El historiador uruguayo Gabriel Peluffo Linari escribió El oficio de la ilusión (el único de sus libros publicados cuya forma se aleja del ensayo) a partir del hallazgo de cartas, diarios de viaje, fotografías, manuscritos sueltos y recortes periodísticos del pintor retratista Juan Peluffo. Compartimos a continuación un artículo publicado originalmente por la Biblioteca Nacional del Uruguay* en donde el autor afirma, entre otras cosas, que “para adueñarse de un pasado hace falta el instrumento poético de la ficción”
Los deslices de la ficción: un problema de la historia
Por Gabriel Peluffo Linari
Propongo algunas reflexiones a propósito de un texto que escribí hace más de diez años: El oficio de la ilusión; crónicas de un pintor fisonomista 1880-1950, como excusa para pensar algunos problemas que plantea el recurso ponderado de la ficción en la narrativa historiográfica. En él se intenta acceder a un fragmento de la historia cultural del Montevideo del Novecientos eludiendo ciertas convenciones metodológicas e instalando, en su lugar, un relato en parte continuo y en parte rapsódico, basado en fuentes históricas primarias y en otras que permiten la entrada de lo ficcional. En primer lugar, creo necesario ubicar ese tipo de texto en el mapa de algunas ideas fundamentales que marcaron la historiografía, por lo menos de los últimos cincuenta años.
En los años 80 del siglo pasado el historiador inglés Lawrence Stone advertía que:
hay signos de cambio en relación con el problema central de la historia […]; hay un desplazamiento de los problemas económicos y demográficos hacia los culturales y emocionales; de los métodos de cuantificación grupal a los de análisis de casos individuales y, en lo que atañe a la función del historiador, de la conceptualización científica a la literaria (1986: 120).
En ese texto, Stone exponía polémicamente lo que consideraba una de las tendencias más novedosas e importantes de la historiografía contemporánea: el contar relatos (95), hecho que corría paralelamente al renacimiento de la biografía histórica como derivada del zigzagueante proceso seguido por la escritura de la historia después de la Segunda Guerra Mundial.
En la misma época, el historiador italiano Carlo Ginzburg definía la microhistoria como “un experimento, una mezcla de dimensiones temporales, de personajes y de puntos de vista” (Serna y Pons, 2000: 57), todo ello dentro de una matriz narrativa que abandona el método estructural-positivista para adoptar el método particularista, el método detectivesco que se apoya en indicios, en síntomas mínimos y peculiares, como sucede en el psicoanálisis y en la semiología médica tradicional.
Ahora bien, si partimos de la historiografía, este acercamiento entre narrativa histórica y narrativa literaria se expresa en la microhistoria, pero si partimos de la literatura, se expresa en la novela histórica, aunque en este caso hay otros géneros como la crónica, que ya no es novela: particularmente aquella que, escrita en base a fuentes primarias de distinto tipo, desarrolla pautas muy cercanas a la narrativa oral, con inclusión a veces de la matriz poética (Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina).
La crónica es lo que queda si nos alejamos tanto del rigor metodológico del historiador como de la lógica interna de la novela, es decir, de su carpintería. La crónica suele ser una narración discontinua de historias convergentes, aunque con cierto respeto al orden temporal. Walter Benjamin elogiaba ese género al posibilitar una coartada para el historiador que intente eludir la antigua forma épica de la historia: “El cronista, que detalla los acontecimientos sin discernir entre grandes y pequeños, tiene en cuenta la verdad de que nada de lo que alguna vez aconteció puede darse por perdido para la historia” (Oyarzún, 1997: 49). El pensador alemán consideraba que, al irse extinguiendo la narración oral –ese modo atávico de transmisión artesanal de la experiencia– se extinguía también la experiencia misma como saber social acumulado. Sin embargo, una escritura que recupera ciertas pautas narrativas de la oralidad parece estar retornando desde fines del siglo XX, particularmente como discurso de una historiografía atenta a lo que esa rama del saber había siempre despreciado: el fragmento, el detalle aparentemente insignificante, la huella que pasa desapercibida; el relato sinuoso, discontinuo, en clave exploratoria.
El oficio de la ilusión está primordialmente motivado por el cúmulo de historias orales circulantes en el seno familiar sobre la vida del pintor Juan Peluffo que había realizado estudios en Italia entre 1892 y 1895. Anécdotas de vida que lo vinculan con otros pintores de su época, con la forma de encarar el oficio como servicio social, y anécdotas también referidas a ciertos aspectos temperamentales de su personalidad. Pero la voluntad de la escritura se precipitó a través del tardío hallazgo de un nutrido archivo familiar de Juan conteniendo cartas, diarios de viaje, fotografías, manuscritos sueltos y recortes periodísticos, todos materiales del período comprendido entre 1880 y 1950 aproximadamente.
De los problemas emergentes en esta experiencia, quisiera plantear solamente dos, que entiendo pertinentes porque van más allá del caso particular y atañen, creo, a la naturaleza de este tipo de narrativa.
I
El primer problema se refiere al propósito de transitar el camino de un relato que toma lo biográfico como eje referencial, sin limitarse a una biografía a secas.
Para un historiador, el hecho de trabajar con el material íntimo de un familiar directo y dilecto no es un hecho menor, ya que introduce de antemano la dimensión afectiva y la memoria personalizada –“el recuerdo es la musa del prosista” decía Benjamin (2008: 131)– como ingredientes sustanciales de la estructura narrativa, anticipando inevitables fenómenos de transferencia. No está en el propósito del citado relato enaltecer el papel del protagonista como sujeto histórico, sino a la inversa, explorar aspectos de la historia colectiva a través de esa circunstancia personal. El individuo se comporta aquí como un camino de acceso al contexto que lo trasciende, el cual, siendo el verdadero objetivo del estudio, resultaría inaccesible si no es a través de él. Esto no implica necesariamente caer en lo que ha dado en llamarse biografía modal, ya que el individuo estudiado no es el paradigma, en este caso, de un grupo social homogéneo. Está más cerca de lo que Giovanni Levi denomina biografía y contexto (Manuscrits, 1993: 25; Gómez Navarro, 2005: 19), un relato en el que el biografiado y su época son convocados conjuntamente, cosa que, para el caso que nos ocupa, podría ser pertinente llamar biografía ensayística de contexto, ya que esa narración trasluce hipótesis que la acercan al género del ensayo.
La pretensión de El oficio de la ilusión ha sido explorar el campo conflictivo de la pintura del retrato a principios del siglo XX en Uruguay, y la situación cada vez más marginal de aquellos pintores formados en el oficio académico respecto de la autoridad conquistada por los representantes del modernismo. Este planteo debe entenderse no sólo en su modalidad descriptiva, sino en su modalidad formalizante, como caracterización de ese campo cultural en tanto trama de relaciones interpersonales e institucionales y en tanto lugar en el que se dirimen conflictos de sensibilidades grupales e individuales, o sea, conflictos de poder.
Lo antedicho supone un relato de múltiples voces, porque si bien es cierto que se apoya en una historia de vida particular, ella cobra sentido en el cruce con otras vidas y otros relatos. Mijail Bajtin sostenía la necesidad de deconstruir la narrativa autoritaria, jerárquica, monológica del Yo, para sustituirla por una narrativa inclusiva, balbuceante, dialógica (Robin, 1996: 73). Este balbuceo dialógico, no solamente caracteriza la articulación entre literatura e historia, sino que también permite articular el género de la biografía con el campo epistemológico de la historiografía y del ensayo literario.
Ante la necesidad del relato multivocal, el autor, sin dejar de asumir el lugar del narrador, se ve obligado a actuar como operador que selecciona y ordena las distintas voces que él mismo ha convocado. Es el moderador de un coloquio en el que intervienen, simultáneamente, relatos de distintas procedencias, de modo que su función es administrar los dispositivos dentro de los cuales se presentan al lector esos relatos dispersos que, en este caso, provienen de artículos periodísticos, de cartas, de manuscritos y que no son más que huellas, indicios.
Pues bien, el problema que plantean esas huellas es que marcan un camino, pero no lo dibujan a cabalidad, quedan huecos, quedan vacíos donde faltan otras para completar la senda esbozada por las existentes (el profesor Kohut hablaba, en este coloquio, de “islas en el mar del no saber”). Esos vacíos son, precisamente, los que convocan a la ficción como un auxilio, no para evadir el rigor histórico, sino al contrario, para ofrecer al intérprete un soporte narrativo continuo y coherente a partir de los mojones que, en ese recorrido, marcan las aisladas fuentes primarias existentes. A esto se suma el hecho de que ciertos relatos que provienen de fuentes orales, o que provienen de manuscritos inclasificables, pueden adquirir mayor vigor testimonial si se presentan en un formato inventado. Datos proporcionados por la oralidad pueden adoptar la forma de una entrevista periodística, por ejemplo, o pueden encontrar un lugar de enunciación adecuado en la forma de una correspondencia epistolar.
La ficción literaria, en estos casos, no solamente consiste en amasar dentro de una narrativa creativa, coherente y convincente datos históricos aislados, sino en transvasar datos de una determinada fuente a otra diferente, para potenciar su sentido sin alterar los contenidos fácticos.
II
Este es el momento, entonces, de plantear la segunda cuestión: el problema ético que acarrea la introducción de la ficción en la narrativa histórica. Ya no el problema epistemológico, sino el problema ético, puesto que el problema del conocimiento no se vería afectado desde el momento que se conserva la información original. Lo que se produciría, sería su desplazamiento hacia otro formato de fuente documental, que puede ser totalmente nueva, o puede ser el resultado de una puntual alteración, cuando aquel desplazamiento interviene sólo parcialmente la fuente primaria ya existente. En El oficio de la ilusión se presentan algunas epístolas, por ejemplo, dentro de cuyo texto original fueron introducidos párrafos con datos provenientes del diario de viaje o de otras correspondencias, en el entendido de que era la mejor manera de completar y condensar el sentido de esas misivas sin recurrir a otros formatos narrativos, apelando a una suerte de intertextualidad. La epístola entonces ya no está concebida como fuente primaria, sino como parte de un relato histórico-ficcional.
Si en este caso el problema ético de la ficción no aplica a lo epistemológico ¿a qué aplica entonces? A mi juicio aplica a lo que Walter Benjamin llamaría el aura del documento original como objeto testimonial (1989: 24).
Vayamos al caso de la carta: ella no solamente guarda un texto a descifrar, sino que guarda un tiempo congelado en el que han quedado presos el hablante y su escucha, es decir, quien la escribió y quien la leyó en el pasado. Sin embargo, ese estuche de tiempo sólo puede ser abierto y descifrado desde la circunstancia actual, o sea, desde un tiempo que no le pertenece, por lo cual la profanación consiste en el acto intelectual de inmiscuirse en ese otro tiempo irrecuperable que estuvo en el origen de la palabra guardada. Siendo en esencia un episodio escritural, un testimonio de ideas materializado en la escritura, la carta posee la doble condición de ser, por un lado escritura y, por otro, puro silencio del objeto, en sentido aurático.
Supongamos ahora un documento epistolar al que se le han introducido algunos párrafos con datos extraídos de la historia oral. Se dirá que eso no es válido, ya que esa huella oral estuvo sometida al arbitrio de sus portadores, mientras que la huella escrita es documento directo. Pero la frontera entre ambas es difusa: así como la primera puede, en la secuencia histórica de sus enunciados, comportar distorsiones respecto del relato original, la segunda está sujeta a las variables de la premura, de las condiciones anímicas, de lo que se quiere explicitar y de lo que se quiere ocultar cuando se la escribe, por lo que ambas ofrecen flancos vulnerables para su pretendida “objetividad” como fuentes documentales.
La cuestión ética no aplica aquí solamente al problema de la “profanación”, sino también al problema filológico del lenguaje, o mejor, del habla epocal. El lenguaje epistolar del siglo XIX, dentro de la cultura letrada montevideana, tiene características peculiares según se trate de una correspondencia confidencial, de una carta entre amigos, o de una correspondencia que requiere formalidades específicas. De modo que, en el caso de la carta intervenida, se plantea el problema de respetar esas modalidades del habla en el texto que se le introduzca si este proviene, por ejemplo, de una fuente oral. Mimetizarlo con el resto significaría, en cierta medida, una transgresión ética. Desde que la historia tiene un sentido de restauración del pasado, es posible observar que este problema ético fue planteado también en el campo de la restauración de bienes materiales patrimoniales cuando se discutió la reposición de faltantes en un objeto: hacerlo sin dejar huellas o, de lo contrario, diferenciando levemente lo intervenido, sin alterar la unidad del todo.
La cuestión ética es, entonces, una cuestión ineludible en estas narrativas, aunque constituye, a mi juicio, un problema que no puede inhabilitar una escritura para la cual lo prioritario no es trasmitir “verdades” (siempre inasibles, metamórficas, inexistentes, mal que le pese a las pretensiones de la historiografía clásica) sino incentivar en el lector interpretaciones diversas de los hechos narrados, despertar interrogantes respecto de los sujetos y los colectivos históricos sobre los que el texto se pronuncia siempre de una manera fragmentaria.
En sus notas sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin afirma que “articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el instante de un peligro” (1989: 180). En efecto, para no sólo describir o analizar, sino para adueñarse de un pasado, hace falta el instrumento poético de la ficción.
Ahora bien, esto implica que cuando el relato tiende a reconstruir una cierta trama de época y de lugar, antes que a explicar los procesos sociales en la larga duración, la autoridad enunciativa e interpretativa del historiador queda en suspenso, ya que la mediación razonada de los hechos es eclipsada por el acto mismo de narrar. Las posibles razones de la historia se encuentran implícitas en la narración, son habladas por la voz del narrador. A este respecto Sarah Kofman nos recuerda que “la resistencia a dejarse hablar que ofrece la historia obliga a un lenguaje polisémico que presenta más afinidad con la poesía o la novela, que con el lenguaje unívoco de la ciencia o la filosofía” (1995: 28).
Esta circunstancia da paso a un campo naturalmente fértil para cierto tipo de oralidad escrita, reveladora y al mismo tiempo interrogante; una escritura que prosigue fiel a la historia como ciencia de las fuentes primarias, pero desafía los rigores formales y las ortopedias epistemológicas que prosperan en buena parte del ámbito académico, endogámico, competitivo, burocrático y normativamente internacionalizado.
Referencias bibliográficas
Benjamin, Walter (1989). “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”. En: Discursos interrumpidos. Madrid: Taurus. (1989). “Tesis de Filosofía de la Historia”. En: Discursos interrumpidos. Madrid: Taurus.
__________ (2008). El narrador (Introducción y traducción de P. Oyarzún). Santiago de Chile: Metales Pesados.
Gómez Navarro, José Luis (2005). “En torno a la biografía histórica”. En: Historia y política: Ideas, procesos y movimientos sociales N° 13, Universidad Complutense de Madrid, pp. 7-26.
Kofman, Sarah (1995). Melancolía del arte. Montevideo: Trilce.
__________ “Antropología y Microhistoria: conversación con Giovanni Levi”. Manuscrits N° 11. Barcelona, enero 1993, pp. 15-28.
Oyarzún, Pablo (1997). La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago de Chile: Arcis.
Peluffo Linari, Gabriel (2008). El oficio de la ilusión; crónicas de un pintor fisonomista 1880-1950. Montevideo: Banda Oriental.
Robin, Regine (1996). Identidad, memoria y relato, Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales.
Serna, Justo y Pons, Anaclet (2000). Cómo se escribe la microhistoria. Valencia: Cátedra.
Stone, Lawrence (1986). “El resurgimiento de la narrativa. Reflexiones acerca de una nueva y vieja historia”. En: El pasado y el presente. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 95-120.
*Este artículo fue publicado originalmente en “Con vencidos y vencedores”, publicación de la Biblioteca Nacional de Uruguay que compiló, a cargo de Helena Corbellini, las actas del Coloquio y Homenaje a Tomás de Mattos celebrado los días 5, 6 y 7 de noviembre 2018 en la ciudad de Montevideo.