraizada en su estructura biológica, donde toda experiencia de certidumbre es un fenómeno individual ciego al acto cognoscitivo del otro, en una soledad que sólo se trasciende en el mundo que se crea con él.” (Maturana y Varela:1996, pp. 11-12).

La certidumbre de la que hablan estos autores es la del conocimiento concebido en los parámetros modernos, la del sujeto que somete a un mundo, el mundo que le toca percibir, mundo que resulta de una consistencia pasiva ante la capacidad conformadora del que percibe. Como veremos a continuación, existen actualmente formas de encarar el fenómeno de la percepción que no parten de la centralidad del sujeto.

Se trata de modalidades holísticas, sistémicas o ecológicas que integran la percepción humana a procesos y a redes no subordinados a jerarquías . Directamente, no hay en ellas centros concebidos como puntos de partida sino pautas que relacionan, transmutan, sintetizan, pero que jamás reifican, dado que en los modos de percepcion siempre se está ante procesos, es decir, ante intercambios de diferencias y no ante vinculaciones entre cosas. En la cita de Maturana y Varela se mencionan las relaciones por excelencia: las interhumanas, las procesadas con los otros humanos. Cuando terminemos de analizar algunas de las formulaciones actuales sobre la percepción, nos detendremos con cierto detalle en tales relaciones, que harán que nos desplacemos hacia el terreno de la ética.

En las concepciones ecológicas, tal como las defendidas por Gregory Bateson, la percepción aparece como un fenómeno que desborda la moderna voracidad del sujeto, que intenta disolver la ansiedad metafísica del sujeto provisto de ojos y manos avasallantes, para situar (de una manera radicalmente distinta) la relación del hombre con su contexto como un fenómeno continuo, dinámico, sin bordes, configurado en relaciones que dan cuenta de diferencias y no de relaciones cuantitativas. El orden del mundo no es el orden de una mathesis universal sino el de organismos polinivelados sin jerarquías de dominio. En la contemporánea configuración que ahora describimos, una de las características principales es que ella no es representacional. No dice que existe allí un mundo objetivo que es luego representado.

“En esos circuitos (mentales) no hay cosas, no hay cocoteros, no hay pedazos de tiza o lo que ustedes quieran. Hay solamente complejas transformas (sic) de diferencias que nosotros entresacamos de las cosas o de los cocoteros, las tizas o lo que fuera. Es decir, si uno quiere dar cuenta del camino recorrido por un ciego, necesita incluir el bastón del ciego como parte de los factores determinantes de su locomoción. De manera que, si la mente es un sistema de senderos a lo largo de los cuales pueden transmitirse transformaciones de diferencias, la mente evidentemente no termina en la piel, sino que comprende también todos los senderos exteriores a la piel que son relevantes para el fenómeno que deseamos explicar. La mente tampoco termina con aquellos senderos cuyos cuentos están, de algún modo, presentes en la conciencia . Debemos también incluir los apuntalamientos de la mente consciente, lo inconsciente, incluyendo las hormonas como parte de la red de senderos a lo largo de los cuales pueden transmitirse transformas de diferencias. Y, por supuesto, también debe incluirse a la acción en todo esto. El sistema mental involucrado en el acto de derribar un árbol no es una mente en un hombre que hacha un árbol, sino que es una mente que comprende diferencias en otras características del árbol, en el comportamiento del hacha. Y todo eso alrededor de un circuito que en esencia es un circuito completo. Ahora bien, las diferencias no sólo existen en circuitos, también existen en contextos, pues en el mundo comunicacional nada significa algo si no es en presencia de otras cosas.” (Bateson: 1999, pp. 222-25).

Nos hemos permitido anexar percepción a proceso mental tal como define Bateson a “mente”: “La mente no es una cosa sino un proceso, el proceso mental en donde la actividad del proceso está basada en la manifestación de diferencias que hacen diferencias. Es decir, toda recepción de información es necesariamente una recepción de noticias de diferencia. En tal proceso mental, los efectos de la diferencia deben ser vistos como transformaciones producidas y procesadas en cadenas circulares complejas”.

“De acuerdo con la teoría de los sistemas vivos, la mente no es una cosa, sino un proceso: el proceso mismo de la vida. En otras palabras, la actividad organizadora de los sistemas vivos, a todos los niveles de la vida, es una actividada mental. Las interacciones de un organismo vivo –planta, animal o humano– con su entorno son interacciones cognitivas, mentales. Así, vida y cognición quedan inseparablemente vinculadas. La mente –o más precisamente, el proceso mental– es inmanente en la materia a todos los niveles de vida.” (Capra: 1998; íd.).

De manera que la percepción no es una captación que procesa un sujeto mediado con el contorno, captación que actuaría como puente entre un mundo circundante pasible de ser aprehendido ( con cuotas fuertes de pasividad , por otra parte) y que luego se tornaría real en la imagen. Por el contrario, la percepción es un proceso en el cual no es posible deslindar los fenómenos sucedidos en el sujeto respecto a los del entorno. No hay entes externos al sujeto desde que cognición se equipara a proceso vital ( toda vida piensa ) y a acción. Como consecuencia importante, el sujeto deja de ocupar un lugar central ( no hay centro sino relaciones continuas en redes poliniveladas ) y se disuelven así los modos de determinación causal que pudiera procesar en los entes del mundo: el sujeto pierde el poder sobre los entes.

Estamos en una perspectiva filosófica que no considera percepción como proceso de captación/asimilación de un mundo entorno sino como experiencia, experiencia que no dualiza entre un interior, una subjetividad activa y alerta y un exterior, un afuera, sólo organizable una vez procesados los datos por parte del sujeto. Si bien puede ser discutible la utilización aquí del término percepción,- dado que el mismo no deja de pertenecer al lenguaje de la psicología, por más que le otorguemos una amplitud mayor que el usado en el corpus conceptual de dicha disciplina-, entendemos que su uso en esta perspectiva es de recibo porque connota una relación profunda entre hombre y mundo y entre hombre y hombre que, de otra manera, se perdería.

En esta forma de interpretar la percepción, cada humano es un síntoma del estado del contexto como un todo, de cómo va siendo el contexto, ya que nada escapa a los procesos, ni el mundo ambiente percibido ni el percibidor. Es una manera de reconocer la intrínseca pertenencia al universo, dado que la realidad nos implica ónticamente y que, por ende,habrá que conocerla por identificación, por asimilación de lo que se va percibiendo. La filosofía moderna, en cambio, intenta conocerla críticamente, traduciéndola en un examen categorial de los presupuestos percibidos. La filosofía moderna ha aparecido, sobre todo desde Kant, como altamente sensible a la diferencia.

El sujeto moderno se revela rígidamente situado como espectador y esto es precisamente lo que parecemos estar avisorando ahora: que sucede precisamente lo contrario y que el hombre no es un espectador sino que su realidad está repartida y la comunicación se vuelve, en un sentido literal, universal. No es actor único, ni autor pero sí partícipe intrínseco en un mundo en donde nadie conoce el libreto de la partitura pero donde nadie –ni el más pasivo– deja de estar implicado en esta obra de arte que es la realidad. Hacia el campo ético: Conclusión de primer rango de esta perspectiva filosófica, el grado de implicación en las relaciones establecidas de continuo con el universo interhumano –y con el universo en su conjunto– es un grado absoluto, a saber, sin exclusiones.

Este punto de vista puede ser catalogado sin forzar el lenguaje como religioso, atendiendo al sentido etimológico mas directo del verbo religare y ubicándolo en un nivel mas general que el del referido al estudio de lo religioso. Es dable asimilar aquí religioso a perteneciente: una percepción experimentada al nivel mas amplio y en el cual el sujeto no está (ni se siente) separado del universo y sobrepasa ( sin disolverla ) la percepción habitual y todas las formas, dadas o posibles, del dualismo. No esta el sujeto separado del entorno que quiere experimentar. Experimentar y no controlar, por cierto, y hay aquí, nótese, una cierta relajación dinámica en los términos de la relación hombre – entorno.

En esta forma de interpretar la percepción, cada humano es un síntoma del estado del contexto como un todo. Es una nueva manera de reconocer la intrínseca pertenencia al universo, una captación continua de que la realidad nos implica ónticamente, en un posicionamiento que evita la concepción moderna crítica, que se traduce siempre en un examen de los presupuestos. Aquí no se conoce la realidad sino por identificación y el conocimiento no es conquista sino crecimiento. El presupuesto perceptivo (si es que existe alguno) indica que las dimensiones reales de nuestra experiencia de la realidad son anteriores a la escisión entre un sujeto cognoscente y un objeto conocido y que lo que nos contiene es una autoconciencia de la realidad en la que la misma realidad se realiza en nuestra experiencia. Para concluir, hagamos un breve paseo inferencial hacia la filosofía china, mas concretamente, hacia el taoísmo.

Este presupuesto no calificado al cual nos estábamos refiriendo –y que no de manera inmediata se puede equiparar al Ser–, es lo que la filosofía tradicional china llama el Tao. Se trata de la realidad pero no es una realidad que se pueda hipostasiar ni admitir como antecedente de la relación humana entendida en términos cognoscitivos. En rigor, aquí no hay antecedentes sino el proceso permanente, continuo, de la naturaleza. ¿Eterno? Se puede admitir la eternidad de la naturaleza pero eso no inquieta nuestros actuales intereses que apuntan, más bien, a mostrar una equivalencia entre la concepción holística y la de la filosofía taoísta.

Los taoístas se han revelado desde siempre como extraordinarios observadores de la naturaleza, de sus ciclos, de sus ritmos, de sus desequilibrios y de sus retornos al equilibrio. La percepción taoísta, entonces, revela una empatía con el entorno natural que no separa al observador del contexto. Es una captación directa, intuitiva, del orden natural, del cual, se asume, el humano no está distanciado.

Panorama desde el puente, en la percepción moderna, la distancia en la captación permite, así se afirma, la objetividad y una concomitante gravitación sobre el objeto, esto es, la presencia del poder. En la filosofía china no es ni siquiera imaginable teóricamente esa presencia del poder, dado que tanto el hombre como la naturaleza no están situados en niveles jerárquicos sino en la realidad que hace lo que el bosque: crecer. Crecer en pautas creadas por ritmos. No hay jefe en la naturaleza. Por consiguiente, la percepción humana no gobierna la interpretación del mundo y, mucho menos, su verdad.

Una de las carencias mas grandes que se detectan en la filosofía occidental es el análisis de los ritmos. Si apelar a los chinos puede resultar extraño o, aún, no procedente, al menos podría volverse dinámica y creativamente a Heráclito, el filósofo oscurecido por el dualismo.

Referencias bibliográficas:

Bateson, Gregory. Una unidad sagrada. Barcelona, Gedisa, 1999.

Capra, Fritjof. La trama de la vida. Barcelona, Anagrama, 1998.

Fox, Warwick. Toward a Transpersonal Ecology. Boston, Sambala, 1990.

Foucault, Michel. Theatrum Philosophicum. Barcelona, Anagrama, 1999.

Heidegger, Martin. Caminos de bosque. Madrid, Alianza, 1995.

Maturana, Humberto. El sentido de lo humano. Santiago de Chile, Dolmen,1997.

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